No somos responsables de nuestro nombre de pila; tampoco eso incide en
el urbanismo o parroquia donde vivimos ni en el sector social o ideológico del
que formamos parte
De sus tiempos de adolescencia, mi tía Eloína
recuerda que muchos de los habitantes de Los Puertos de Altagracia llevaban
curiosos nombres asociados con diversos asuntos. La influencia de algunas
compañías petroleras condujo a que muchos se llamaran Esso (y Essa), Chevrón
o Shella. No había desaparecido el
atávico acto de honrar a los griegos y en diversas familias se podía encontrar
un Telésforo, una Artemisa o un Anacimandro.
Tampoco faltaban los fieles a la
antiquísima tradición del santoral ( Santa Rita, Espíritu Santo) o a la
anglofilia ( Joe, Yona, William, Gudbay,
Leritbí, Mileidi) ni la tendencia a la composición, que no es tan
reciente como algunos creen (Orlimar, de Orlando y Marta; Beralci, de Bernarda
y Alciro). Para no decir nada de otros
algo llamativos (Abdenago, Diubigildo, Awilda, Geofista). Y esto era (y sigue
siendo) independiente de la condición social o económica del nominado; nada
tenía que ver con que hubieran nacido con inclinación a ser de izquierda
radical, de izquierda "aderechada" o de derecha izquierdosa; que
fueran católicos o protestantes, agnósticos, sectarios o fanáticos; que
estuvieran destinados a vivir en el este o en el oeste del pueblo. Asumir que el nombre de una persona
contiene las marcas de su futuro destino social, económico o ideológico, de si
será rico o pobre, fascista, pacifista o terrorista (para usar palabras de
moda), implica un profundo desprecio por el ser humano. Conlleva lo que se
denomina ignorancia supina: la negligencia a aprender sobre algunas cosas antes
de ponerse a comentar o escribir acerca de ellas.
Antroponimia se llama la rama de la onomástica
que estudia los nombres y los apellidos de las personas. Los seres humanos utilizamos el recurso de
poner a los hijos una marca identitaria
que los diferencie de los demás. El modo como alguien decide que sea nombrado
un descendiente es responsabilidad de ambos progenitores, de uno de ellos o de
quienes, por alguna razón, ocupen su lugar. Con el apellido no hay escapatoria
posible: nadie seleccionará cuál asignar; viene dado por la filiación del
padre, la madre , o ambos; o por quien(es) declare(n) serlo. Al contrario, si no estuviéramos conformes con el nombre que nos correspondió,
existe en algunos países la posibilidad
legal de cambiárnoslo. Sin embargo, aunque se dan casos, no es usual que una
vez que llegamos a la mayoría de edad, tomemos la decisión de sustituirlo. A veces, por diversos motivos, buscamos que
pase inadvertido para el común de la gente, sea a través de lo que se llama un
hipocorístico (nombre o apodo cariñoso), sea mediante alguna otra
estratagema con la que logremos que nos llamen de otra manera. Por esa vía, Emerenciana
pasa a ser Mere; Petronila, Petra;
Anastasio, Tacho o Desiderio, Yeyo. No obstante, en la mayoría de los casos, el
nombre se queda con quien lo ha recibido; será compañero inseparable para el
resto de la vida.
Que se sepa, nadie nomina de mala fe a un hijo
o hija; siempre hay detrás una intención que se supone buena de parte de quien lo
ha seleccionado. Así, desde que comenzamos a tener razón de ser, lo acogemos; nos sumergimos tanto en su
contenido que terminamos asumiéndolo como parte de lo que somos. Va en los
documentos con los que se nos identifica; nos acompaña a todas partes. Nos gusta escucharlo cuando otros lo invocan; nos
agrada que lo pronuncien cuando se dirigen a nosotros. A pocas personas les satisfaría
que, en medio de una charla, las aludan como "este" o
"esta". Habrá muchos otros que se llamen igual que yo —eso es verdad—,
pero el o los nombres y la asociación con lo que somos termina(n)
volviéndose un todo indivisible, una entidad única cuya extinción solo se da
con la muerte. También caemos a
veces en la tentación de garantizar su permanencia más allá del propio ciclo
vital; asignándolo a nuestros hijos o nietos (si los padres lo permiten, por
supuesto), o celebrando que alguien más lo use para algún descendiente. Este
principio está basado en la necesidad ancestral de hacer que permanezca lo que
un especialista en publicidad llamaría la "marca de fábrica" familiar.
Como no tenemos la culpa de llamarnos como nos
llamamos, tampoco tiene que ver eso con la manera en que pensamos ni con el
espacio o los espacios en los que habremos de habitar, trabajar o tener
momentos de esparcimiento. El hecho de que, durante el acto de presentación
ante las autoridades civiles, se decida que de ese momento en adelante
llevaremos el apelativo de Alejandra, Wuilly, Plutarco o Percusia poco tendrá
que ver con la cosmovisión que posteriormente
nos formemos para explicar(nos) nuestro modo de ver el mundo y la forma en que
consideramos debe organizarse la sociedad. Eso
de que si el nombre de una persona es Yunáiker
o Gensimis estará condenada de por vida
a formar parte de los estratos menos favorecidos no pasa de ser una simpleza
generada por la ignorancia sobre lo que
significa la genealogía. Lo mismo aplicaría si alguien opinase que, por
llevar nombres anglófilos como Máikel, Richard
o Jacqueline, sus portadores nacieron marcados para coincidir con quienes
asumen la supuesta derecha como línea ideológica. Tampoco Lenín, Estalin o
Kruskaia garantizan futuras posturas de izquierda radical.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario