miércoles, febrero 21, 2007

Humor con amor se pega



Suele decirse que los venezolanos hacemos humor de cualquier evento, incluidas las desgracias, los sepelios, los divorcios y los malos  gobiernos. Particularmente, no creo que éste sea un atributo exclusivamente nuestro sino una condición que nos ofrece el idioma español en general. Pensemos, si no, en lo aburrido que para nosotros, hispanohaablantes,  es hacer o comprender el humor a la inglesa, a la sueca o a la alemana. Ni hablar del humor finlandés o danés. No debe ser muy fácil porque, aunque no sea cierto, suele decirse que en los países donde se hablan esas lenguas todo está tan resuelto que los hablantes se divierten suicidándose.

En la mesa, somos adictos a una sola expresión de humor negro cada vez que nos toca comer lo mismo del día anterior. Ante la necesaria resignación, no nos queda más salida humorística y amorosa que complacer a nuestra pareja, madre, hermana o hermano, mirando con sonrisa lastimera la comida vieja, engullendo el primer bocado y exclamando con total hipocresía, pero con aparente rostro de felicidad: “¡Ummm, está mucho mejor que ayer!”. Igual que no faltará jamás quien, después de una parrillada horrorosa, quiera halagar al autor o autora con la expresión “¡Coño, ahora es cuando esa candela está buena!”.

Vale. Amor con humor se pega.

Podríamos recordar también nuestros hábitos de hacer con alguien una cita: los hablantes del resto del mundo suelen acordar encontrarse a las cuatro, cuatro y treinta o a las cinco menos cuarto. Nosotros decidimos desde hace tiempo, enloquecer a los relojes y encontrarnos “a eso de las cuatro”, “más o menos a las cuatro”, “entre las cuatro y las cuatro y media”, “a golpe de cuatro”, “por ahí a las cuatro”, “cerca de las cuatro”, “antes de las cinco”, “pasaditas las cuatro”, etcétera, sin precisar jamás con exactitud. Pero todos entendemos y aceptamos. Como dijera Aníbal Nazoa, “A las cuatro y pico en punto, que en todas partes es un chiste, en Venezuela es una hora que puede corresponder a la realidad”.

Entre nosotros el melón, el melocotón, la ciruela, la naranja, el zapote, el mamey, la guayaba, la mandarina, el café, el chocolate, el pistacho, no son sólo frutas y vegetales, sino también colores. Así como el mantecado y la vainilla tampoco son sabores de helados o bebidas. Posiblemente el más original de nuestros colores criollos fue perfectamente delimitado hace años por la sabiduría popular: el color de “mono corriendo”. Es posible que nadie sepa definirlo, pero todos estamos seguros de reconocerlo.

Y en esto del humor lingüístico, no podré jamás olvidar los gritos de un vendedor ambulante de malta helada que alguna vez se paseaba por las calles de la caraqueña parroquia El Paraíso. Ya lo mencióné en la duda anterior, pero me impresionó tanto que no me cansaré de repetirlo. El hombre arreaba su carrito con los emblemas de las principales marcas nacionales de refrescos de  malta y su mejor grito de publicidad era:

-¡Toma malta, maltirízate!

No hay duda de que era un auténtico creativo publicitario, como también lo es mi ingeniosa tía Eloína, quien, siendo muy joven, cada vez que su progenitora le reclamaba haber salido con algún caballero a “venderle su cuerpo”, se defendía diciéndole:
-“¡Madre, te equivocas, no vendo mi cuerpo, lo alquilo!”

Incluso cuando tenemos alguna dificultad para entender o producir determinada expresión que nos ayude a sobrevivir, acudimos a eso que se denomina los comodines lingüísticos. Son muchísimos, pero valga recordar sólo siete de nuestra jerga diaria. No digo que sean solo venezolanos, apenas los reporto aquí como frecuentes en nuestro medio.

Me refiero a expresiones como “verga”, “vaina”, “coño”, “carajo”, “coroto”, “bicho” y “cosa”. Todo entre nosotros “es una verga”; no hay nada que designe más objetos, situaciones y estados que la palabra “coño", el término “carajo” sirve hasta para enviar a la gente al… infierno; cualquier cosa, persona, animal o cosa es “un bicho” y, por supuesto, todo es una “cosa”, sabemos cosas; si estamos enfermos decimos que tenemos “una cosa rara”, cuando hay algo que no sabemos cómo catalogar expresamos que nos “da cosa”; etc.

