No siempre sale ganando el “gallito”
que en una contienda se queda con la gallina más hermosa del corral
Mi tía Eloína ha olvidado qué número le correspondía al gallo en los
tiempos en que ella jugaba a la lotería de animalitos en Los Puertos de
Altagracia. Hasta ese nuestro recóndito y querido lugar llegaba ese curioso juego de azar, conformado
por un colectivo de 31 imágenes de distintas especies, exportado desde la ciudad de Valera. El sorteo,
que a diario ponía en ascuas a todo el pueblo, se difundía a través de una
emisora de radio, todos los días a las seis de la tarde. Yo, que en algún
momento de mi adolescencia fui “animalero” (como se nos decía a quienes distribuíamos
esa lotería), le recuerdo que a ese
noble animalillo le correspondía el número 21. Lo importante es que por él ella
era capaz de jugarse hasta el coxis. Sentía una especial pasión por los gallos,
su mitología y lo que gira alrededor de ellos. No por casualidad, cada vez que
tenía necesidad de manifestar su asombro por algo, gritaba a todo pulmón “¡qué
cresta!”. Además, como dama de “armas
temer”, no se resignaba a que la compararan con la gallina (a la que
correspondía el número 25); pregonaba más bien ser una auténtica “galla macha”
con las espuelas bien puestas y el pico afilado. Y lo era, lo certifico
porque más de una vez fui víctima de sus “picotazos” y sus cantares
madrugadores: “¡Qué cresta!, son las cinco, ve, levantate pa que cojáis agua
clara!”.
Sin hacer mucho esfuerzo y llevado por la costumbre, heredé aquella
obsesión. El animal de marras sigue
siendo para mí ese curioso ejemplar altanero y orgulloso, implicado en cuentos de camino, leyendas,
fabulaciones e historias milenarias. Se dice que es el ave más numerosa del
planeta y que existe desde tiempos inmemoriales. Su fama de alado enigmático,
certero, alegre y cantarino parece tener carácter universal. Con excepción de las
peleas a que los someten algunos perversos, todo lo que tiene que ver con ellos
me convoca, incluidas las muchas expresiones en que los inmiscuye la tradición
lingüística hispánica.
Aunque no deja de ser una expresión inadecuada en ciertos contextos
y algo escatológica en otros, hablamos metafóricamente de un “polvo de gallo”
cuando queremos aludir a algo que se realiza de manera veloz, rapidito y sin
mucho titubeo. La conseja popular ha sido más contundente aun al ampliar
superlativamente la frase a “polvo de gallo apurado” (o sea, “más rápido que
rapidito”). Hay muchísimas expresiones populares que en español lo toman como
referencia. Solemos asumir, por ejemplo, que en tiempos convulsos como los que
corren, algunas instituciones públicas prefieren dar las malas noticias “entre
gallos y medianoche”. “Creerse un gallo
de pelea” es, por ejemplo, una costumbre más que arraigada en ámbitos
gubernamentales, incluso a riesgo de acabar con la democracia.
Existen además los que a través de los medios se muestran
verdaderamente bizarros, valentones y arrojados, pero a la hora de las
chiquitas corren, se esconden o se evaden como patarucos. Pero dicha actitud no
tiene que ver con el tamaño de la persona ni con la jerarquía del puesto. Los
hay altotes, bajitos, obesos, flaquitos, hablachentos todos, eso sí, principalmente
cuando declaran. No obstante, se puede intuir que en la cotidianidad son más
bien gallináceos. Si de verdad creyeran en lo que dicen y cumplieran sus amenazas,
“otro gallo cantaría”. En realidad, “en
menos de lo que canta un gallo”, se
comportan como pollas y en eso no los perdona la tradición refranera del
español: “La polla que se acurruca el gallo se la manduca”. Más claro no
canta un ídem.
Mi parienta suele disfrutar recogiendo este tipo de evidencias que no
pocas veces sirven para paliar la adversidad. Con dichos, con refranes, con frases
hechas, buscadas o rebuscadas, nos valemos de la tradición lingüística para
explicar lo que nos acogota. A quienes viven dándoselas de gallos de pelea a
través de la pantalla o los micrófonos, sería bueno recodarles una “fabulosa
fábula” de ese maravilloso escritor dibujante de la realidad de su tiempo que
fue el francés Jean de la Fontaine (1621-1695). La historia es muy simple pero
aleccionadora: dos gallos se disputan el amor de una hermosísima gallina. Como solía
ocurrir en las películas mexicanas de mi tiempo, se retan, deciden enfrentarse
y acuerdan que el vencedor se quedará con la susodicha. Ocurre la contienda; el
perdedor se resigna y, hecho el trujillano, se va al fondo del corral a vivir
su despecho. Triunfante, el que ha vencido sube al techo del gallinero a
alardear de su éxito, para que todo el mundo lo oiga. En efecto, un águila lo
escucha, va sobre él y lo despacha. La pobre gallina viuda corre desesperada a
buscar cobijo en el fondo del corral. La
moraleja para nuestros pollos mediáticos es obvia: no siempre gana el más gritón por muy gallito de pelea que se considere.
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