viernes, marzo 20, 2009

Celulares, cedulares, celulosos





Nadie lo duda, ni siquiera los que se han quedado en lo que Alvin Toffler denominó “la segunda ola” de la Humanidad, la época de la imprenta convencional, la radio, la televisión y, en general, los mass media. La tecnología es buena, sus avances son importantes, su alto nivel de especialización ha contribuido a solventar muchos problemas del pasado de la especie humana. Y ningún invento sustituye a otro u otros, sencillamente se acumulan y, claro, llega un momento en que lo anterior termina siendo pieza de museo. Pensemos, por ejemplo, en la utilidad que puede tener hoy el telégrafo frente al correo electrónico. Inevitable. O mi ya vieja y anciana rocola frente al ipod. El fax sigue allí en reposo, campeando, pero ya hay momentos en que lo pensamos como propio de la historia de las comunicaciones.
No obstante…, siempre un “no obstante”, cómo dudarlo, también los avances tecnológicos nos mueven el piso de las costumbres, se aparean con la incertidumbre y más de una vez ponen “patas arriba” nuestra cotidianidad.
Aceptamos la nueva tecnología sin rollos (y sin poder decir que no), nos valemos de sus ventajas, nos encanta la velocidad con que opera. Parafraseando al poeta Jorge Manrique, podemos decir que, aunque a veces con ella igual se nos va la vida “tan callando”, solemos creer que nos la está estirando o mejorando. Porque también es cierto que hay ocasiones cotidianas en que desearíamos algún avance que desaparezca para volver a la época de las cavernas. Principalmente, cuando nos acogota y nos saca de nuestras fronteras de la racionalidad. Es decir, cuando por alguna razón rabiamos debido a esa tendencia “leguleyomúrphica” que hace que algunas dificultades se multipliquen cuando estamos precisamente en otras dificultades.
Por ejemplo, dígame usted si no le ha ocurrido que le haya sonado el teléfono celular en las situaciones rutinarias más inverosímiles en que pueda encontrarse. Digamos que, siguiendo el consejo de mi hijo menor (internauta, cibernauta, ficcionauta, virtualnauta, y todo lo que lleve ese sufijo posmoderno relacionado con el ciberuniverso “-nauta”), uno ha asumido que el celular es como la cédula. Por eso, ¿qué móvil ni qué móvil?,  mi tía Eloína prefiere llamarlo “teléfono cedular”, cuando no “artefacto celuloso”, por ser tal vez el núcleo tecnológico de la contemporaneidad. Eso que algunos tecnólogos denominan “dispositivo comunicacional inalámbrico” es actualmente la carta de identidad de muchos ciudadanos. Y si no, fíjese que en alguna redada o escarceo, ya los oficiales de policía no le piden a usted que les muestre su documento de identidad. Le solicitan mostrar su teléfono, a fin de verificar cuál es su estatus social y cuánto provecho pueden sacarle. Por eso, en el mundo de hoy, la existencia casi responde abiertamente al lema promocional de una conocida tarjeta de crédito: no se puede salir ni vivir sin él.
De cada cien personas que deambulan por el centro de la ciudad, por lo menos ochenta van con el celular pegado a la oreja como si fuera un apéndice de la audición. Unos ríen, otros gritan, algunas llevan rostro severo, depresivo o feliz. No importa a dónde vayan ni cómo  (en auto, a pie, en carretilla, en burro, en carroza o en limusina), casi todos y todas van dejando que su existencia se difumine a través de las celdillas de las antenas receptoras y repetidoras de señales “celulatosas”.
Acuda a un encuentro social de cualquier naturaleza y certificará que ninguno de los asistentes está interesado en charlar con usted. Allí reunidos, sonrientes, todos tienen la mirada da vaca defecosa pegada a la pantalla del teléfono. Está uno hablando con alguien y nunca podrá conocer la reacción sobre lo que le estamos diciendo porque la atención del interlocutor solo tiene un foco: el celu. Vaya a un banco, a una oficina pública, a una caja de supermercado, etc. Cada quien, a cualquier hora, en cualquier momento y situación, está adherido a la rutina del mensajeo, a la lectura del correo o a la visita de páginas web. Ni modo. Lo más curioso que acabo de presenciar en relación con esto ha sido la imagen de un vigilante de tránsito, parado sobre la isla de la avenida, dirigiendo el voraz tráfico capitalino con la mano izquierda y enviando mensajitos con la derecha. Un pitazo y un dedazo, un movimiento del brazo en señal de “adelante, adelante, circulen” y un “clicazo” sobre el teclado del adminículo.
Y todo se confabula para que uno o una no lo deje ni para ir al retrete. “Por si alguna emergencia”, es la excusa preferencial del gran colectivo. Y justo el retrete es el lugar en que con seguridad no dejará de sonar. Existe una misteriosa conjunción de constelaciones entre los celulares y la letrina. Pareciera que la familia, los amigos, los allegados, los vendedores de cualquier vaina, las oficinas de cobranza, etc. adivinan telepáticamente que anda usted en labores de vaciado y limpieza intestinal para antojarse de marcar nuestro número “celulítico”, justo en ese preciso instante en que estamos al borde del abismo, tratando de ejecutar con total dignidad la tarea a la que nos hemos dispuesto cuando acudimos a sentarnos en la poceta. Habrá que pedir a las academias la reconsideración de los vocablos “excusado/escusado” para referirnos al retrete porque ya ni para excusarnos servirá.
