jueves, julio 23, 2015

Súper viernes



Mi tía Eloína acaba de pasar por una aventura  cuyas peripecias me ha relatado con detalles. Si bien no es lo más positivo que puede pasarle  a alguien  en una jornada cotidiana para adquirir insumos alimenticios, como que vale la pena dejar aquí su testimonio «arrancado de la vida misma», como se decía antes  de las radionovelas:

— Desde hace tiempo mi Cédula de Identidad termina en el «número» viernes —comenzó.
10 am: Se dispone a ir al súper. Va sola porque hacerlo ya es más tortura que placer y nadie quiere acompañarla.  Pero inevitablemente   hay que comer y beber.  No se ha inventado el modo de sobrevivir sin condumio ni bebumio.

10. 15 am: Se incorpora a la cola, en las afueras del súper. Ignora qué habrá para hoy, pero supone que si ya la gente está enfilada es porque alguien ha dado el pitazo.

10. 45 am: Nada. Allí sigue bajo un sol ya reverberante. Han prohibido las colas adentro .La vida se mide a esa hora por la sed, el desasosiego y las conversaciones de los demás. Ya  se han acostumbrado  a controlar el hambre, la vejiga y otros esfínteres.

11.30 am: Alboroto dentro del súper. Gritos de los primeros de la fila. Algunos se quejan de que el gerente ha decidido dar preferencia a quienes ya están comprando adentro. ¡Que todos hagan la cola, llevamos dos horas aquí bajo el sol! Lo dice una encanecida anciana. Más alaridos. Llegan dos flamantes policías bolivarianos. Rostros duros, espaldas enjutas de fiscal de tránsito devenido en agente del orden, tongoneo de oficiales de la serie SWAT, brazos abiertos como remos, mirada de ceño fruncido. En la cola, algunos  aplauden.

11.45 am: Más reclamos en voz alta porque nadie ha entrado al local y está saliendo gente con productos básicos en los carritos. Algo misterioso ocurre adentro.  Llega el dato: la gerencia ha decidido que tendrán prioridad los que ya estaban comprando. Han comenzado a surtirlos. ¡Y los que están en la cola que se frunzan!, ¿verdad?, vocifera una señora.

11.57 am: Llega un yip con seis guardias nacionales. Caminan paralelos a la fila y se dirigen al local. Un joven los detiene y los increpa a poner orden de verdad. Argumenta que llevan dos horas bajo el sol y que adentro les «están jugando camunina». El guardia que va a la cabeza, sonríe sardónicamente y le  dice que «hay para todos, ciudadano». Cómo lo sabe, no se sabe. Entran al local.

12.45 pm: Movimiento, comentarios, cuchicheos. Voz de alerta: con un carrito repleto, pasa un adolescente y dice que van a abrir pronto.  ¡Hay pañales —agrega sonriente— papel, margarina, Ace y azúcar! Atenta a lo dicho, una morena ha comenzado a pasearse presurosa por la cola. Va observando uno a uno a los presentes y, con base en su intuición, sospecha sobre quiénes no estarán interesados en pañales. Habla sin tapujos: 

—Mira, yo soy miércoles, aquí hay quinientos bolos, están dejando tres paquetes de pañales por persona. ¿Me los compras y te quedas con lo que sobre? Eloína dice que no, la siguiente persona  acepta. Un tercero no se define, pero el joven que sigue asiente, coge el dinero y sonríe.  Total, tres negativas y siete confirmaciones. Un viejito bigotudo  se asume Einstein; en el piso dibuja números imaginarios con su bastón y  saca la cuenta: «siete por tres, veintiuno. Si  vende a mil cada paquete, pues invirtió tres quinientos y sacará veintiún mil.» ¡Más redondo no puede salir! ¡Se llama bachaqueo tercerizado!», concluye. «Explotación del hombre por el hombre — continúa— plusvalía, viveza criolla...»

1.22 pm: Un empleado verifica  el viernes de Eloína en la Cédula y lo registra en un computador. Recibe un cartón sobre el que han garabateado un número; lo entrega más adelante al guardia. Un gordito apuradísimo arroja un combo en su carrito. Ella le dice  no quiero ni margarina ni pañales. Los retira. Siga, por favor, rapidito, señora.

1.30 pm: Segunda cola, para pagar, lenta pero menos extensa que la primera. Listo. Se dirige a la salida. Un calvo fortachón hace con la uña una rayita vertical en su recibo de compras. Cientos de mirabolsas que aún están afuera observan el cargamento: cuatro rollos de papel, dos bolsas de detergente, un kilo de azúcar.  Otros ven absortos a una morena acumulando en una caja sus encargos de pañales. Un señor que abraza un casco se dirige a Eloína  y le comenta:


—Qué guona eres  ¡fueras cogío los pañales y la malga. ¡Los pañales son el lomito, mamá! Yo te los fuera cambiao pol café que tengo ahí en la moto!

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Publicado originalmente en www.contrapunto.com (24 de mayo de 2015)
Imagen: aportada por Contrapunto


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