  Ni hablar de los múltiples derivados que de todas ellas emergen (verguero, vainón, coñito, carajazo, corotero, cosita, bicharrango, para mencionar solo uno de cada vocablo) o de los múltiples eufemismos que la gente que s ecree encopetada utiliza para mencionarlos sin decirlos, principalmente aquellos a los que considera “malsonantes” (¡vertia!, ¡qué varilla!, ¡cónchale!, ¡caramba!).

Es decir, ante lo inesperado, lo desconocido, lo inusual, nos sobran los llamados vocablos comodines en nuestra habla cotidiana. De allí que mi tía Eloína se burle de estas manías lingüísticas y se haya atrevido a definir para nosotros lo que según ella es un comodín lingüístico. La cito:


Un comodín lingüístico es una verga del carajo, algo así como un coroto, que no remite a un coño pero permite mencionar con humor cualquier cosa o bicho, incluidas las vainas que no conocemos.

Ya para cerrar esta ronda por las salidas graciosas del venezolano, quiero recordar aquí una anécdota llena de humor sarcástico que tiene que ver con mi propia experiencia.

Llegado mi turno para atravesar una avenida, luz verde del semáforo mediante, intentaba yo pasar cuando viene un taxi y se detiene justo sobre el rayado destinado a los peatones. Perturbado por aquello, me limité a zigzaguear como pude pero aproveché para golpear con mis nudillos el capot del carro y, mediante señas, hacerle ver al chofer que estaba ocupando el espacio de los caminantes. Pues, señores, aun a sabiendas de que tenía yo la razón, el conductor se ha enfurecido cuando se percató de que golpeé su automóvil. Para mi asombro y el de todos los mirones, se bajó del taxi una inmensa mole de más o menos 1.90 de alto por 1 metro de ancho cuya corpulencia se disimulaba frente al volante. Salió, manoteó bruscamente frente a mi pequeña humanidad y me gritó:

-¡Mire, amigo, la próxima vez que quiera golpearle un carro a alguien, búsquese un chofer de su tamaño!

La carcajada fue unánime… y ante mi temor de que aquel gigante se atreviera a golpearme no había disimulo posible.

miércoles, febrero 14, 2007

Contesta Dora


Fuente: https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjEK2JmInKGn1_FKd0Gowx1TUMoGaK1knK4mnUubdA9bBlniq_K8uq-vV_byW53g7uOq3HkDQkglKnzQqxNomWF1NVqlrLbMdR6ROKZoFI6DpSvsd1ED55uD6kpbf3DuxJ4O4Kz/s1600/Humor+telefono-vasos-b.jpg


Mi tía Eloína es de aquellas personas que escucha su propia voz imitada por un ventrílocuo y jura que la persona lleva un reproductor de casetes o discos compactos en el estómago.

- ¡Sea guón, no jo!, ¡A mí nadie me hace tragar el cuento de que cualquier picardioso puede hablar sin abrir la boca y menos con la voz de otro!

En pleno furor internético cree que el mecanismo del fax funciona por obra y gracia de alguna trampa (lo considera una vulgar máquina de escribir que se traga y vomita las hojas escritas). No distingue todavía entre la pantalla de un monitor de computadora y un televisor. Tiene miedo de los aviones, de los ascensores y de las escaleras mecánicas. En cuanto a la radio, la escucha y hasta la disfruta pero con cierta sospecha de que hay alguien escondido dentro o detrás del aparato. Del correo electrónico, ni se ha enterado. O sea, es tecnoanalfabeta voluntaria irreductible.
A veces me luce que su filosofía es “ver para creer”.
Su incredulidad recurrente en los avances tecnológicos suele hacerme recordar la actitud de un compañero de estudios de postgrado  que alguna me comentó acerca de un inminente viaje suyo a Venecia, en Italia. En tono de franca broma le comenté que, debido a que esa ciudad fue pensada con canales acuáticos y no con calles, pues allí los semáforos, cuando están en verde, te muestran la figura de un hombrecito nadando (y no caminando, como es lo usual).

