martes, diciembre 26, 2017

(A)paleando palabras



Mínimo glosario de términos que suenan y resuenan en las redes y otros medios

No es parte de ningún diccionario oficial (todavía), pero en Venezuela suele utilizarse el vocablo "manguangua" para referirse a algo que resulta relativamente sencillo, viable, sin esfuerzo. Solemos decir que a alguien "le gusta la manguangua" cuando sospechamos que evade cualquier asunto que implique mucho trabajo, que lo engolosina "la papa pelada". Según la sabiduría popular, alude a un tipo de yuca o tubérculo que, al momento de la cosecha, se puede extraer de la tierra con mucha facilidad. Hay un verbo parecido, "manguarear", este sí que aparece registrado en el Diccionario de la lengua española y es académicamente aceptado como de uso venezolano; su significado más genérico es "holgazanear".  Entre los desvaríos mentales de mi tía Eloína aparecieron  de súbito ambas palabras cuando escuchó que quien sustituiría al longevo dictador de Zimbabue  es de apellido Mnangagwa.  Aunque nada tienen que ver entre sí, porque se trata de voces de lenguas muy distintas y distantes, la similitud fonética con los venezolanismos referidos la puso capciosa. De manera que no dudó en pensar que al zimbabuense señor Mnangagwa el "ascenso" al poder le ha resultado una auténtica manguangua. Pura "zinbuenbenzura", pues.

Aunque tampoco está "oficialmente" aceptado por las academias, "marico" es de uso general en Venezuela desde los tiempos de Maricastaña. No obstante, de un tiempo para acá, incrementó con muchos bríos su frecuencia en el habla de nuestros jóvenes. Obviamente está ampliando su rango semántico porque ahora es de uso popularísimo en la comunicación oral y cibernética de los chamos. Todos y todas lo usan como vocativo, para atraer la atención del interlocutor durante sus encuentros coloquiales: "
                —Marico, ¿por qué no viniste ayer a clase?
                —Bueno, marico, porque estaba full cansado.
                —Pero, marico, me hubieras avisado, para no embarcarme, marico.
                —Marico, es que me quedé sin pila, marico.... 

Lo curioso es que aquí parece tener poca cabida la propuesta "inclusivista" de que diferenciemos entre "maricos y maricas": indistintamente se la utiliza casi siempre en masculino, no importa si el otro participante es caballero o dama. Aunque en ocasiones utilizan el femenino, a veces, las chicas también se dicen unas a otras "marico". Acudiendo a un pleonasmo también "burda de usado" en las charlas juveniles, las y los escuchamos todos los días en los pasillos de la universidad "con nuestros propios oídos" (no con los de otro u otra, marico).

Según el "mataburros", el verbo "beneficiar" significa en algunos países hispanohablantes "descuartizar y vender una res u otros animales al menudeo". E inmediatamente nos aportan el ejemplo: "pollo beneficiado". Siempre se ha preguntado mi parienta en qué beneficia a una indefensa criatura de esas que la envíen al otro barrio y la desposten para utilizarla como alimento. Quien realmente se beneficia en esto es el consumidor. Como ocurre con los aumentos salariales en tiempos de hiperinflación, ante la voracidad comercial, el presunto beneficiado siempre sale perdiendo.

Con base en la noticia de un periódico gubernamental, un comentarista escribe  que se "destornilla de la risa" cuando lee que en Venezuela cesará la especulación porque ahora habrá "precios acordados". Ni desatornillarse ni destornillarse; la gente normal se "desternilla de la risa". Obviamente que es una exageración, pero lo que quiere decirse con esto es que cuando nos reímos con mucha intensidad, corremos el riesgo de que se nos rompan las ternillas; o sea, los cartílagos que sostienen las mandíbulas. De paso, si el declarante que provocó el comentario se "desatornillara" de su cargo como que saldríamos ganando.

Abunda  en estos días el uso inadecuado de "espureo-a". Desde hace algunos meses, a diversos adictos al tuiteo indiscriminado se les ha ocurrido utilizarla con tanta frecuencia que ha llegado a ojos de hablantes públicos desprevenidos y, confiados en que la escritura es verbo sagrado, algunos no han dudado entonces en repetirla tal y como la han leído. Les suena bien, con garbo y con pegada, pero han incurrido en el mismo fallo de quienes la corrigen equívocamente. Si de verdad esa fuera su grafía correcta (que no lo es), habría que colocarle una tilde ("espúreo/espúrea"), por lo cual cometen un gazapo doble: se la escribe mal y encima no se la acentúa. El fenómeno se llama ultracorrección y consiste en pasarse de culto y reajustar una expresión correcta a la que se considera fallida.  Igual que si dijéramos o escribiéramos que el mejor "bacalado" de "Bilbado" se consigue en una pescadería de "Chacadito". Si la idea ha sido referirse  a algo cuyo origen es presuntamente ilegítimo, el término adecuado debería ser "espurio/a". Lo mismo aplica cuando en un artículo de un reconocido economista leemos la palabra "palear", como sinónimo de "mitigar". Debería haber escrito "paliar", porque la primera se usa para referir el trabajo ejecutado con una pala.


