Jamás olvidaré la conducta de mi
profesor de lengua española en el primer año de bachillerato. Puertos de Altagracia, para más señas. Venía (él)
de Maracaibo, la capital del estado, y
decía ser amigo de mi padre. Largurucho y borrachín, hediondo siempre a ron y
cerveza, con muy poco conocimiento sobre la materia, pero desde el primer día
de su llegada había hecho intentos por
mostrarse irónico. A veces ensayaba cierto cinismo en su escasa y pausada
oralidad. De vez en cuando comenzaba hablando bajito y concluía con una fuerte
y muy gritada frase. Pero paradójicamente, hablaba poco en las clases de
lengua.
Y
nos prohibía hacerlo a nosotros.
Fue lo más impactante que dijo el primer
día:
-Mis
estimados alumnos, las clases de lengua castellana no son para hablar.
Mediante la infalible técnica del rumor,
supercultivada en Los Puertos de esos años, nos enteramos de que aquel nuevo
profesor venía echado de una contratista de las petroleras. Allí había sido
“listero” –ocupación que hasta ese día desconocíamos.
En ese empleo había tenido por tarea
diaria leer y chequear la lista de los obreros de la empresa. Cuántos entraban,
cuántos salían y a qué hora hacían cada cosa que hacían. Chismoso tarifado,
pudiéramos decir. Y claro, para ello debía llegar primero que todos los demás.
No obstante, debido a su rutina de resaca perenne, no era su costumbre estar
temprano en ninguna parte y se había ganado que lo despidieran.
Se convirtió así en beodo desempleado.
Pero
mire usted que en aquella condición de paro laboral, y valiéndose de sus
influencias de adeco etílico, parece que acudió a Católico Ordemburgo, que así
se llamaba el director del liceo.
Flamante, como siempre, Ordemburgo no
tuvo mejor idea que designar a su colega de la beodez mediante oficio formal
“Profesor de la asignatura Castellano y Literatura del primer año” (nuestro
grupo). Nada de extraño tiene en Venezuela la tradición de designar como profesor
de lengua nativa a alguien que solo sepa balbucearla. Ha sido parte de nuestra
cultura educativa. No sepa usted hacer nada o quede vacante de cualquier
profesión u oficio y baste para que algún funcionario considere que su mejor
destino es ser profesor de lengua castellana.
De modo que Ordemburgo sólo había
seguido el pálpito de la tradición.
Y así llegó nuestro flamante listero al
aula. Algo había seguro en aquella designación: el nuevo docente sabría “pasar
la lista”, como se dice en el argot escolar.
Para
dármelas de lector, el día que se estrenó con nosotros, lo primero que hice fue preguntarle
públicamente si había leído Sobre la
misma tierra, de Rómulo Gallegos,
pero el nuevo profe apenas sabía que Gallegos había sido presidente de
Venezuela en algún momento, nada de que fuera novelista. Tampoco yo era un
experto. Esa era una de las poquísimas obras que había leído para ese momento y
lo había hecho por el azar de la escuela primaria que la había puesto en mi
camino para que me cautivara. Como ocurrió en aquellos días, todavía me seduce
su lectura, precisamente, por la presencia fugaz que hay en ella de Los Puertos
de Altagracia.
Me parece entonces que lo avergoncé. Era
vagoneta él pero algo de pudor conservaba. Y se hizo el andaluz y me habló de
otras cosas. Por ejemplo, del golpe a Gallegos el 24 de noviembre de 1948 y de
las relaciones tormentosas entre los militares de la época y el partido Acción
Democrática, al cual pertenecía nuestro nuevo y flamante profesor. Eso sí nos
dejó claro desde el primer día:
-Soy adeco y betancourista,
a mucha honra, sépanlo.
Como pudo, aquel primer día se las
arregló y retrucó hacia mí otra
pregunta, e inquirió que, si yo era tan leído, qué más conocía, para que el
resto lo supiera.
