Son varios los que alegan haber
publicado el libro más “vendido” de la historia, sin que sepamos a ciencia
cierta qué quieren decir con eso
Si usted abre el Diccionario de la lengua española (2014) y se detiene en la entrada “best seller”, se
encontrará con que se la define como “libro o disco de gran éxito comercial”. Algo
parecido conseguirá si va a la palabra “superventas”. De acudir al Diccionario
panhispánico de dudas (2005), hallará casi lo mismo: best seller lo remite a “superventas” y, una vez
instalado en esta última, se le aconseja utilizarla en lugar de la primera, por
aquello de evitar el anglicismo cuando hay una voz que en español puede ofrecer
el mismo concepto. Conciliemos y digamos que ambas expresiones son sinónimas y
que ninguna de las dos ha logrado consenso al menos en el universo
hispanoamericano.
A decir verdad, lo relevante acerca
del fenómeno no es cómo aludir al hecho y la forma de referirlo. Mucho más
importante es lo que hay detrás del mismo. Leímos hace poco una gacetilla de la
agencia Associated Press (reproducida por este y otros periódicos) en la que se
informaba que Mi lucha (especie de clásico manifiesto ideológico escrito por el
dictador Adolfo Hitler) se ha convertido en un nuevo “milagro alemán”, al
superar las expectativas de los editores y alcanzar, al menos en ese país,
un altísimo nivel de volúmenes comercializados. No extraña que dentro de poco
se diga que se trata del título “más vendido” de la historia.
Si a ver vamos, cada quien le
pone su grano a este asunto y pareciera existir una subyacente “Guerra Fría”
cuyo foco principal de conflicto es quién vende más que quién y no qué sociedad
tiene más lectores. Por ejemplo, dentro de esa misma tónica, en diciembre
pasado, en un pomposo acto gubernamental, los franceses ratificaron algo que, hechos los
trujillanos, vienen repitiendo desde hace varios años: El principito (1943, de Antoine de Saint-Exupéry) es para ellos la
obra más leída “en el mundo”, asunto que cierta prensa gala interesada repite sin más ni más. Entre los chinos, no se quedan atrás quienes argumentan que ese
puesto de primer superventas universal se lo lleva el Libro rojo, de Mao Zedong (1966). Y, por supuesto, algunas comunidades
anglófonas no podían permanecer ajenas al halar la brasa hacia su sardina y
argüir que el privilegio del “bestsellerismo” es exclusivo de El señor de los anillos (1954, de J. R.
Tolkien). En nuestros predios hispanohablantes, estamos más que convencidos de que
el primer lugar lo ocupa indiscutiblemente, y desde hace varios siglos El
Quijote (1604). Pero hay un lugar
común en el que todos parecen confluir, sin mayores discusiones: ninguno de los
anteriores supera en esto a la Biblia.
Considera mi tía Eloína que detrás de tales asunciones hay algo más
que un capitalista apotegma comercial. No se trata solamente de quién gana más
o gana menos dinero en esto de las ventas. Aquí
subyace también un asunto relacionado
con intríngulis culturales, porque lo fundamental no es nada más la edición
príncipe, sino también el número de idiomas al que cada uno ha sido traducido.
Podríamos agregar un argumento no considerado y acotar que “más vendido”, “más
traducido”, “más impreso” no necesariamente significan ni “más leído” ni más arraigado en la memoria
colectiva. Por estrictos motivos de divulgación religiosa, es posible que la Biblia sea el libro más reproducido de
todos los tiempos, pero decir que se trata del “más vendido” podría ser
improcedente, por cuanto son millones los que lo han obtenido de manera gratuita.
Y, por supuesto, saquemos del inventario la cantidad de hogares, oficinas
públicas o privadas y hoteles, en los que dicha obra es apenas un (a veces polvoriento) volumen para adornar
mesas de recibo, veladores o anaqueles. Aparte de que, con su distribución, el
catolicismo siempre ha buscado ir mucho más allá de propagar las parábolas
sagradas.
Agreguemos que se hace
difícil contabilizar el número de ejemplares circulantes de una publicación
lanzada por primera vez casi en la época de los dinosaurios (70 d.C., la Biblia) o, más acasito, en 1605 (El Quijote) y compararlo con otra cuya
primera aparición se dio apenas en 1943 (El principito) o 1954 (El
señor de los anillos). Tampoco era lo mismo imprimir y/o distribuir o leer
un libro hace muchos siglos —caso de los dos primeros— a difundirlo en este
tiempo en el que un clic es suficiente para ponerlo a circular, adquirirlo u “(h)ojearlo”.
Viene por otro lado el asunto de la hegemonía idiomática buscada por
quienes proclaman que el suyo es el best
seller estrella. “Vender” publicaciones no es solamente comercializar
u obsequiar una historia o un conjunto de ideas. Implica penetrar adicionalmente
esas realidades paralelas que son los idiomas e incrustar en ellos el
imaginario, las costumbres, los hábitos y las representaciones simbólicas
propias del tiempo y la lengua primigenia en la que se han editado. Digan
lo que digan, lo vean como lo vean, y más allá de que lleve aproximadamente
casi mil quinientas ediciones (en casi todas las lenguas del planeta) y quizás
unas doce mil versiones diferentes, e independientemente del número de
ejemplares impresos, vendidos, leídos o archivados en bibliotecas, aunque pueda
parecer una “maracuchada” o una “argentinada”, pocos superarían en esto a El ingenioso
hidalgo don Quijote de la Mancha. Tanto ha sido así que hay muchas otras
culturas o países que bautizan a alguna de sus obras fundamentales
anteponiéndole el mote de aquel “caballero de la triste figura”; por ejemplo,
se habla del “Quijote chino”, el “Quijote árabe”, el “Quijote japonés”. Estando
incluso dentro de la misma esfera cultural, no somos pocos quienes hemos
repetido más de una vez que Cien años de
soledad es nuestro “Quijote hispanoamericano”. Incluso en Venezuela nos
jactamos de tener un particular héroe, antecedente, según algunos, del
personaje cervantino: don Alonso Andrea de Ledesma, conquistador español cuya
leyenda se gestó también
en el siglo XVI y a quien se conoce como el Quijote caraqueño.
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