Es la moda.
Muchos estamos en ella, pero, según mis alumnos, ya parece asunto solo de la generación
intermedia. Mientras los más chicos están deslumbrados con el WhatsApp, el chateo en vivo, el
«eskaipeo» y otros recursos menos tardíos, otros estamos todavía en la etapa de
los mensajitos de texto. El verbo mensajear se ha vuelto cotidiano en
nuestras vidas:
—Quiero que
nos veamos hoy por la tarde —le dice un
colega a otra, antes de salir de la oficina— tenemos que ponernos de acuerdo a
ver si esta semana conseguimos café.
—Tranquilo—
responde ella— te mensajeo antes de
salir de casa. A mi terminal de lotería, perdón, de cédula, le corresponde el día martes.
Y ese
«mensajeo» no es cualquier tipo de comunicación. Alude exclusivamente al hecho
de posar el dedo pulgar sobre las teclas del teléfono móvil, elaborar un breve
mensaje de texto (incluidas abreviaturas, reducciones y emoticones) y hacer clic en enviar. A ese uso del pulgar se le llama pulgarización. Dicen los expertos en estas cosas que, de seguir
como vamos, el llamado dedo gordo de la mano se alargará en el ser humano y en
no pocas generaciones ya no se le podrá llamar Pulgarcito, sino Pulgarsote.
No son pocas
las personas que a diario observamos pulgarizando, en cualquier parte y en
diferentes momentos del día. Quién no ha visto a la cajera o el cajero del
supermercado con la mano derecha titiritando bajo el mesón, mientras con la
izquierda va desplazando por el sensor de precios lo poco que hemos encontrado
en los anaqueles.
A quién
extraña que el mecánico pulgarice sobre su celu, mientras, totalmente engurruñado
debajo de nuestro destartalado automóvil, revisa si fallan los tripoides o el
árbol de leva. Con una mano va palpando las piezas del coche, con la otra
presiona incómodamente las teclas. Y con la boca se recrea blasfemando porque
no se consiguen repuestos
Otra escena rutinaria
de este tiempo es la del jinete motorizado que usa simultáneamente
dos teléfonos. Zigzagueando como si nada, entre los carros, e increpando a los
conductores que osan atravesarse en «su camino», con uno de ellos va haciendo
uso del manos libres, mientras con el otro no cesa de mensajear a los múltiples
contactos que, en la red de distribución
de alimentos, ha establecido para desempeñar su función socialista de
bachaqueo.
Hay muchas más
escenas de esta naturaleza, pero, para no cansar, permítaseme mencionar
finalmente al policía de tránsito que, en pleno centro de la intersección de
dos vías, intenta orientar con su pito y su manoteo a la transgresora red de
conductores que por allí circula. Mientras, con un ojo hacia el horizonte, simula
ver el tráfico, con el otro, dirigido al
piso, está pendiente del teléfono
portátil que subrepticiamente descansa en la palma de su mano derecha.
Hace poco
acudió mi tía Eloína a una reunión de condominio. Se proponía ofrecer una charla
sobre cómo sustituir el papel higiénico por lajas de río. En lugar de sillas,
los habitantes del edificio utilizan pupitres para sus actividades de esta
naturaleza. Me relata la mayoría de los asistentes la miraba alelado y posaba
un brazo sobre la mesa del pupitre, mientras el otro se percibía desaparecido.
Como si de una colectividad de amputados se tratara. Mas no era así. Las
invisibles extremidades eran utilizadas para masajear ocultamente las pantallas
y los teclados que cada cual tenía en su mano.
En
fin, todavía los mensajitos de texto acosan
cotidianamente la testa de muchas personas. Parecen servir de masajes ante la
adversidad. Hay adictos incapaces de
vivir sin ellos. El mundo se nos está volviendo mensaje y masaje: pantalla,
teclados y claves hasta en la sopa.
Publicado originalmente en www.contrapunto.com (3 de mayo de 2015)
Imagen aportada por www.contrapunto.com (Google Images)
1 comentario:
Divertido el articulo sobre los masajes de texto! Se le olvido el ejemplo del odontólogo que le esta revisando la boca a uno,, y con la misma destreza envía los mensajes .. jeje
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