Comenzaré con un hermoso lugar común que alguna vez escuché a mi maestra
de vida, la tía Eloína: la historia es el alma de una nación. Posiblemente no
haya sido muy original al decirlo, pero en todo caso me lo manifestó como una
lección definitiva. Conocer la historia de tu país, de tu región, de tu ciudad,
de tu barrio implica conocerse uno mismo, saber de dónde vengo, dónde estoy y
hacia dónde voy. Incluso, alguna vez la propia historia, o como diría don
Miguel de Unamuno, la intrahistoria, esa pequeña parcela de hechos cotidianos
que no parecen históricos, pero lo son, nos da señales de que algo negativo podría
llegar y hacemos caso omiso de tales advertencias. Si no, veamos la Venezuela
de hace 30 años —fuerte, vigorosa, plena de salud, pero ya con ciertos amagos
sobre lo que devendría si no se atendían algunos asuntos urgentes— y el
desastre en que ese país ha devenido desde principios de este siglo.
En la historia patria no están solo los grandes héroes y las heroínas (que,
por supuesto, lo merecen si de verdad actuaron como tales); también ocupan un
espacio fundamental las costumbres, las creencias, los valores que hemos
heredado o en los cuales nos hemos formado.
La historia de un país son los hábitos, los ancestros, las formas de ser
y actuar, los fallos y los aciertos. Muestra el camino a seguir, ofrece
alternativas para la enmienda. No hay lugar sin historia, aunque algunas veces
existan quienes deciden borrarla de un plumazo y convertirla en algo circunstancial
(como ha ocurrido precisamente en Venezuela). Ninguna historia de ninguna parte
comienza ni termina con nosotros, por mucho que a veces creamos que es así.
Hacerse de esa idea no pasa de ser un gesto de vanidad que solo es útil para
alimentar la egoteca de quien se lo cree. La historia es una escuela, un modelo de vida,
una manera de ser, un cúmulo de riqueza que se da la mano con el sentido de
pertenencia a un espacio determinado.
No puede borrarse la historia por mucho que se desee. No es posible
evadirse ni de lo malo ni de lo bueno de ella. Lo negativo de la historia es
sencillamente una advertencia para corregir gazapos, desaciertos, metidas de
pata que no debieron ocurrir. Implica convertir los infortunios en lecciones
positivas, aprovecharlos para no repetirlos. No eliges la historia; no te
pertenece, es ella quien te elige a ti, te integra, te incorpora a su devenir,
te hace ser. Como ocurre con el idioma o los idiomas nativos que hablamos desde
niños. No somos dueños individuales ni de la historia ni de la lengua o lenguas
que nos han legado nuestros ascendientes. Igual que no podemos levantarnos un
día y decretar no hay más idioma, tampoco tenemos el privilegio de decidir no
hay más historia, hasta aquí llegó. Aunque se trata de dos senderos aparentemente
distintos, ambos, historia e idioma(s) están en nuestra genética cultural; determinan
nuestro ser de hoy, aquí. Y, claro, el idioma es parte sustancial de la
historia de los pueblos. Tenía razón mi tía Eloína. Si el idioma es el alma del
pensamiento, como han demostrado los grandes lingüistas, la historia es la
vestimenta de la identidad.
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