miércoles, diciembre 06, 2006

Ir al médico





Para Taine Tremont, allá en Achaguas, porque como médico consciente y de la vieha guardia ha sabido recetarme güisqui en lugar de inyecciones.

Tiembla cualquiera cada vez que aparece o se aproxima esa fatídica situación de tener que acudir a un médico, sea por rutina sea por alguna dolencia ocasional. Porque al menos en Venezuela ir al médico se ha convertido en una verdadera tortura china. Si a uno lo pela el chingo del seguro social o los hospitales públicos, lo agarra el sin nariz de la medicina privada. Y privado se quedará si, como suele pasar, la situación pasa de una sencilla consulta  a una hospitalización. Ya no hay médicos privados módicos. Ni cuerpo que los resista.
Y para colmo, por muy severo que sea el estado del paciente, tampoco existe clínica privada dispuesta a atenderte hasta no lograr la clave de tu seguro o que las autorices mediante una tarjeta de crédito.
  De manera que ir al médico es en la actualidad peor que ver una película de terror en una oscura casa embrujada. Se pierde un largo trecho de vida mientras ingenuamente se busca prolongar la ídem. Lo primero que se requiere es una extensa dosis de paciencia. No en vano ellos lo llaman a uno “paciente”.
Primero que todo, aunque de verdad todavía hay sus excepciones y no son pocas, generalmente le dan a usted cita para una determinada hora y la real y, con suerte, la verdadera consulta comienza tres o cuatro horas después de la que le han fijado.

            -No soy siquiatra- me respondió un “ilustre” galeno de una reconocida clínica caraqueña cuando le pregunté por el motivo para haberme hecho esperar más de siete horas en su consultorio con el solo propósito de que me devolviera el resultado de un examen.


Hay sacerdotes de bata blanca que por lo general llegan tarde y se hacen auxiliar por una recepcionista experta en excusas sonrientes:  “il ductor ejtá opiraaando”, “nou tarda”, “¡quí raaaro!, simpre lliga tempraaano”, “le salió una junta de emergencia”. Y una vez que ha llegado, a veces descubre uno que la “emergencia” en la que andaba el susodicho era precisamente una operación de mala junta.  El aliento a escocés lo dice todo. Pero bueno, eso pasa, son seres humanos que también se enferman y tienen los mismos males y vicios que nosotros los otros.
El dilema de la medicina venezolana anda entonces por los predios de la incomodidad y la multitud de gente enferma en estos tiempos. Uno que es impaciente paciente, llega temprano y debe llevarse cuanta lectura sea posible para soportar la esperadera, que generalmente hace aglomerar unas veinte o treinta personas en un espacio que a veces no pasa de un metro por uno y medio. Y eso, cuando la mandona recepcionista no te obliga a ver el único canal de la tele que jamás sintonizas. Encogido, enrollado, acurrucado, en ocasiones encuclillado, debe uno aguardar a que la enfermera por fin lo llame, para ser ingresado en el capítulo de la segunda espera.
También esta última ocurre igualmente en un cubiculito más chico que un ataúd. Casi para presentir que estamos más cerca del hoyo de lo que suponemos. Allí, a fin de que la persona se “relaje”, la dejan por espacio de una hora más. Dentro de aquel recinto mínimo, si el enfermo llega con gripe, es capaz de contagiársela a sí mismo. Le dan al “pacienzudo” paciente su buen trecho de tiempo para pensar. En ese cuartico, nada puede usted practicar, piense y luego exista. Resuelva sin problemas sus dudas melódicas. Por eso dicen que buena parte de la literatura venezolana de este último medio siglo se ha escrito, o al menos pensado, en los consultorios médicos.
Llega por fin la hora de la consulta, que en no pocas oportunidades es tan rápida como coito de gallo apurado. Una miradita microscópica a los ojos, abra la boca y diga “aaa”, una pasadita de manos por la nuca y… muy bien, 14 cajas de antibióticos, cinco de calmantes y ocho frascos de gotas que sirven igual para la nariz, los oídos y otros orificios. Caiga un poquito más allá con la cajera y que pase el siguiente.
Una vez en la farmacia, viene lo que en Venezuela llamamos el soponcio final, la estocada definitiva, el auténtico generador de otra enfermedad que nos obligará a volver por los predios del galeno. Cada pastilla cuesta en estos tiempos más o menos la cuarta parte de lo poco que obtienes al recibir un mes de tu salario.
De mis “mejores” experiencias con tales batiblancos diplomados, puedo contar  la del joven recién posgraduado de “internista” que por poco casi me obliga a internarme en un manicomio.
Relato la charla final de la consulta (que duró apenas siete minutos, luego de tres horas de espera) para que cada lector concluya del modo que mejor le parezca: 

-Mire, profesor,  para que descubramos el motivo de su malestar gástrico, debe suspender el alimentarse con carnes rojas o blancas, abstenerse de consumir verduras, vegetales, frutas y harinas, además de evitar las grasas,  los lácteos, las pastas, los granos y tomar la menor cantidad de líquido posible…
-Pero, doctor, ¿y entonces qué es lo que puedo comer?
-Bueno, ya eso es asunto suyo, yo le he indicado lo que no puede…

Por eso mi tía Eloína tiene nostalgia de aquellos señores tan profesionales que la atendieron alguna vez en su ya lejana primera juventud. Recuerda con cierto inevitable guayabo el nivel comunicativo de los hipocráticos profesionales de sus épocas pretéritas, su amabilidad y disposición hasta para contribuir con los medicamentos mediante las llamadas “muestras gratis” que les dejaban los laboratorios.  
Argumenta que si bien es muy cierto que no son todos, porque aún quedan algunos “cortados con las tijeras de otros tiempos”, pues en varios casos ahora sí es verdad que hay que hablar de verdaderos “matasanos”. Llegas a la consulta medio parapeteado y te vas del consultorio como un automóvil viejo: si te fallaba el cigüeñal antes de ingresar al taller, sales de allí con el árbol de leva desecho, las bujías enchumbadas,  los amortiguadores inservibles y el motor a punto de explotar. 

7 comentarios:

Anónimo dijo...

Si la buena literatura es aquella con la cual uno se identifica plenamente, esto es lo mejor que he leído últimamente.

Anónimo dijo...

Por eso es que recurrimos a la sobandera y a la píldora milagrosa del Dr. Ross... ¡Excelente!

Anónimo dijo...

Yo me quedo con los curanderos, que a punta de matorrales o a tabacazo limpio cumple su nobilísima función.
La bruja no está demás, así como una que otra visita a cualquier iluminao.
¿Los médicos? Ni de vaina.
Saludos.

Anónimo dijo...

Hombre, sólo faltó la excusa de costumbre: "lo que Ud. tiene es stress". ¡Qué casualidad! Stress significa todo aquello a lo quel médico no puede atinar, todo lo que no sabe o todo lo que se le ha olvidado.
Digo yo, aquí en medio de mi brutalidad: si el stress es tan poderosos ¿por qué no existen los stressólogos?

Anónimo dijo...

Por eso es que la mayoría de las enfermedades se curan solas

Anónimo dijo...

Lo menos malo es que se cure con el tratamiento que le indique el primer galeno que visite así sea costoso, pero a veces no es así y hay que transitar más de uno antes de quedar m.....ando sin amigos y probablemente todavía con el malestar.

Anónimo dijo...

Me cago, me cago, me estoy cagando ya se me esta saliendo!