A  ese curioso dispositivo que sirve para procesar pagos lo llamamos en varios países "punto" (simplificación de "terminal punto de venta"). Al menos en Venezuela, está visto que no siempre funcionan, pero la carencia de efectivo ha llevado a muchos pequeños comerciantes a valerse de ellos. Con ese adminículo y el ingenio lingüístico tiene que ver este párrafo de cierre.  En una importante avenida de Caracas leemos un letrerito cuyo contenido nos gustaría que se aplicara cuando se trata de asumir políticas que de verdad le pongan freno a este desbarajuste en que se ha convertido la economía. A propósito de atraer clientes para su producto, lo ha colocado un vendedor ambulante de la urbanización Santa Mónica. El avisito reza muy explícita y ambiguamente:  "Aquí hay huevos... y punto".
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Publicado originalmente en www.contapunto.com (3 de diciembre de 2017)
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lunes, noviembre 27, 2017

Default anímico en Venezuela


Redes y medios venezolanos abusan en estos días de esta peligrosa y negativa palabra: "DEFAULT"


Según el Diccionario de inglés Oxford, default es palabra viajera: basada en el latín fallere (engañar, defraudar), pasó al antiguo francés como defaillir y de allí aterrizó en el inglés para convertirse posteriormente en un vocablo usual en otras lenguas. Como Pedro por su casa y aunque todavía no forma parte del Diccionario de la lengua española ni siquiera como préstamo, el término anda de fiesta en estos días en la prensa y redes sociales venezolanas. Posiblemente hay hablantes que aún  ignoran a qué alude exactamente; sin embargo, de un día para otro se ha popularizado y la tenemos hasta en la sopa. Se la escucha en la calle como si siempre hubiera estado entre nosotros, cual si fuéramos un país que lleva años gestando lo que tan curioso vocablo significa. Lo más gracioso que a ese respecto escuchara hace poco mi tía Eloína ha sido la bromista recriminación que un supuestamente desatendido caballero le hacía a su pareja: "te recuerdo que llevas varios noches en default conmigo".

En las ciencias económicas y jurídicas se la usa normalmente para aludir a la situación de mora en que incurre un deudor, cuando por cualquier motivo no puede cumplir a tiempo con las cuotas e intereses relativos a algún compromiso monetario adquirido. Más allá del uso técnico especializado que implica cesación o incumplimiento de pagos (default of payments), en  algunas comunidades de habla inglesa suelen aplicársele significados menos específicos: "defecto",  "falta" o "falla", por ejemplo. También podría utilizársela como sinónimo de  "quiebra", "bancarrota"  o "reticencia", entre otros. En informática alude además a alguna opción asignada de antemano (casi siempre por el fabricante o sus proveedores de software) para operar en un equipo o programa determinado. Lo cierto es que, aparte de esa acepción relacionada con la cibernética, toda su carga semántica parece sombría, oscura, tenebrosa. Posiblemente el hablante común desconozca la significación precisa y concreta de dicha voz en el complicado mundo de las finanzas, pero, de tanto escucharla o leerla en contextos negativos, intuye igualmente que cuando el río suena... pocas cosas buenas trae.

El vocablo aparece en la duda melódica relacionado con una pequeña historia que ha llegado a oídos de mi tía Eloína y vinculada con otro verbo, este sí español, que ya se ha convertido en cotidiano para nosotros: migrar. Diariamente, los noticiarios se hacen eco de  diversas circunstancias y aconteceres implícitos en esta nueva costumbre nacional que ha llevado a muchos venezolanos a poner en práctica la huida o a plantearse la posibilidad de alzar vuelo hacia otros espacios menos conflictivos y, teóricamente, oferentes de mejores condiciones de supervivencia.

Mi parienta es poco dada a mostrarse públicamente trágica o melodramática ante determinadas situaciones. Verbigracia, se rehúsa a agregar más ingredientes al clima recurrentemente adverso, oscuro, que, dentro o fuera del país,  ensombrece las conversaciones rutinarias de sus connacionales. No obstante, me ha solicitado que resuma este breve relato de hoy, ya que pudiera tener repercusiones profundas en relación con el concepto de  nacionalidad, además de las implicaciones cognitivas propias de un preocupante default peor que el económico: el anímico, y —hay que decirlo— no atribuible exclusivamente a sectores oficialistas.

 El protagonista es un niño de siete años que, en condición de inmigrante, ha cumplido con su primer día en una escuela básica de Santiago de Chile. Tomado de la mano por su joven madre, camina por un conocido bulevar del centro de la ciudad. Mantienen la siguiente conversación:

—¿Cómo te fue en la escuela? ¿Te gustó? —pregunta la señora en tono cariñoso.

—Bueno, la maestra me preguntó que de dónde era y le contesté que soy de Chile.

—¿De Chile? ¿Y por qué? ¡Si tú eres venezolano!

—No quise decir de Venezuela porque ya no quiero ser de allá; ahora soy de Chile. Venezuela es mala.

—¿Mala? —lo increpa la madre más que sorprendida— Hay personas que no la quieren, pero Venezuela no es mala. ¿Acaso son malos tus abuelos y tus tíos?

—Ellos no, pero los demás son malos, todos; no los quiero...

