Tengo
todavía fresco en la memoria el día que mi hijo menor me dijo:
—¡Te
salvaste, puedes eliminar los libros de la lista de útiles. Pide que nos
amplíen el ancho de banda de Internet y perros a cantar!
Angosto
de banda y de entendimiento me quedé, luego de la explicación con que argumentó
aquella solicitud. Según él, lo que no está en la Internet no existe. Y si algo
hay en ese submundo llamado ciberespacio son libros de toda naturaleza. Libros
impalpables, insaboros, pero libros. Los llaman virtuales, aunque —todo hay que
decirlo— no siempre son ejemplares virtuosos. No obstante, nada distinto de cualquier otra
biblioteca. La ventaja más notoria: en un mínimo lugar llamado chip caben
cientos o miles de ellos. Una desventaja extrema: la incertidumbre de no saber
si siempre estarán allí. Son inmunes a los ácaros pero no a los virus.
Después
de una larga conversación, hube de aceptar que, para muchos lectores jóvenes,
los anaqueles y la acumulación de grandes lotes de volúmenes impresos en papel
comienzan a ser escenarios de otra época. Estampas costumbristas que huelen a
pasado.
Sin
embargo, es un hecho que la publicación de libros físicos sigue siendo un
negocio lucrativo para las editoriales y una necesidad cultural de la que no
será fácil desprenderse por mucho tiempo. Se dice que, desde que apareció el
cibermundo, creció exponencialmente el número de las publicaciones en papel.
Las cifras de la UNESCO reflejan que en un promedio de 124 países del mundo se
imprimen por los métodos convencionales más de dos millones de títulos al año.
Después
de la invención de la imprenta, el libro tradicional fue convertido en un
fetiche, una especie de tótem al que le hemos rendido culto y al que casi le
rezamos oraciones. Hay quienes le han atribuido la virtud de depositario
infalible de información que —al aparecer impresa y certificada por un autor o
autora— se convierte en verdad definitiva. Tampoco faltan los que creen en eso
que mi maestra de segundo grado llamaba el placer de la lectura, los libros recreativos.
Y muchas otras categorías que omito para abreviar.
Pero
todo comenzó a volverse confuso cuando llegó la Internet. Nos guste o no, la
web apareció para cambiar el curso normal de la existencia. El ciberespacio se
ha posesionado de nuestra cotidianidad. Los adolescentes a los que llaman
nativos digitales ya no diferencian entre aquel y el espacio físico. Y, naturalmente, dentro del
mismo combo se ha instaurado la aparición de los libros virtuales. Imposible
oler la tinta con que han sido impresos (en bytes), a veces puedes simular que pasas
las hojas una a una pero ello es solo una sensación. No obstante, son también libros.
Hay
múltiples interpretaciones acerca de estos «libros intocables». Los lectores
más tradicionales viven quejándose. Los más osados, los aplauden. Tampoco
faltan quienes ya predicen una catástrofe mayor que la que estamos viviendo en
Venezuela con la escasez de alimentos. Sin olvidar, por supuesto, aquellos que
les tienen pánico por considerarlos una especie de maldición diabólica que
acabará con la lectura. Suele ocurrir. Cada vez que surge alguna innovación
tecnológica, se apodera de nosotros el miedo ante lo desconocido. La idea de
que algo desaparecerá para dar paso a lo que está naciendo. Pero también
sabemos que no siempre es así.
Sin
embargo, nada ha ocurrido. Vivimos ahora tiempos en los que ambos formatos, el
libro físico y el libro virtual, se han amistado entre ellos y —ajenos a los
temores humanos— hasta conviven. Tan amigos son que hay algunos que aparecen en
ambos formatos: los puedes adquirir en la librería o descargarlos a tu equipo. A los agoreros espontáneos anunciadores de
biblicidios masivos hay que pararles el trote: el libro, ese imbatible y mágico
fetiche de la cultura escrita, sigue ahí. Solo que a veces cambia de traje: un
día se baña de tinta y se engalana de papel; el otro, pues, se adorna de bytes
para lucirse en nuestras pantallas. Siempre a la espera de ese otro de quien sí
dependerá por siempre su existencia: el lector.
Y
si la palabra dedo viene de dígito, pues, a decir verdad, todos los libros son digitales,
según mi tía Eloína: unos porque nos ensalivamos el índice para pasar las hojas
de papel, otros porque sin dedos es más difícil manipular el teclado o activar
los comandos de una pantalla.
Publicado originalmente en www.contrapunto.com (26 de abril de 2015)
Imagen: agregada por www.contrapunto.com (de Google Images)
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