Todo
mentiroso persistente corre el riesgo de transformarse en un fabulador a quien
nadie creerá ni el padrenuestro
Hace pocos años
se hizo célebre una película británica intitulada El discurso del rey (2010). Aparte de su indudable valor histórico,
relacionado con el inesperado ascenso al trono de Jorge VI del Reino Unido, todavía se la recuerda porque su foco argumental descansaba
fundamentalmente en el valor del habla como recurso que nos conecta o
desconecta con el resto de las personas. Albert
Frederick Arthur George (1895-1952, padre de la actual reina Isabel II), debe por todos los medios posibles vencer su disfemia o tartamudez
crónica, puesto que, gracias a la abdicación de su hermano para casarse con alguien
que no pertenece a la realeza, deberá
asumir inesperadamente el reinado y, naturalmente, exponerse como orador ante sus súbditos. De sus palabras dependerá en mucho el respeto
de los oyentes. Sin que lleguen a
expresarlo, tanto él como su esposa parecen
conscientes de las dificultades comunicacionales implícitas en el discurso de un
tartamudo y mucho más si el hablante es un rey. Acuden entonces a un fonoaudiólogo
para que lo ayude a superar aquel trauma.
La situación
descrita tiene que ver con el valor de la expresión cuando mediante ella
intentamos producir mensajes orales para otros. Ya no se trata de la voz —tema
que tratamos en una duda anterior— sino del modo específico como hacemos uso de
los órganos articulatorios. Cada vez que
abrimos la boca para decir algo, tenemos frente a nosotros a gente que nos
juzgará por la manera como lo hagamos. Los lingüistas argumentan que el
habla es un evento absolutamente individual y que cada usuario es el único
responsable de la suya y de las metidas de pata a que su uso lo conduzca.
Quienes nos
escuchan hacen sus inferencias acerca de lo que intentamos expresar y con ello se
dibujan en su mente un retrato positivo o negativo. Si mentimos a conciencia, corremos
el riesgo de que algunos gestos nos delaten sin que nos demos cuenta;
desnudarían nuestro verdadero pensamiento ante los destinatarios. Podemos
gritar, bajar el tono, fingir recato y
ponderación, o hacer esfuerzos por no
evidenciar que estamos falseando la realidad, pero la manera de materializar lo
que pensamos supera esas intenciones y quizás
nos evidencie frente a los interlocutores.
Imaginemos, por ejemplo, que yo afirme por la tele que he superado con creces todas las pruebas
de un polígrafo, en tanto mis movimientos de labios, boca, ojos, mi presión
sanguínea, mi respiración entrecortada, mi pose están demostrando exactamente
lo contrario. La voz
"polígrafo" tiene en español dos significados muy concretos. Uno
alude al escritor capaz de cultivar diversos géneros textuales. El otro se
refiere a un equipo que suele ser utilizado en medios policiales como
"detector de mentiras". Refiriéndonos al segundo significado, cada
ser humano atento es también un polígrafo en potencia: armado de su intuición
lingüística capta al vuelo las mentiras (o las verdades). Debido a ello, cuando
hablamos, eso que los especialistas llaman la
prueba del polígrafo puede convertirse entonces
en el test del "pelígrafo", porque yo estaría "pelando"
si de verdad creo que todos asumen acríticamente el contenido de mis afirmaciones.
Aunque a veces no nos enteramos de ello, hablar es mucho más que mover la
lengua y los labios. Y la "peligrafía" recurrente y descarada arruina
la credibilidad de cualquier hablante.
Al contrario de
lo que se piensa en política, son muy pocas las veces que debo mentir frente a
los demás para devenir en un hablachento mendaz. Nada de lo que yo exprese de
ahí en adelante será creído ni siquiera por quienes comulgan con mis ideas. Me
convierto para todos en un falsario nato y jamás volveré a tener oportunidad de
que se dé fe a lo que digo, por mucha fingida seriedad con que lo intente. Mi
discurso me mostrará como un prevaricador
crónico. Todo lo que diga será utilizado en mi contra. En este nivel comienza
fundiéndose la palabra "habla" con aquella de la cual proviene:
"fábula". Si soy un mentiroso comprobado, cada vez que pongo en
marcha el aparato fonador frente a una audiencia, ya no hablo, solo fabulo.
Termino siendo una víctima de mi propia expresión fabulada. Contradictoriamente,
hablando me quedo sin habla porque lo que manifiesto no tiene sentido para
nadie. Quien desconozca u omita esto carece de los temores que preocupaban a
Jorge VI y cada vez que declare algo será
sometido por la audiencia a la prueba del pelígrafo.
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