Pues sepan que aquel caballero se carcajeó con mi acotación e insistió en que no me creía; me decía que yo me estaba burlando de él, a cuenta de que era de San Cristóbal. No obstante, mi carcajada no se hizo esperar cuando, nomás regresar, lo primero que hizo fue visitarme para traerme una fotografía de un semáforo veneciano:

-¡Yo sabía que era mentira lo que usted me había dicho! ¡Vea la foto, vea!

Así es mi parienta, no cree, aunque duda. Apenas logró asimilar el teléfono hace algunos años, pero hasta allí llegó su nivel de credulidad con la tecnología y eso porque durante su juventud conoció los auriculares de vasitos plásticos que los niños utilizábamos para hacer correr nuestra voz a través de un hilo.
Como ven, mi parienta vive aún en el entresiglo XVIII-XIX.
El clímax de su escasa fe en los adelantos comunicacionales acaba de ocurrir durante su última visita a la capital. En las afueras del terminal de autobuses consiguió un sobreviviente teléfono tarjetero. Aparte de que les tiene pavor a las mesitas buhoneriles que alquilan los a su juicio “misteriosos adminículos que llaman celulares”, tampoco está convencida de poder utilizar las tarjetas magnéticas como dinero. Sin embargo, ante la extinción de los ya obsoletos aparaticos tragamonedas, siempre consigue quien la ayude a hacer sus llamadas en la calle.
Esta vez,  intentaba comunicarse a mi teléfono fijo para que alguno de mis hijos fuera a recogerla, puesto que en casa no sabíamos de su viaje.
Deseaba venderme lana con la sorpresa de su telefonazo y salió trasquilada.
Una vez que el chofer del autobús en el que viajó le marcó el número, pueden imaginar su reacción al escuchar al otro lado una voz que no la dejaba hablar, aun cuando ella intentaba interrumpirla entre una palabra y otra. No había nadie que atendiera la llamada y se activó el mensaje de voz que suelo dejar grabado para el servicio de respuesta automática:

“Aquí contesta-dora, la cachifa electrónica sin “barrera”, sea optimista, la carne bajará de precio, es tiempo de vacas gordas. Si va a enviar un fax, hágalo inmediatamente, si no, deje un mensaje breve y su número, gracias. Disfrute la música.”

Eloína no entendía aquella retahíla imparable “de mi parte” y me ha dicho que lo primero que pensó es que yo estaba borracho y como sabía que era ella, me divertía tomándole el pelo, hecho que ella había corroborado al escuchar la música de fondo que suelo añadir al final del mensaje (Juan se llamaba y lo apodaban charraqueadoooo…).
Pasó más de dos  minutos gritándole a la bocina telefónica, insistiendo en que yo estaba ahí y me negaba a responderle para hacerla perder la paciencia.

-¡No te hagáis el loco, mirá, yo sé que me estáis oyendo, vergajo, no me calo ese mollejúo pitico, dejá que te vea...!

El resto del fúrico mensaje de mi parienta  ocupó todo el espacio disponible y es impublicable.
Cuando llegué a casa a mediodía, la encontré en la puerta, todavía echando chispas como un reverbero. Al no lograr que “yo” respondiera a sus chillidos, decidió tomar un taxi y allí estaba, bufando como una vaca herida y roja, rojita de la furia.
Me costó mucho convencerla de que yo no había estado en casa. ¡Qué cómo podía decirle eso si hasta le había contestado el teléfono con una risita burlona! ¡Que qué riñones los míos, que no volvía más! ¿Que quién carrizo era la tal Dora que me acompañaba!...
Logré que entrara. Se calmó al rato. Y para demostrarle que le estaba diciendo la verdad, activé frente a ella el colector de mensajes, todo ocupado por su florido discurso, aderezado con léxico maracucho y oriental (éste último heredado de su más reciente marido ocasional).
Lo escuchó atónita, se iba poniendo morada y más morada a medida que oía sus improperios. Fue a la habitación donde mi hijo mayor había llevado su equipaje; regresó con su maleta todavía sin abrir y me dijo que se iba, que no volvía, que no me había bastado con mamarle gallo hasta cansarme, sino que encima había grabado su conversación para hacerla avergonzarse.

miércoles, febrero 07, 2007

Entre la élite-ratura y la literatura-e





“Sobre la página de un libro se puede llorar, pero no sobre una computadora”.
José Saramago, 2004.