Imagine el lector cualquier final para el cuento y quede constancia de que, durante todo el recorrido,  la preocupada mamá continuó ofreciendo argumentos al pequeño para hacerlo reflexionar.  Lo importante de la charla es que evidencia que en esto de las migraciones parecen estar gestándose atrasos relacionados con otros tipos de deudas: aquellas  referentes a los modos de pensar, de ser y de estar en el mundo; las que se relacionan con unos intereses de mora mucho más preocupantes, porque amenazan con "quebrar"  el alma del país. Las que poco a poco nos van despojando del sentimiento nacionalista que, dígase lo que se diga, contribuye a fortalecer las raíces históricas y el sentido de pertenencia de cualquier población. Se trata de déficits que a la larga serán mucho más duraderos, casi impagables,  y más difíciles de "reestructurar" y "refinanciar", principalmente cuando los acreedores son las personas de menor edad.  Aquí la moratoria podría devenir  en eternidad y las generaciones causantes difícilmente podrán hacerse cargo de los intereses ni del capital.


Muy probablemente ese chiquillo de la historia está repitiendo frases escuchadas en algunas conversaciones cotidianas o en los medios de comunicación, pero además las está convirtiendo en conducta. Y cuando el lenguaje se convierte en actuación, las consecuencias son mucho más duraderas. Si son buenas, contribuyen a robustecernos como colectivo; mas si son negativas, pueden acarrear daños incurables. Caer en default con la parte más vulnerable (y también cognitivamente más permeable)  de la sociedad  podría acarrear la agrupación  en uno solo de todos los sentidos negativos de que se ha nutrido la evolución semántica de esa palabra.

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Publicado originalmente en www.contrapunto.com (19-11-2017)
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Liquidación de palabras líquidas


Según una conocida canción, el amor se rompe "de tanto usarlo"; igual, las palabras se deterioran si se altera negativamente su significado primigenio

Si por necesidad, interés momentáneo o simple curiosidad, a alguien se le ocurre revisar la acepción inicial de la definición de "líquido, a" recogida en el Diccionario de la lengua española (DLE), probablemente no lo convenza demasiado o quizás le diga tanto que termine por no entenderla:

 "adj. Dicho de un cuerpo de volumen constante: De moléculas con tan poca cohesión  que se adaptan a la forma de la cavidad que las contiene, y tienden siempre a ponerse a nivel."

Más allá de tan particular explicación, por lo menos nos deja claro que  entra en la categoría de los adjetivos, uso habitual que se le da en algunos medios poco originales cuando en sus  titulares se alude al agua como el "vital líquido" (verbigracia, uno reciente de un periódico caraqueño: "Día mundial del agua: Cómo preservar el vital líquido"). En el ámbito de las ciencias económicas se utiliza la expresión "capital líquido" para aludir a aquellas cantidades no comprometidas con lo que suele conocerse como los "pasivos". De allí que los especialistas argumenten que, desde hace varios años, vivimos tiempos de escasez y carencia de efectivo porque el país carece de suficiente liquidez monetaria.  Agréguesele a eso que, en predios especializados como el de la fonética,  suele catalogarse a los sonidos representados por  la "erre" y la "ele" como "consonantes líquidas". Según eso, pareciera que "se dejan colar" por los laterales de la lengua cuando las pronunciamos. El mismo DLE  aclara al final que el vocablo puede utilizarse también como sustantivo. En cualquier caso, y para no enredar más el asunto, como que resulta más provechoso quedarse con la idea de que es líquida cualquier  materia capaz de fluir como el agua, siempre que el espacio circundante lo permita.

Todo este introito conduce a la duda de hoy porque  hay palabras que metafóricamente parecieran más líquidas que otras: algunos usuarios desubicados  las (entro)meten en cualquier conversación de tal manera que su significado original termina alterándose, convirtiéndolas así en lo que los lingüistas denominan "comodines léxicos". Sirven para designar tantas cosas diferentes y caben en tantos contextos que al final pueden volverse sal y "agua".

Ejemplos sobran en estos días de indefiniciones, discusiones bizantinas, culpabilizaciones y (contra)golpes de pecho y despecho. Es obvio, por ejemplo, que ya la harto repetida palabra "unidad" adquiere su sentido en el español venezolano de acuerdo con quien la utilice y a propósito de qué. Para el común de la gente (la que vota y la rebotan), ahora remite a una contradictoria "unión desunida"; para muchos otros, fundamentalmente políticos, se ha evidenciado que semánticamente parece referirse a "desastre", "anarquía" o "medalaganismo", cuando no a "dispersión", "insulto" , "traición" o "recule". Más evanescente y traslúcido no puede ser el término. Igual lo son voces como "diálogo", "paz" y "democracia"; cada cual las interpreta a su manera y las deja deslizarse, a veces caudalosamente, con marcada alevosía,  en llamativas declaraciones, como quien no quiere, pero siempre con sentidos subliminales, ocultos, difusos o, por lo menos, ambiguos.

Para sorpresa de los profesores de lengua, el diálogo  ya no necesariamente es una plática o encuentro cordial para ponerse de acuerdo en algo, sino un recurso (in)comunicativo de lanzamiento mutuo de improperios a diestra y siniestra. A lo que más se acerca esta nueva acepción es a la locución  "diálogo de sordos" (en el que los interlocutores se desescuchan mutuamente) o "diálogo de besugos" (aquel que se materializa mediante inexplicables incoherencias).

 Por mucho que la proclamen tirios y troyanos, ya la paz no es tampoco lo que imaginábamos; en absoluto refiere a "armonía", "acuerdo" o "tranquilidad";  más bien pareciera confundirse con la guerra, la cuchillada por mampuesto, la agresión y la trampa, aunque algunos saquen de vez en cuando una bandera blanca para proclamarla y defenderla.

