El poema Soledades
(1613) del poeta español Luis de Góngora tiene como personaje principal a
un náufrago que ha sido rescatado por unos criadores de cabras. Y, aunque él no
lo haya hecho explícito, no hay situación de solitud más conmovedora que el
naufragio. Estar en medio del mar y saber que el infinito te rodea por todas
partes debe ser pavoroso. Gabriel García
Márquez nos dejó testimonios más que evidentes de cómo el aislamiento (voluntario
o no) puede incidir en la vida interior de las personas. Tres obras suyas
aluden directamente a este tema: Relato
de un náufrago (1955), El coronel no
tiene quien le escriba (1961) y,
naturalmente, Cien años de soledad (1967).
Un ya clásico bolero, de autoría atribuida al argentino Palito Ortega e
inmortalizado por el cantante cubano Rolando La Serie, se titula precisamente Hola Soledad. Sus versos iniciales son
de antología: "Hola Soledad / no me extraña tu presencia/ casi siempre
estás conmigo / te saluda un viejo amigo / este encuentro es uno más".
Mi tía Eloína conoce de esto porque ella misma
es en realidad una solitaria empedernida. Desde joven lo ha sido de modo
voluntario, pero, además, la padece ahora por doblete, debido a que todos sus familiares, jóvenes y no tan jóvenes,
se han ido del país. Vive la triste realidad que ya es un lugar común entre
nosotros: quienes han podido concentrar
su vida pasada, presente y futura en dos maletas no lo han dudado; mas los que
por alguna razón no pueden optar a esa salida, han comenzado a vivir en un país
en el que cada individuo se está convirtiendo en una isla. Pero hay más: aparte
de esa particular situación sociopolítica, que seguramente alguna vez
superaremos, ya que nada es eterno, vivir encriptados dentro de sí mismos
parece la opción de quienes, a veces embelesados por la novelería, han reducido
su existencia a la dependencia de las llamadas "nuevas tecnologías. Mi parienta está convencida de que, por
ejemplo, los teléfonos inteligentes a veces embrutecen a sus portadores.
Y es que, sin duda, la soledad es realmente un
problema del mundo actual. Lo único que parece motivar a muchos es estar (des)conectados. Ya son clásicas las escenas
en las que grupos de amigos que se han citado en un café están más pendientes del cliqueo sobre la pequeña pantalla
que de aquellos a quienes tienen
enfrente y con los que supuestamente están "compartiendo". Vas en el
metro o en autobús y son pocos los pasajeros
a quienes te puedes dar el lujo
de preguntarles algo; los que no van embobados con el tuiteo o el
"guasapeo" llevan las orejas taponadas con audífonos, estrategia mediante la cual,
obviamente, buscan vivir separados del resto. Contradictoriamente, andan en
medio del colectivo pero escondidos, una nueva modalidad a la que podríamos
llamar "polizones cibernéticos".
Una reciente campaña realizada en el Reino
Unido dio como resultado que el 56 % de los adultos de esa región confesó
sentirse "más solos que la una". El rollo de estar con mucha gente y tener la
sensación de que realmente no andan contigo es tan complejo que, incluso, en
dicha campaña se detectó también que muchos británicos se escapan de su trabajo
y solicitan alguna cita médica para poder conversar al menos con su matasanos
particular. Esto ha llevado a la señora Teresa May a crear un Ministerio de la
Soledad. Cómo será de peliagudo este
asunto que hasta los hijos de la Gran Bretaña se sienten solos. De modo que ya
los habitantes de la otrora "fiera Albión" intentan resolver este asunto por la vía
gubernamental. Tienen ahora una ministra que, imaginamos, apoyará alguna legislación que busque imponer
multas a todo aquel que de alguna manera estimule estados de aislamiento, venda
equipos que los propicien o aúpe reuniones en las que cada quien ande por su lado.
Lo malo de todo es que, muy acorde con la labor de su ministerio, también la
han dejado sola.
Nadie parece escucharte si entras, por ejemplo, a un ascensor con mucha gente e intentas saludar. Al parecer, en este
tiempo, la cortesía es más un insulto que una virtud. A veces, cuando ocurren
estas cosas, siempre recuerdo una anécdota de Eloína relacionada con esto de
sentir que, aún formando parte de una aglomeración, estás íngrimo en algún lugar.
El escenario fue una reunión de los integrantes
del condominio en el que convive. De acuerdo con la hora fijada en la
convocatoria, ella llegó algo retardada y ya la sala escogida para el evento estaba
repleta; casi todos los convocados habían hecho acto de presencia. La mayoría de
ellos picoteaba con el índice las pantallas de sus teléfonos, como si fueran
gallinas escarbando. Entró corriendo; se
sentó en la única silla disponible, en medio del salón, e intentó una gentileza con la que buscaba
liberarse de culpa: "buenas noches, vecinos, ofrezco excusas por llegar
tarde". No obstante, fue como no decirlo;
ni un solo concurrente se molestó en responderle. Estaban todos sentados allí pero
ausentes, absortos en su soledad compartida. Enojada ante la carencia de urbanidad del colectivo,
mi parienta decidió que, quisieran o no, les haría notar que ella sí estaba
allí y que se sentía agraviada ante la indiferencia con que habían recibido su
saludo. Ahora sí, todos levantaron el rostro y pusieron cara de asustados, al
escucharla gritar con mucha contundencia:
—¡Llegué
tarde porque tengo diarrea y unas flatulencias intolerables hasta para mi
propia nariz. Como supuestamente estoy sola porque nadie contestó, a lo mejor
se me escapa una!
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