Dígame además si no le ha ocurrido que está metido o metida en un tráfico infernal, tratando de poner su automóvil en retroceso o buscando evadir algún obstáculo, para que justo en ese segundo crucial le suene en su bolsillo el bolero, la ranchera, el vallenato o la pieza rapera con que ha programado la señal de repique de su teléfono. Asegúreme, usted, dama contemporánea, moderna, inteligente, dispuesta, emprendedora, trabajadora, si no ha sudado la gota gorda en más de una oportunidad al intentar conseguir dentro de la caja de Pandora que es su bolso carrielero (su “cartera” decimos en Venezuela) el bendito aparatejo que repica y repica y se esconde más, en la medida en que más usted desea capturarlo dentro de aquel almacén de chino, a fin de responder a la llamada que alguien le está haciendo. Y una vez que, luego de tanto esfuerzo y temblequeo, lo ha conseguido, pues ahora debe repetir la operación desespero a fin de buscar ¡ los lentes que le permitan leer el número o emisor de la llamada entrante!
Ley de Murphy, sin duda, mientras más ansíe encontrar el equipo de marras, mayor dificultad tendrá para lograr su propósito.
Nada digo de las diversas situaciones tragicómicas en las que la desesperación y los nervios se apoderan de nosotros, al intentar acallar los chillidos del teléfono. Y el bendito equipo que no se apaga. Pongo ejemplos vividos y vivientes que son ya cotidianos en el siglo XXI. Si se ha olvidado usted de apagarlo o ponerlo en silencio, es casi seguro que su celular suene:
Mientras usted está en misa, todo es  un pasmoso silencio, y el sacerdote está levantando la ostia hacia el cielo. ¡Cuántas miradas le llegarán como flechas imparables o como si fueran “rayos católicos”!
Justo en el instante en que alguien quiere contarle el chisme más importante de la semana. “Aló, mamá, soy Fulanito, olvidé decirte que me pidieron papel carta y plastilina para la clase de mañana” (
son las once de la noche y su párvulo le ha telefoneado desde la habitación vecina).
En el mismo minuto en que estamos intentando convencer al vigilante de tránsito de que no veníamos simultáneamente conduciendo y “hablando por teléfono”, y de que no hay razón para la multa, la mordida o el matraqueo que estamos tratando de evadir. “¿El señor Tal? Lo estamos llamando para decirle que se ganó un viaje con todos los gastos pagos y…”.
En el momento preciso en que su nueva conquista está a punto de decirle que sí acepta salir con usted a comer, ir al cine y acceder a otros asuntos privados que solo conciernen a ambos. “Aló ¿Luis? Hermanazo, tenía ganas de hablar contigo, vale, coye, qué de tiempo ¿no?...”
En plena tranca automovilística, y en medio de un corneteo infernal en el que usted sabe que no escuchará absolutamente nada de lo que le digan por mucho oído biónico que crea tener.
En situaciones en que vienen usted y su pareja cargados ambos con bolsas de mercado, sin ninguna mano libre ni posibilidad de agarrar aquel aparato para responder. La escena clímax de este tipo de evento es que a ambos, cargados hasta con paquetes en la boca, les suenen sus respectivos equipos simultáneamente. Ha pasado, lo aseguro.
Justo cuando, en pleno entierro de un familiar, el sacerdote está diciendo “dale señor el descanso eterno…”. “Señora Fulana, soy de la administradora, queremos recodarle la deuda pendiente con el condominio y…”
No digo nada del mágico segundo del orgasmo, porque bien merecido se lo tiene si usted no ha tenido con su pareja o parejo la gentileza de apagar el bendito aparato cuando ambos han aceptado que la vida no es sólo trabajar, comer, beber y que también hay momentos de coyunta corporal.
Y dígame además si quien lo está llamando no rabia porque usted no ha sido capaz de responder “¡inmediatamente el teléfono!”. ¿Para qué carrizo tienes un celular si no lo respondes? Es una pregunta frecuente en el ámbito de la familia, los amigos y los cobradores. Todos y todas esperan que tengamos la mano, el dedo “cliqueador” y el oído prestos para responder en cualquier situación, a cualquier hora.
En fin, que la tecnología ayuda, salva, conforta. Pero también jurunga la paciencia y una vez que hemos caído en su maraña, pocos harán muy poco para salvarnos, disculparnos o excusarnos de no poder responder las llamadas a tiempo. Y eso que nada he relatado acerca de esos nuevos equipos multifuncionales que permiten hacer casi todo a través de ellos. Los llamados “bebés”.
 No pasará mucho sin que salgan los teléfonos celulares que traigan hasta una lavadora virtual o una pareja o parejo incorporada-o. Será el tiempo de la total esclavitud porque ya no habrá excusa posible para convencer a los otros de la razón por la cual no pudimos atender su última llamada. La vida toda será una celda, una celda conectada a una antena.
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Fuente de la imagen: http://www.elmero.net/wp-content/uploads/2008/04/telefono_ocupado.png



2 comentarios:

Anónimo dijo...

Es como todo: no es el objeto, es el comportamiento humano "con los objetos" Tenía tiempo que no escribia por aca. Saludos

Dakmar Hernández dijo...

Qué maravilla de texto, provoca enviarlo a la gente que no deja de ver su blackberry nisiquiera en medio de reuniones absurdamente serias.

(Aún le debo el disco de Calamaro, que pena!)
Un abrazo