En cuanto al término "democracia", poco sentido tiene ya adentrase en él. Habremos de pedir a quien corresponda una enmienda lexicográfica que la ponga en el nuevo pedestal al que la ha conducido nuestra cotidianidad política. Poco a poco, su significado primigenio se  ha venido desvaneciendo como el agua evaporada. Tanto se ha lidiado con este vocablo y con los anteriormente mencionados que su "liquidificación" recurrente, el hecho de tergiversarlos hasta el cansancio por quienes debieran utilizarlos adecuadamente, está contribuyendo a su inevitable liqui-dación.

Estas voces han sido líquidas hasta ahora porque cabían en cualquier circunstancia. No obstante, de seguir con estos usos inadecuados, poco falta para que pasen a convertirse en vocablos liquidados del repertorio léxico nacional.

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Publicado originalmente en www.contrapunto.com (05-11-2017)
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"MATATIGRISMO"


Ser "matatigres" no es novedoso entre nosotros, pero, como era de esperarse, dicha actividad se ha potenciado en tiempos de crisis

Hace pocas semanas, un reconocido "terconomista" venezolano, de esos que vislumbran macrotragedias financieras a través de preocupantes micronoticias sobre lo que llaman el Producto Interno Bruto, recomendaba a los jóvenes y no tan jóvenes venezolanos que, aparte de ni siquiera plantearse en este tiempo aciago abandonar el empleo fijo, si lo tienen, se dedicaran a "matar tigres" como método eficaz para aumentar sus cada vez más pírricos ingresos. La declaración llamó la atención de mi tía Eloína, debido a que desconocía que una expresión como esa pudiera formar parte de lo que los lingüistas denominan el "tecnolecto" o lenguaje especializado de tales profesionales de las finanzas.

En Venezuela, el "matatigrismo"  ha sido desde antaño toda una institución; solo que su praxis ha venido reforzándose desde que estamos padeciendo esta situación de levantarnos cada día sin saber cuáles serán los precios de las cosas que por cualquier motivo debemos adquirir. De manera que se agradece al caballero el consejo, pero es obvio que, gracias a la  voracidad de algunos empresarios-comerciantes y al nacimiento y profesionalización del bachaqueo en todas las escalas sociales, deben ser poquísimos los venezolanos que, desde hace bastante tiempo, no hayan incurrido en ella.

"¿De dónde vendrá esa vaina?, ¿qué tienen que ver los jaguares con el trabajo ocasional?", pregunta mi parienta.  En realidad, no hay acuerdo acerca de su origen. Aunque se hace difícil saber si  alguna de ellas se ajusta o no a la verdad de los hechos, suele decirse que  proviene de dos particulares situaciones, por cierto muy poco relacionadas entre sí. Una de ellas la vincula con asunto fácil y rápido para obtener un beneficio económico, adicional a nuestros ingresos regulares; es decir, con algún "resuelve" circunstancial. Popularmente hay quienes afirman  que remite a una anécdota según la cual el patrón solicita a uno de su peones que, aparte de su faena rutinaria, salga de cacería y le traiga un cunaguaro (versión criolla del tigre) que anda merodeando por los alrededores de su propiedad. Una vez cumplida la tarea, el empleado comentaría a sus colegas haber "matado un tigrito", añadiendo que el hecho le había traído como compensación un dinerillo rápido, extra y fácil. Tiene cierta lógica, mas no es la única explicación.

Y no lo es porque la otra versión se relaciona más bien con dificultad y obligación. Remite al universo de la música y se remonta a los años treinta del siglo pasado. Se arguye que, por alguna razón, toda orquesta, grupo, conjunto, banda, e incluso cualquier humilde "ventetú" (reunión improvisada de músicos de distinta procedencia para algún sarao incidental),  estaban prácticamente obligados a agregar siempre a su repertorio la pieza jazzística Tiger rag. A pesar de que al parecer se trata de una interpretación difícil, no tenían más remedio que ejecutarla, por lo que se acostumbraron a comentar que cada vez  debían "matar al tigre", sin aviso y sin protesto. Presumiblemente, de allí, la expresión se amplió y extendió a otros campos. Y es muy cierto que todavía hoy forma parte del vocabulario cotidiano de muchos instrumentistas o cantantes, quienes usualmente argumentan "tener un tigrito" para referirse a toques o interpretaciones ocasionales y, en este tiempo de vacas flacas y funcionarios gordos, importantes al momento de estirar el presupuesto familiar.

No obstante, cualquiera que sea su génesis (si alguna lo fuere), actualmente nadie puede negar la existencia y expansión del matatigrismo en nuestro medio y más allá. Quizás con excepción de la política, al parecer, ya no hay profesión ni entorno en los que no se practique. Existen, incluso, quienes  han abandonado su oficio primigenio para dedicarse por completo a matar tigres aquí, allá y acullá.  Jóvenes y viejos, profesionales o no, activos y jubilados, empleados o desempleados  "matigrean" recurrentemente con el propósito de sobrevivir y desde mucho antes que cualquiera lo recomendara.