Y obviamente se me trancó el serrucho,
no era demasiado leído, como he dicho. Ni siquiera podía yo presumir de lo que
para mí sería pocos años después una cantera de placer: las breves novelas de
Marcial La Fuente Estefanía y las tramas urticantes y misteriosas de Agatha
Christie.
Así que mi inventario era de lo más
sencillo. Después de ese libro del autor de Doña
Bárbara y de Casas muertas (Miguel
Otero Silva) apenas recordaba el título de un sabroso volumen pornográfico, sin
que aflorara para mí el nombre de su autora. Solamente lo recordaba escrito por
una mujer y no debe haber sido nada importante para los literatos exóticos y
exquisitos, porque hasta ahora no he conseguido historia literaria que lo
reporte, al menos en español.
Quizás fuera un libro traducido de otra
lengua. Lo desconozco.
Lo cierto es que lo había leído con mucha
fruición y había disfrutado tanto de sus imágenes porno que incluso en varias
ocasiones, logré distribuirlo para su lectura entre algunos de los compañeros
que luego me acompañarían en las aventuras de mi primer periodiquito
clandestino. De modo que buena parte de mis condiscípulos lo conocían y
explotaron en risas cuando me oyeron referir el título:
-Tierna era mi carne es otro libro que
leí, machetísimo- afirmé con seguridad pedantona.
No dije más y creo que desde ese momento
nació la ojeriza de aquel profesorcito hacia mí. Me quedé un poco avergonzado y
debo haber mostrado la impresión de una derrota total, aunque también el profe
había quedado con rostro de furia feroz.
Y bien que me la guardó porque su
venganza no tardó demasiado en llegar, apenas unos meses, a mediados del año
escolar. Supongo que había estado agazapado esperando algún desliz mío para
clavarme la espada. Porque quien no es profesor de vocación tampoco es capaz de
perdonar las charadas de los alumnos. Así que esperó a hurtadillas el momento
de la cuchillada.
Y lo hizo.
Lo hizo y me ridiculizó públicamente,
aunque con ello me dio sin saberlo un indicio de que algún día yo podría ser
escritor. Es un lugar común que a todos los escritores nos ocurra algo
parecido. Y si no nos ha ocurrido, lo inventamos y ya, lo integramos a nuestra autobiografía.
Pero en nombre de la ficción y de mi tía Eloína, juro que así fue. Lo sabe él,
si todavía vive (y, por supuesto, si me recuerda). Lo saben algunos de mis compañeros
de curso, entre los cuales recuerdo a Taine y Terry Tremont, a Walberto Díaz, a
Henry Valles Padrón, a Edecso Manzano, a Argenis Velásquez, a
Alfredito Molero, a Freddy Padrón. Por allí andan
todos en distintas actividades.
Según el programa de la asignatura, eran
los días de la temática formal sobre el cuento literario. Y aunque no sabía
cómo explicarlos, “introducción, nudo y desenlace” era lo único que al parecer
el profe había logrado memorizar acerca de ese tema. Como él no sabía un cipote de nada y ni
siquiera tenía la posibilidad de seguir el libro guía con el que trabajábamos,
su mejor salida fue ordenarnos la elaboración de un cuento durante las dos
horas de clase.
-Escriban
un cuento mientras yo leo la prensa. Eso sí, un cuento que tenga introducciónudoidesenlace.