“¡Qué desesperación si la pantalla supliera a las páginas del libro!”.
Mario Vargas Llosa, 2005.

Dice mi tía Eloína que la literatura está cambiando aunque algunos escritores se nieguen a admitirlo. Y si no, que lo digan los millones de internautas que actualmente se acercan a las obras que circulan por la Internet. La llegada de la ciberliteratura o literatura virtual es un hecho al que ya no podemos resistirnos.
Sin embargo, esto no necesariamente implica la desaparición de esa especie de fetiche en que la cultura escrita convirtió al libro impreso. La evolución tecnológica humana no suele restar, más bien es acumulativa. Ahí están el coche tirado por caballos, la bicicleta, la motocicleta, el automóvil, el telégrafo, el teléfono, la radio, la tele, el diario y, por supuesto, el libro. Siempre que haya libros habrá lectores que prefieran el sistema de lectura impuesto desde la invención de la imprenta. Lo que no implica negar que ahora los lectores tenemos dos opciones: la élite-ratura (que así la llamo porque siempre ha sido un espacio de pocos, de élites) y la literatura-e (es decir, las nuevas formas de hacer literatura que han comenzado a imponerse a partir de la Internet, la literatura electrónica).
De modo que no tiene sentido temerle a esta nueva situación. Puede gustarnos o no, pero la literatura-e ya llegó y también tiene sus propulsores y sus fanáticos. Por ejemplo, nunca en su adolescencia pensó mi tía Eloína que algunas novelas de esta época podrían ser generadas como producto de muchas manos que no logran “poner el caldo morado”. Pero tampoco ha olvidado los cadáveres exquisitos que, imitando a los escritores surrealistas,  la obligaban a escribir con sus compañeros de colegio.
Me refiero en este caso a las propuestas que circulan por la red, para que -como lectores y escritores al mismo tiempo- nos incorporemos en la confección de textos literarios cuyo diseño final todos desconocemos y cuya “autoría” pertenecerá a una colectividad sin rostro, con identidad difusa y sin personalidad jurídica. ¿A quién pagarle esos derechos de autor-a?
Para no ir tan lejos, un ejemplo es el proyecto moderado por el venezolano Doménico Chiappe, quien desde Madrid coordinó en el año 2005 el lanzamiento vía Internet de la novela colectiva La huella de Cosmos, en la que participaron varios narradores españoles y latinoamericanos, entre ellos otros dos venezolanos (Juan Carlos Chirinos y Juan Carlos Méndez Guédez). Su lanzamiento tenía un propósito estrictamente interactivo, con texto, música y video, además de un foro abierto a quienes desearan intervenir en su desarrollo y diseño. Experto en estas lides de la creación literaria virtual, Chiappe es además autor de una novela multimedia anterior (Tierra de extracción, 2003). Lamentablemente, aunque había arrancado con buen pie, el proyecto se quedó en el camino, sin explicaciones, desapareció de la web como alma que se lleva algún diablo digital.
También leímos alguna vez que la editorial Penguin y la de Montfort University (Leicester, Inglaterra) arrojaron al mar de la tiburonía virtual la posibilidad de una narración a múltiples manos en cuya escritura podían participar tantos lectores como lo desearan, de cualquier parte del mundo, solo que en idioma inglés. Para tal efecto se nos remitía a visitar una página (http://www.amillionpenguins.com/) en la que podíamos intervenir al respecto. Para la fecha en que redacté esta duda por primera vez –febrero de 2007-, la página llevaba 94.774 visitas en apenas unos días. Al parecer también este experimento fracasó como tal, pero no deja de ser interesante el que se ande buscando el modo de enganchar el papel con la escritura digital. Son tentativas tentadoras que en algún momento habrán de cuajar.
En Japón, aparte de los video-juegos y los “mangáticos” dibujos animados, desde hace varios años es posible “leer novelas” a través de los teléfonos celulares. Se cree que por los móviles japoneses circulaban para el año 2005 más de 150 obras ofrecidas por la empresa de comunicaciones Bandai Networks.