Tan arraigada está entre nosotros la actividad que, desde unos años para acá, se ha venido consolidando el proceso de exportación de la misma.  Actualmente hay connacionales que, por diversas circunstancias deben ejercerla en el extranjero. Muchas personas de las que han abandonado "esta tierra de gracia" para intentar hacer vida en otros países están demostrando cómo "matar al tigre sin tenerle miedo al cuero". No sería raro que dentro de poco comencemos a escuchar voces equivalentes y con el mismo significado metafórico en otras lenguas: "tigerkillers" o "tigerhunters" (en inglés), "chasseursdetigres" (en francés) o cacciatoriditigri (en italiano). Imagínela el lector en chino, en japonés, en árabe, en alemán o en ruso.


Lo que parecía entonces una mácula para la nacionalidad y a veces ha sido percibido como uno de nuestros  "defectos de fábrica" se ha convertido, dentro y fuera de las fronteras nacionales, en una virtud que, ante condiciones adversas, puede ser de gran ayuda, ya no necesariamente como labor secundaria y eventual. De allí que una expresión como "matar (hacer o tener) un tigre, o un tigrito" sea ya parte sustancial de nuestra idiosincrasia lingüística, de la economía doméstica cotidiana y del muy humano espíritu de supervivencia del que hemos debido revestirnos, independientemente de cualquier explicación que se intente acerca de su etimología. 

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Publicado originalmente en www.contrapunto.com (22-10-2017)
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El trimestre del conejo



No se contente demasiado si alguien quiere halagarlo indicándole que tiene usted los rasgos de un conejo o una coneja

Hay palabras curiosas, con buena o mala vibra pero  con  pegada renacentista y hasta con suerte. Voces que parecían extinguidas del vocabulario cotidiano y de pronto, recuperadas en la voz de algún hablante público,  salen de las catacumbas del olvido, florecen de nuevo y vuelven a estar en labios y letra de una multitud de hablantes. Por ejemplo, hasta hace varios meses usted se habría extrañado al encontrar el vocablo "conejo-a", o alguna de sus voces derivadas, en cualquier medio de comunicación o red social venezolanos.   Ni siquiera teniendo una pata de ídem, lograba conseguir algún referente relacionado con esto, una alusión que le recordara que el animalejo y su exquisita carne existen.  Ya ni se nombraba ese lugar enigmático que sirve de techo a buena parte del poder militar caraqueño  y que hasta finales del siglo pasado era conocido como Conejo Blanco.  Y ni hablar de conseguir en algún restaurante platos preparados con las piezas despostadas de lo que los glosarios científicos definen como  "mamífero logomorfo"; mucho menos, en la vitrina de alguna carnicería. Ni para remedio. Parecía una familia de palabras extinguida, al menos de las enigmáticas madrigueras idiomáticas nacionales.

No obstante, súbitamente, sin anestesia, una supuestamente milagrosa y reveladora iluminación  proveniente de algún recóndito recinto del  léxico nacional ha logrado sacar unos cuantos animalillos de esos de la chistera y el vocablo ha comenzado a resonar como si ahora estuviésemos viviendo de nuevo el lapso chino-venezolano  del conejo.   Según se anuncia, pasará poco tiempo para que, literalmente, los tengamos hasta en la sopa; hay un resaltante funcionario, excompañero de luchas estudiantiles de mi tía Eloína, a quien, debido a un notorio mechón blanco,  apodaban precisamente el Conejo.  Ahora es toda una celebridad, gracias a que algunas nuevas medidas de la política agrícola urbana  han revivido y puesto de moda el mote.  Solo que se lo han ampliado y ahora lo llaman el Conejo de la Suerte, porque será el encargado de montar con financiamiento oficial un criadero de sus congéneres. Antes casi se ofendía cuando lo tildaban de esa manera; ahora siente orgullo al saber que lo asocian con tan singular cuadrúpedo, principalmente porque —como se diría en español peninsular— supone que le permitirá "forrarse."

No obstante, le hemos recordado que no todo es felicidad total dentro de este renacimiento léxico. Pocos se han fijado que detrás del vocablo hay también un  costado menos halagador:  primero, porque  no faltan quienes siendo conejos se piensan a sí mismos como supuestas liebres  de la política (ojo, que ambas voces no siempre son sinónimos) y, segundo, debido a que hay los que consideran  estar devorándosela al ofrecer declaraciones y hacernos creer que todo lo relativo al mundo conejil es positivo.  Habría que recordar que, cuando en español  se dice  que alguien tiene "risa de conejo", se hace referencia a que por lo general esa persona ostenta una mueca forzada, fingida, cínica,  indicadora de que sabe de sobra  que con su discurso o su actuación (o con ambos)  está engañando a la humanidad entera y piensa narcisamente que no se le ven las costuras. Con cierto despropósito, ese mismo tipo de hablante suele considerar a todo un país como una cegatona manada de "conejillos de Indias".  Vive lo que se diría "conejeando", o sea, esquivando la realidad y negándose a apreciarla tal  como es.

Adicionalmente,  dentro del ámbito de lo sexual, en algunas regiones de España suele utilizarse la voz "coneja" como sinónimo de "vulva", motivo por el cual no es nada halagador que en esos lugares te digan que, cuando te enojas, tu rictus es de "conejita".  Pero hay más: en diversos espacios hispanohablantes una coneja es una dama que pare y pare sin ningún tipo de responsabilidad, principalmente si lo hace dentro de ese tipo de viviendas mínimas, hiperpobladas y antihigiénicas a las que suele denominarse "conejeras". Por ese motivo, mi parienta se asustó al leer hace pocos días la noticia según la cual hay un novedoso plan oficial que comenzará con "800 conejas".

