Hijos de
pura cepa
El escritor venezolano Oswaldo Trejo (1924-1996) tenía fama de
enigmático. Hay una característica relativa a su personalidad que siempre nos
llamó la atención. Evadió a toda costa
los aspectos referentes a su estirpe merideña. También fue misterioso en el
afán por esconder el segundo y muy sonoro apellido. Su nombre completo era José
Oswaldo Trejo Febres. En una de las
varias entrevistas que le hice, le pregunté por la leyenda según la cual se
decía que no le gustaba que públicamente se conociera su relación con una familia
de mucho abolengo en la historia de su región natal.
“Es que los Febres de Mérida tienen demasiado ‘peso literario y económico’—me
dijo sardónicamente, con énfasis en esas tres últimas palabras— y yo vengo de
la parentela más pobretona. No me gusta que la gente se haga ilusiones con mi posible
alcurnia y crea que, gracias a eso, soy lo que soy”. Lo he recordado en estos
días en que mi tía Eloína me ha pedido que evoque algunas implicaciones alusivas
a la prosapia dentro de áreas como la política, la literatura, la publicidad y
la alta gerencia.
Al menos dentro de la literatura, sabemos de diversos parientes
(lejanos y cercanos) de escritores muy reconocidos que buscan que se tenga presente su “marca de fábrica”.
Opina mi parienta que cuando los apellidos del patriarca inicial de una
dinastía son muy rimbombantes, la descendencia persigue mantenerlos a como dé
lugar hasta varias generaciones adelante. De ser dos los convierten en uno solo,
conectado por una guion y, además, a veces se agrega el materno, con lo cual
parecieran tener tres (pongo un par de ejemplos ficticios, sin “alucinaciones
personales”: Luis López-Contreras Barrera, Petra Paz-Castillo Linares). Son bastantes
los que proclaman con verdadero orgullo sus vínculos con algún patronímico que
suene a aristocracia. Sin decir nada de
cuando se juntan descendientes de un par de esas alcurniosas procedencias. “En
tales casos, el chapeo es doble”, argumenta mi parienta.
Y que conste que no se trata de que Eloína tenga algún tipo de resentimiento ni
nada parecido. Tampoco significa que le parezca mal la estrategia; y mucho
menos a ella que sufre del mismo mal. En casa todos sabemos que se llama Rita
Eloína Padrón, a secas, y que, como ha sido casi lugar común en este país, su padre no la
reconoció. No obstante, suele argumentar que su verdadera partida de nacimiento
(desaparecida en un incendio del registro, según cuenta) no dejaba lugar a
dudas acerca del linaje del cual supuestamente procede. Dice llamarse realmente
Rita Eloína Padrón Urdaneta. Cuando bromeamos con esto, acude a un antiguo árbol genealógico que
alguna vez encargó a un charlatán de esos que operan en Internet y nos echa en
cara su sangre independentista, así como para enrostrarnos que, cuando logre
desenmarañar la verdad de su nacimiento,
demostrará que es “tataranieta” del general Rafael Urdaneta.
A decir verdad, nada malo tiene hacer gala de dicha tradición si de
verdad se pertenece a ella. No obstante, el asunto se complica con aquellos
que, sin vínculos reales de ninguna naturaleza (como mi tía), se apropian de patronímicos
históricamente muy importantes. Tal es el caso actual de la amplísima pléyade
de herederos “históricos”, parientes, primos o “hijos de Bolívar”. Hasta donde hemos
leído, don Simón fue prolífico en amores pero más moderado en cuanto a
descendencia. Existe un interesante y
muy ameno libro del escritor trujillano Ramón Urdaneta que sería una delicia
para quienes deseen enterarse del abundante cotilleo que ha girado en torno a
este asuntillo sobre el Libertador: Los
amores de Simón Bolívar y sus hijos secretos (Caracas: Historia y Tradición
Grupo Editorial, 2003).
En
un recorrido de 32 años que va desde la edad de 16 hasta la fecha de su muerte
(1830), Urdaneta atribuye al gigante de América veintisiete amantes formales,
más otras nueve que podrían ser consideradas de segundo orden. No obstante, en
cuanto a retoños sanguíneos directos, apenas se atreve a recordarnos de la
existencia documentada de dos: uno de madre boliviana (José Antonio de la
Trinidad Costas, 1826-1895) y otro
engendrado con una señora de Colombia: Miguel Simón Camacho (1819-1898).
Si
la información aportada por el historiador es verídica, hasta allí llegarían realmente los hijos de
Bolívar y ninguno de ellos fue procreado en Venezuela. El resto de los que
presumen de tales no va para el baile. Aprovechándose de la longitud del nombre
completo de tan distinguido y bizarro héroe (Simón José
Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar Ponte y Palacios Blanco),
es vasta la multitud de supuestos herederos gratuitos que por doquier le han
salido. Aunque realmente no lo sean, abundan, así, los que se consideran
bolivarianos hijos de pura cepa. Y todo por lustrarse con escapulario ajeno en
un país en el que —como sugería Oswaldo Trejo; y aunque no parezca—, el nombre
de familia puede servir de pasaporte o salvoconducto para muchos asuntos.
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