Para él, leer la prensa era repasar un
ejemplar, siempre atrasado, del
diario Panorama que solía cargar debajo del brazo. De modo que se dispuso
a hacer su “lectura” mientras nosotros obedecimos iniciando la tarea, pero sin
saber exactamente qué era “introducciónudoidesenlace”. No sé si resulto
soberbio y pretencioso al decir que no me costaba demasiado aquello. Desconocía
los conceptos como supongo ocurriría con el resto del grupo, pero pensé en una
historia posible y, ¡zas!, me dispuse a escribirla; no tengo tanta memoria para
recordarla literalmente; debo haberla redactado con múltiples detalles ortográficos
y gazapos de sintaxis, con un léxico más que elemental, pero era más menos así
como la escribo abajo:
Tonta tuerta
Una chica medio tonta, fea y tuerta, es
arrollada por un automóvil conducido por un chofer ebrio ( podría yo haber
calificado al conductor con algún sabroso venezolanismo como “borracho e bola”
o “vuelto mierda” , “peo”, “curdo”, “jumo”, “guarapeao”, “rascao”, “hecho
verga”, “palitroso”, “paloteao”… pero recuerdo, eso sí, que escribí “ebrio”
para parecer culto, correcto y sabio).
Se vuelve más tonta con el golpe y
entonces, a fin de evitar males mayores, al día siguiente sus padres deciden
enviarla a la escuela con un letrero en el pecho como distintivo de su
condición: “Atención, soy tonta, mansa y tuerta”.
Fin del cuento, presumía yo, pero…
Aquel hombre se fue enrojeciendo más y
más en la medida en que iba leyendo mi breve historia.
La calva sudorosa le fue cambiando de
tonalidades.
Su semblante oscilaba entre rojo púrpura
arrechera y blanco furia.
Yo lo miraba.
Creía firmemente que lo había impactado
como lector con aquel disparatado relato.
Hasta que terminó…
… y, aunque solíamos presagiar sus
juicios valorativos según la dirección hacia donde moviera la boca (torcedura hacia la derecha, aprobado,
torcedura hacia la izquierda, reprobado), no movió los labios.
Sólo le temblaban, vibraban, tiritaban.
Tiró el papel sobre el escritorio y,
enfatizando en la primera palabra del título, me ripostó en tono severo y
definitivo:
-Yo les pedí que
escribieran un cuento ¡NO UNA TONTERÍA COMO ÉSTA!
Juro que jamás lo supe antes de escribir
aquel relato: me enteré por boca de mi sabia tía Eloína: el profesor tenía una hija medio turulata que era tuerta
y había sido premiada y preñada con un par de gemelos por un chico que se había
aprovechado de su “tontera”.
Al final del año, y a sabiendas de que
ya medio sabía escribir con cierta coherencia, aunque, repito, con pésima
ortografía, me salvó en la raya el presidente del jurado examinador, un
profesor con alma piadosa de nombre Antonio Quiñones).
Aprobé con doce.
Y una vez que supe oficializada y
sellada en mi boletín la calificación definitiva (como se acostumbraba en esos
días), no resistí la tentación de hacerle ver al profe lo mucho que lo
apreciaba. Antes de salir del salón, subrepticiamente, pero con la esperanza de
que todos lo vieran, manuscribí con letra grandota una hoja blanca. Sin ser
visto, la dejé caer sobre el escritorio
del jurado:
Se
busca profesor de castell-asno, listo, pero no listero
Al año siguiente tuve que buscar exilio,
y lo encontré en el liceo Cristóbal Mendoza, de Trujillo.
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(1) Capítulo de la novela en crónicas Sin partida de yacimiento. Caracas: BID and Co, 2009
Fuente de la imagen: http://es.paperblog.com/borracho-en-el-poste-1528366/
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(1) Capítulo de la novela en crónicas Sin partida de yacimiento. Caracas: BID and Co, 2009
Fuente de la imagen: http://es.paperblog.com/borracho-en-el-poste-1528366/
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4 comentarios:
Naguara a buena broma con ese profesor jeje, pero sin duda son cosas que nunca se olvida, Gracias por compartir tu historia!
Saludos!
Barrera, cultiva usted el arte de hacernos pasar un buen rato leyendo sus escritos...la historia es muy buena y el estilo es fresco...eso me gusta hoy y me hace falta.
Profesores como ese hay muchos... aquí, allá y más allá.
Saludos cordiales
Luis, qué vaina tan buena. Y como tú dices, escritor que no tiene en sus memorias una experiencia como esa, la inventa.
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