 Más todavía, según el Diccionario de americanismos,  la palabrilla tiene significados negativos, o por lo menos despectivos, en varios lugares de América: por ejemplo,  en México se usa "conejo", para hacer referencia a un ladronzuelo de  baja ralea; en Guatemala, es sinónimo de "policía chimbo" y también de "tonto-a". El origen de la voz podría traer además bromistas reminiscencias fonéticas a algún tomador de pelo. Según el Diccionario de la lengua española (DLE) la voz proviene del latín  cuniculus, motivo por el cual no siempre se debe sonreír si alguien te dice que cuando declaras para la prensa se te ve clarísima la cara de cuniculus que asumes. Tampoco deberíamos alegrarnos mucho si se nos dijera a través de los medios de comunicación que el último de 2017 será el "trimestre del cuniculus" porque, de ser así, no presagia nada bueno.


No se precisa recordar además la fama de pícaro, tramposo y embaucador que tiene dentro del imaginario popular venezolano un personaje como tío Conejo. 

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Publicado originalmente en www.contrapunto.com (08-10-2017)
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Palabras traicioneras


El uso de determinados vocablos puede resultar más ofensivo de lo que creemos, principalmente si ignoramos su significado primigenio

Para no ofender su memoria, imaginemos que aquella señora se llamaba Martinita. Era mediados de los años sesenta. Ocurría en Los Puertos de Altagracia. Supongamos también que su único descendiente  llevaba por nombre Alciro. En ciertos casos, cuando alguien deseaba ofender a otro u otra, sencillamente le espetaba "¡no seas alcírico!". Al utilizar esta expresión, se buscaba apelar al interlocutor o a la persona referida como "tonto-a".  El recurso resultaba cruel  porque Alcirito no era un muchacho cualquiera. Estaba de moda una gaita intitulada "El bobo". Cada vez que se la escuchaba, corría el rumor de que la misma se había inspirado en la historia de Martinita y su hijo.  La gaita iniciaba como sigue: "El bobo, el bobo es / personaje de nobleza /madre, llena de tristeza / lo tiene que soportar..."

Alciro sufría lo que en medicina se conoce como el síndrome de Down. Esto lo hacía diferente de todos nosotros. No sin cierta vergüenza y melancolía mezcladas, la madre lo sacaba a pasear de vez en cuando. Debido a su comportamiento, se le consideraba como una persona con ciertas dificultades de aprendizaje. Nunca fue a la escuela, como sí fuimos muchos otros. En honor a la verdad, la gente que bromeaba con su situación y utilizaba la referencia a su conducta para burlarse de otros, lo hacía ignorante de que lo de aquel niño fuera un trastorno relacionado con la carga cromosómica. Su nombre era utilizado para aludir metafóricamente a quienes mostraban actitudes poco eficaces en el momento de resolver asuntos cotidianos y a la supuesta "impericia" para actuar como lo hacíamos los demás chicos. Sin embargo, tenía ciertas habilidades especiales para algunas cosas. Por ejemplo, entonaba canciones con mucha mejor melodía que otros y gozaba de una destreza asombrosa para inventar historias y oralizarlas. Pero eso parecía insuficiente para que algunos rasgos suyos no fueran objeto de chanza.

Reaparece esta breve historia a propósito del revuelo que hace pocos días alcanzara en las redes sociales la palabra "autista". Afortunadamente, hoy en día, la gente está mucho más pendiente de dar a ciertos términos la acepción adecuada. En esta época es más probable cerciorarnos de que, aun cuando a veces no los tengamos muy claros en nuestro repertorio léxico, pudieran resultar ofensivos y discriminatorios hacia quienes han nacido con alguna característica que implique verlos como personas distintas. En este campo léxico entra un amplísimo inventario de voces, todas insultantes e injuriosas —nada recomendables cuando se trata de respetar al prójimo—.  A modo de ejemplo, mencionemos algunas de las más conocidas: idiota, mongólico, retardado, subnormal, retrasado, anormal, cretino, oligofrénico, tarado y, por supuesto, "autista". Podríamos agregar otras de uso más general, pero no por ello menos zahirientes: imbécil, bruto, ignorante.

Tampoco deja de ser cierto que, si bien algunos de ellos provienen originalmente del campo de la investigación médica o psicológica, el uso rutinario ha venido resemantizándolos y asignándoles significados que ya no aluden necesariamente a quienes padecen ciertos síndromes. No obstante, diversas organizaciones sociales procuran llamarnos la atención acerca del uso de esta terminología en la que, a decir verdad, la escuela debería poner un poco de atención. Se precisa dar a conocer y alertar a quienes van a una institución a "educarse" sobre el valor social implícito en algunos vocablos que a veces, por su uso rutinario, parecen inocentes. Detrás de ellos podría esconderse todavía una intención agraviante hacia la condición de ciertos grupos de la sociedad cuyo comportamiento se sale de los parámetros habituales.