 Puede parecer incómodo para un lector acostumbrado a las dos tapas que protegen las páginas de un libro pero imagínese usted el deleite futuro de quienes esperan largas horas para que un médico los atienda: mientras aguardan, todos estarán pegados del móvil, a fin de saber si la pareja protagonista se casa o no se casa o si el experimento del malvado de la trama tendrá éxito en el propósito de volver sabandijas a los humanos. Es otra curiosidad, buena parte de la narrativa literatrónica parece familia de la maltratada telenovela, cuando no de la ciencia ficción. Dos temáticas que tienen sus miradas puestas en sendos grupos de lectores muy precisos (los jóvenes y los viejos). Los japoneses las llaman “novelas móviles” e “historias portátiles” y pueden ser descargadas de la web a precios que jamás competirán con los de un libro impreso en papel. Sin dejar de lado que, una vez posicionadas a través del mercado digital, algunas de esas obras podrían pasar de los píxeles al papel, como libros impresos convencionales. Así que aquello de “salvar árboles” ha sido una excusa amable para embaucar incautos Y esto se inició, precisamente, por el método que inicialmente utilizaron algunos editores para lanzar por la red argumentos que permitieran a los lectores “construir” colectivamente una novela. Como técnica de mercadeo se les denomina “libros celulares” (o algo parecido, el japonés que aprendió mi tía Eloína en Los Puertos de Altagracia, no es muy confiable): modo inteligente y capitalista de fusionar la practicidad del teléfono móvil con la praxis de circulación bibliográfica ortodoxa.
Otra estrategia editorial utilizada para esto es la partición de los textos en breves fragmentos semiautónomos que puedan ser leídos, por decir algo, entre dos estaciones de metro o autobús. ¡Atención, señores editores venezolanos, la estrategia sería imposible en el metro de Caracas o en nuestras líneas autobuseras! Como en los países hiperpoblados, el arremolinamiento no dejaría espacio posible para la lectura, aparte de que se hace muy difícil concentrarse en la lectura si sabrosonamente se está siendo manoseado por todas partes). Esto implica una vuelta a las novelas por entrega. Lees un capítulo, te apeas. Subes, lees otro capítulo y te bajas de nuevo, hasta que llegas a tu destino. ¡Qué maravilla! Y lo más sorprendente: la mayoría de los autores de esta modalidad de libros desechables son jóvenes, lo que también ha consagrado el ingreso del “estilo” de los mensajes SMS a la literatura. ¡Fin de mundo!, dirá Eloína, pero está ocurriendo y no hay que desesperarse. Imagine usted el comienzo de una novela con las siguientes palabras:
Vngo a contart km se kyó la ksa d mi prro. La ky staba yna de gnt…
En fin, que debemos prepararnos para otras maneras de apreciar y leer la literatura. Ha nacido lo que mi parienta llama la “telegrafía literaria”. Que además viene reforzada por el tuíter y sus “menudencias”, tanto que ya los chamos gozan un mundo participando en esos concursos que te conminan a escribir una “novela” en 140 caracteres. Se llama “tuiteratura”. Y más aún, para regocijo de los estudiantes de bachillerato acostumbrados a leerse los resúmenes de las obras (y nos las obras en su totalidad), pues la britaníquísima editorial Penguin publicó en el 2009 un libro intitulado Los grandes libros del mundo resumidos mediante tuíter (traducción libre del sobrino, original en inglés: The World’s Greatest Books Retold through Twitter). Un total de ochenta y seis obras literarias ofrecidas a los lectores mediante veinte tuits cada una (todas presuntamente “universales”, según los criterios británicos, que –igual que los de los franceses- no siempre son de confiar; incluyen, por ejemplo, La divina comedia, El paraíso perdido…, pero también El código da Vinci, que a mi parecer al menos todavía no es un clásico). Para coger palco, pues. A ajustarse los pantalones y los ojos.
Y un poco para tranquilizar a quienes como José Saramago y Mario Vargas Llosa, han visto en las pantallas de los monitores una amenaza y una afrenta, creo que podrían servirles de consuelo las siguientes palabras que algunas vez leímos del escritor estadounidense  John Updike: “Los lectores y escritores de libros se están acercando a la condición de renegados, hoscos ermitaños que se niegan a salir a jugar bajo el sol electrónico de la aldea posGutenberg".


[texto completo de Updike en:
http://www.lapetiteclaudine.com/archives/009464.html].

Imagen tomada de : http://www.juventudrebelde.cu/suplementos/informatica/2012-07-11/nomofobia-cel-o-no-cel/?page=2