Mi tía Eloína acaba de pasar por
una aventura cuyas peripecias me ha
relatado con detalles. Si bien no es lo más positivo que puede pasarle a alguien
en una jornada cotidiana para adquirir insumos alimenticios, como que
vale la pena dejar aquí su testimonio «arrancado de la vida misma», como se
decía antes de las radionovelas:
— Desde hace tiempo mi Cédula de
Identidad termina en el «número» viernes
—comenzó.
10 am: Se dispone a ir al súper.
Va sola porque hacerlo ya es más tortura que placer y nadie quiere acompañarla. Pero inevitablemente hay que
comer y beber. No se ha inventado el modo
de sobrevivir sin condumio ni bebumio.
10. 15 am: Se incorpora a la cola, en las afueras del súper.
Ignora qué habrá para hoy, pero supone que si ya la gente está enfilada es
porque alguien ha dado el pitazo.
10. 45 am: Nada. Allí sigue bajo
un sol ya reverberante. Han prohibido las colas adentro .La vida se mide a esa
hora por la sed, el desasosiego y las conversaciones de los demás. Ya se han acostumbrado a controlar el hambre, la vejiga y otros
esfínteres.
11.30 am: Alboroto dentro del
súper. Gritos de los primeros de la fila. Algunos se quejan de que el gerente
ha decidido dar preferencia a quienes ya están comprando adentro. ¡Que todos
hagan la cola, llevamos dos horas aquí bajo el sol! Lo dice una encanecida
anciana. Más alaridos. Llegan dos flamantes policías bolivarianos. Rostros
duros, espaldas enjutas de fiscal de tránsito devenido en agente del orden, tongoneo
de oficiales de la serie SWAT, brazos abiertos como remos, mirada de ceño
fruncido. En la cola, algunos aplauden.
11.45 am: Más reclamos en voz
alta porque nadie ha entrado al local y está saliendo gente con productos
básicos en los carritos. Algo misterioso ocurre adentro. Llega el dato: la gerencia ha decidido que
tendrán prioridad los que ya estaban comprando. Han comenzado a surtirlos. ¡Y
los que están en la cola que se frunzan!, ¿verdad?, vocifera una señora.
11.57 am: Llega un yip con seis
guardias nacionales. Caminan paralelos a la fila y se dirigen al local. Un
joven los detiene y los increpa a poner orden de verdad. Argumenta que llevan
dos horas bajo el sol y que adentro les «están jugando camunina». El guardia
que va a la cabeza, sonríe sardónicamente y le
dice que «hay para todos, ciudadano». Cómo lo sabe, no se sabe. Entran
al local.
12.45 pm: Movimiento,
comentarios, cuchicheos. Voz de alerta: con un carrito repleto, pasa un
adolescente y dice que van a abrir pronto.
¡Hay pañales —agrega sonriente— papel, margarina, Ace y azúcar! Atenta a
lo dicho, una morena ha comenzado a pasearse presurosa por la cola. Va observando
uno a uno a los presentes y, con base en su intuición, sospecha sobre quiénes
no estarán interesados en pañales. Habla sin tapujos:
—Mira, yo soy
miércoles, aquí hay quinientos bolos, están dejando tres paquetes de pañales
por persona. ¿Me los compras y te quedas con lo que sobre? Eloína dice que no,
la siguiente persona acepta. Un tercero
no se define, pero el joven que sigue asiente, coge el dinero y sonríe. Total, tres negativas y siete confirmaciones.
Un viejito bigotudo se asume Einstein; en
el piso dibuja números imaginarios con su bastón y saca la cuenta: «siete por tres, veintiuno.
Si vende a mil cada paquete, pues
invirtió tres quinientos y sacará veintiún mil.» ¡Más redondo no puede salir! ¡Se
llama bachaqueo tercerizado!», concluye. «Explotación del hombre por el hombre
— continúa— plusvalía, viveza criolla...»
1.22 pm: Un empleado verifica el viernes de Eloína en la Cédula y lo
registra en un computador. Recibe un cartón sobre el que han garabateado un
número; lo entrega más adelante al guardia. Un gordito apuradísimo arroja un
combo en su carrito. Ella le dice no
quiero ni margarina ni pañales. Los retira. Siga, por favor, rapidito, señora.
1.30 pm: Segunda cola, para pagar,
lenta pero menos extensa que la primera. Listo. Se dirige a la salida. Un calvo
fortachón hace con la uña una rayita vertical en su recibo de compras. Cientos
de mirabolsas que aún están afuera observan el cargamento: cuatro rollos de
papel, dos bolsas de detergente, un kilo de azúcar. Otros ven absortos a una morena acumulando en
una caja sus encargos de pañales. Un señor que abraza un casco se dirige a
Eloína y le comenta:
—Qué guona
eres ¡fueras cogío los pañales y la
malga. ¡Los pañales son el lomito, mamá! Yo te los fuera cambiao pol café que
tengo ahí en la moto!
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Publicado originalmente en www.contrapunto.com (24 de mayo de 2015)
Imagen: aportada por Contrapunto
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