En esto también tenemos cierta responsabilidad los que por alguna razón actuamos como hablantes públicos. No está de más tener presente que cualquier expresión puede ser utilizada en contra nuestra y de allí la obligación de buscar y medir muy bien cada palabra que expresamos. Puede ocurrir que quien en la conversación cotidiana  hace esto en son de chanza —o con ánimo de descalificar— desconoce la carga ofensiva implícita en referirse a otro como "oligofrénico", "idiota", "mongólico, "bobo"  o "autista". Eso explicaría un poco aquella historia que hemos referido al inicio. Muchos puerteros eran inocentes de que incurrían en una agresión al utilizar "alcírico" tomando como referente la "extraña" conducta del hijo de Martinita. Actualmente, el radio de influencia de un acto verbal de esta naturaleza es mucho mayor si se hace a través de los medios. Hablar públicamente implica escoger con pinzas y con sumo cuidado cada cosa que vamos a decir. Si no lo hacemos, el discurso puede jugarnos una mala pasada y hasta llevarnos a emitir expresiones que denigren de quienes por alguna razón son diferentes.

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Publicado originalmente en www.contrapunto.com (20-08-2017)
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TUITORREA


Con el envío,  reenvío y repetición incesante de un tuit, se corre el riesgo de simplificar el universo noticiable y reducir la información a doscientos ochenta caracteres

Me solicita mi tía Eloína que sugiera a quienes insisten en escribir "Twittear" y "Tweet", y adicionalmente reclaman a quienes los adaptamos a la grafía del español, que acudan a la más reciente edición del Diccionario de la lengua española (DLE, 2014) y se percaten de que aparecen registradas todas las formas posibles para el verbo "tuitear"  (y su hermano "retuitear") más los sustantivos "tuiteo", "tuit" y "tuitero". Por tratarse de una marca comercial, la única que no ha podido incorporarse a nuestro sistema grafemático es "Twitter". Socialmente la lengua avanza e, independientemente de las creencias de ciertos hablantes, adopta, adapta, acomoda, y/o pide prestadas de otros idiomas voces que jamás devolverá. Todo eso forma parte de su dinamismo. No obstante, tampoco vemos negativamente la opción del español de Colombia. No estamos seguros de que se trate de un uso generalizado, pero hay evidencias de que, al menos por testimonios de la prensa y otros medios de comunicación,  en ese país no tuitean sino que "trinan". Lo hacen apegados a la traducción del verbo del inglés (to tweet). Acá en Venezuela a veces también trinamos, pero con otro significado, a causa de la desazón que provocan algunos usos de esa red social.

En este tiempo no hay evento, proceso o circunstancia que no pase primero por el filtro del tuiteo. Una considerable multitud de personas tiene en este sistema su principal fuente para "buscar" y difundir la información. Twitter es la salvación de muchos que recurrentemente buscan ser los primeros, aunque esto sea un poco cuesta arriba, debido a la cantidad de mensajes transmitidos en apenas un minuto. Dicho medio ha sido llevado a un nivel tan sacrosanto que abundan los que ya ni se preocupan por darle a la noticia una forma diferente a la que refleja cualquier mensaje de esa red.

Hace algunos años, antes de la irrupción de esos templos que son las redes, un analista del discurso podía darse banquete jurungando e interpretando diferentes asunciones mediante la revisión de puntos de vista diversos sobre un mismo acontecimiento noticioso. Actualmente, la "tuitermanía" amenaza con una uniformidad informativa que te cansas. Antiguas nociones del argot periodístico para aludir a la noticia fiambre y a la repetición o acomodación de lo ya conocido ("caliche", "refrito", "fusil") son ahora el pan nuestro de cada día. Alguien pone a circular un tuit creyendo dar lo que se denomina un "tubazo" (una primicia, el "lomito") y resulta que no ha despegado los dedos del teclado cuando ya hay un centenar de reenvíos. La maraña y la confusión reinan hasta el punto de que se hace difícil saber cuál ha sido realmente la fuente original.

Otro síntoma de esta fiebre es la cantidad de veces que un emisor (individual o corporativo) envía y repite en diversos momentos un idéntico texto. Pasan los días y cada vez que suena el pitico de la notificación o procuramos buscar algo fresco, nos percatamos no solo de que la misma "exclusividad" ha sido replicada por una altísima cantidad de tuiteros sino que, además, algunos parecieran haber dejado pegado el dedo en "enviar enviar enviar...". Abrimos la mensajería de texto y, a modo de ñapa, caemos en idéntico foso. Acudimos al WhatsApp o al Instagram y... adivine. Te levantas al otro día, activas tu pantalla y, ¡zas!, más de lo mismo. Prendes la tele o la radio y certificas que ahora por lo menos no tienes que leerlo de nuevo; lo hacen por ti a través de los micrófonos o te lo ponen en la pantalla y además te lo deletrean otra vez. Hay incluso mensajes acerca de eventos ya superados que cada día son puestos en circulación como si aquello fuera a ocurrir de nuevo.

Para colmo, hay hablantes públicos que limitan sus declaraciones a lo que pueda decirse en ese reducido ámbito, ni más ni menos. Las convocatorias a los comunicadores han comenzado a extinguirse y, cuando alguien recurre a ellas, todo lo que se diga allí se resumirá en un "trinar y cerrar de ojos". Hasta los decretos, las leyes, los edictos, las decisiones más importantes, se hacen públicos por esa vía. En término de diseño periodístico, un mensajito puede constituir el titular, el sumario, el cuerpo y la conclusión de lo que se informa.  


