José Antonio Ramos Sucre
No creo que no haya habido algún latinoamericano
aspirante a escritor que, habiendo pasado de alguna manera por las aulas o por
otros espacios propios de la academia, no se haya creído alguna vez autor de
una obra que cambiará el curso de la historia a partir del surgimiento de su
propia producción estética. Y es que resulta casi natural que cualquier
escritor que se inicie, y que malviva o sobreviva en el medio académico (donde
se estudia formalmente la literatura, su proceso y su historia, donde se habla
de revoluciones literarias y estéticas) viva la fantasía juvenil de generar una
hecatombre histórica con su escritura. Los venezolanos Gallegos, Uslar y
Meneses "asomaban la idea" cada vez que se les preguntaba sobre la
“salud" de la literatura venezolana.
Paralelamente, muchos creen que son “los otros” los
que no han logrado revolucionar nada. Y esto ocurre porque, como dice el
sociólogo francés Pierre Bourdieu, en ese ambiente, como en muchos otros,
“existir es diferir”. Aunque también aclara el mismo autor que esa actitud
hacia el cambio de paradigmas es más atinente al joven porque “carece de
capital específico”. En esa lucha permanente por mostrarse como parte del
universo literario, el escritor apuesta a dos tipos de consagración, la
interna, referida principalmente al reconocimiento académico, y la externa,
vinculada al éxito de ventas y logro de reconocimiento público.
Se cae en el error de pensar que,
independientemente de la escritura, por encima de una obra original y
contundente, se puede cambiar el estatus literario hiperdesarrollando con
énfasis el síndrome del sepulturero. O sea, matando de boca a toda una
tradición, asesinando oralmente, o a través de la ocasional entrevista de
prensa, a quien se atraviese (sean individualidades o instituciones).
Quienes así piensan ignoran que las revoluciones
literarias contemporáneas (mucho más que las referidas a otras artes como la
plástica, la escultura, la música) son apenas sacudones imaginarios en los que,
ocurra lo que ocurra, no pasa nada, por cuanto su efecto comunitario, eso que
los sociólogos llaman el “impacto social”, es tan pequeño que ni se siente.
Insistiendo en la premisa general de que la
literatura no subvierte nada, más allá de la propia palabra literaria, podría
yo pensar que, dentro de un espectro de mayor o menor impacto social
(consagración externa), y aludiendo exclusivamente a casos venezolanos
conocidos por todos, Gallegos, Liendo, Britto García, de la Parra, Herrera
Luque, Chirinos, Tapia, Denzil Romero y Ana Teresa Torres han sido muchísimo
más “subversivos” que autores como Guillermo Meneses, José Balza, Oswaldo
Trejo, Antonieta Madrid, Ednodio Quintero o Enrique Bernardo Núñez. Y cuidado,
no digo que unos sean mejores ni peores que los otros. No es una valoración lo
que estoy haciendo. Sólo que si considero el radio de acción o de influencia de
sus obras, sin llegar al bestsellerismo que tanto detestan algunos (sobre todo
los que no participan de él), los primeros han logrado más cercanía con un
mayor universo de lectores que los segundos, independientemente de
autopromociones, declaraciones de principios o aspiraciones al clasicismo.
Agrego además que ese “impacto” no guarda relación
directamente proporcional con la abundancia de libros publicados. Ya sabemos de
sobra que el continente latinoamericano es abundoso en codornices que ponen
huevitos cacareados como si fueran de avestruz y creen que con ello es
suficiente para subvertir y cambiar el rumbo de la literatura.
Casi estoy por creer que llegará un momento en que,
si la seguimos entendiendo de esta manera, la literatura no será capaz de
subvertirse ni siquiera a sí misma. Cada vez parecen lucir más restringidos los
circulillitos en los que se mueve y eso es precisamente lo que me ha llevado a
proponer que, sin complejos de ninguna naturaleza y sin pensar que somos la
tapa del frasco, hablemos mejor de “élite-ratura”.
Vuelvo a Pierre Bourdieu, quien también señala que
“...en el ámbito del análisis literario,...no hay crítico, hoy en día, que no
se otorgue un nombre de guerra en –ismo, -ico o –logía”. Nos aferramos con
adicción a tendencias o movimientos para sentirnos más fuertes, apoyados por la
sapiencia de quienes encabezan el pensamiento que seguimos.
Por ejemplo,
hay quienes se ufanan de ser postmodernistas focaultianos, estructuralistas
psicoanalíticos o narratologistas genettianos. La misma categoría
podría aplicarse a narradores y poetas, puesto que no son pocos los que se
ajustan la chaqueta estética, con su nombre de guerra. Y lo hacen colgándose (a
veces sin darse cuenta) de la solapa o el corsé de alguien que supuestamente ya
conoce de la consagración interna y externa: así, la “revolución personal” de
algunos escritores se ayuda con el apellido del otro; y entonces, en el
espectro latinoamericano, emergen grupos de garcíamarcados, vargasllorosos,
mutis-lados, allendosos, mastreteros, restreputeados,
saramagosos, fuenteovejunos, y etcétera para no abundar. Cada
país tiene los suyos. En el nuestro, aparte de los citados, resaltan los ramosucreanos y los uslarosos.
Si quieres decir algo sobre los autores-bandera que
nominan a cada grupo, pues habrás de pedir permiso a su cortejo de viudos y
viudas. Es tan marcada esta orientación, que a veces hasta presenciamos severos
duelos entre émulos pertenecientes a diferentes instituciones que comparten el
mismo epónimo, por ejemplo, Andrés Bello, Rómulo Gallegos, Arturo Uslar Pietri.
En el particular caso de nuestro país, Manuel
Bermúdez quiso ser más “globalizador” y solía hablar solamente de dos categorías más amplias que hablan por
sí solas: los que “galleguean” y los que “octaviopaztan”. Y el
colofón de todo esto es que casi se ha generalizado que, para hacer nuestras razias
personales, aunque sean imaginarias, requerimos del apoyo de quien nos cobije,
aunque tengamos que negar a otros. A veces sin saberlo, nos volvemos acólitos
anónimos. Y la “acolitosis” alimenta nuestro ego.
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Modificado por el autor: octubre de 2012
Fuente de la imagen: http://escritoseneltiempo.blogspot.com/2011/10/cuidate-del-adulante.html
2 comentarios:
Género exquisito y artificiosamente inobjetable este que denuncia la vanidad ajena.
Pon fin alguien con la cabeza bien puesta, está poniendo las cosas (es decir las cabezas de muchos respingados) en su sitio. Desacralizar es asunto urgente en la literatura venezolana.
Ricardo Gil Otaiza
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