Cómo denominar este curioso hábito comunicacional será una tarea importante para los comunicólogos y semiólogos. De momento, si de algo sirviera, podríamos agregar un nuevo vocablo a la familia de palabras referida al inicio: "tuitofilia". Esa no está en el DLE, pero estamos a punto de recoger firmas a través de Twitter para hacer la propuesta de que alguna vez la incluyan. Claro, en estricto apego a la realidad, y para describir lo que se siente cuando te invade el síndrome de estar leyendo, releyendo y volviendo a leer lo mismo, habría que agregar su antónimo: "tuitofobia". De no buscarse a tiempo un equilibrio, la "tuitorrea" podría perjudicar la efectividad informativa y, en lugar de seguir siendo una red, convertirse en una confusa tela de araña que amenaza con reducir todo lo noticiable a doscientos ochenta caracteres.

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Publicado originalmente en www.contrapunto.com (06-08-2017). Actualizado para esta entrega.
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Pitonisos y ana-listos


Plantear posibles escenarios para la salida de una crisis es relativamente sencillo, principalmente cuando el proponente no deja fuera ninguna de las opciones

No entiende mi tía Eloína la razón por la cual el Diccionario de la lengua española (DLE) solo atribuye género femenino a la palabra "pitonisa". De acuerdo con lo que allí se especifica, sus únicos significados serían "adivinadora", "hechicera" o "sacerdotisa", siempre referido a féminas. Posiblemente esto tenga que ver con el origen del vocablo: su etimología se relaciona con una serpiente, la pitón, de donde a su vez proviene el nombre de la diosa de las pitonisas, Pitia. Y también la voz "serpiente" lleva nada más la marca "f". De acuerdo con la mitología griega, en el oráculo de Delfos solamente era posible obtener predicciones hechas por las integrantes del cortejo de dicha deidad, puras hembras. Como buenas cuaimas a quienes no se podía contradecir, se creía que jamás erraban en sus pronósticos, que eran infalibles. Si a raíz del resultado de una consulta se olía algo parecido a un yerro, pues se tapaba el hueco argumentando que ello obedecía a una equivocada interpretación de lo vaticinado. 

No obstante, a estas alturas, la entrada del Diccionario debería ser pitonisa, -so; igual que hay una para sacerdote, -isa. Así como las feministas reclaman a veces el machismo lingüístico implícito en ciertos giros de lenguaje cuya base referencial es exclusivamente masculina ("el hombre es mortal", "no hay dios que solucione eso", "toda sociedad tiene su patriarca" ), en aras de la igualdad de género, debería reconocerse que también hay en el mundo contemporáneo pitonisos a granel: caballeros dedicados a ofrecer constantemente hipótesis acerca de cómo terminará un proceso, una situación, un evento, una crisis. Ejemplos de uso, si fueren necesarios, sobran en estos convulsos tiempos venezolanos. Somos sin duda una comunidad repleta de adivinadores en pleno desempeño de su oficio. Basta afrontar cualquier publicación o red social para darnos cuenta de las muy diversas predicciones sobre el supuesto desenlace ante la calamidad por la que estamos atravesando.

Con permiso del DLE, asumamos entonces que, al menos en este tiempo,  el "pitonisismo" es un movimiento con militantes y "militantas". Un pitoniso o pitonisa actual es un(a) profesional a quien, para evitar malentendidos y desviaciones semánticas, los medios catalogan como "analista": alguien que observa minuciosamente la realidad, la escruta, la disecciona, la arma de nuevo y, ¡zas!, predice, presagia, anuncia lo que viene a continuación. Ante situaciones álgidas como la que vivimos, los oráculos crecen, florecen, recrudecen, aumentan, se incrementan, abundan, circundan... Se riegan por doquier como la verdolaga  y no pasa un día en que no leamos a alguno. No hay que ir demasiado lejos para encontrar ejemplos de esto relacionados con lo que viene ocurriendo en Venezuela desde hace ya casi cuatro meses.

La diversidad "pitonísica" nacional e internacional ha venido planteando lo que en ese terreno particular suele denominarse "escenarios". Con ello, cada adivino sazona su discurso de acuerdo con el área de las ciencias sociales a la que es afín. Unos buscan asidero en circunstancias históricas que guarden relación con lo que está ocurriendo. Otros se visten de datos para apoyar sus propuestas. No faltan los que, al momento de plantear las "salidas" posibles, recurren a los vericuetos de la sicología, a las diversas, marañosas  y profundas corrientes de la sociología o al  universo de la numerología y la estadística. Sin embargo, a veces plantean tantas y tan obvias posibilidades que con alguna de ellas habrán de acertar o acercarse a lo que pueda ocurrir.

Mi parienta no juzga esto negativamente. Sin embargo, opina que tampoco tiene mucho sentido proceder como lo hacía en los años sesenta un supuesto "brujo" de los Puertos de Altagracia, cuando una dama encinta acudía a su sabiduría a fin de que le predijera el género de su futuro retoño. Aquel chamán improvisado asumía pose de infalible Hipócrates frente a la consultante y, sin ningún tipo de incertidumbre, le espetaba: "hay un cincuenta por ciento de chance de que sea varón". Si se le preguntaba por el estado del tiempo para la semana, respondía con una sola, única, y definitiva palabra: "lloverá". Si la embarazada paría hembra, naturalmente, el vaticinio había acertado. Y si no llovía, ante el reclamo, el vidente esgrimía un argumento indiscutible para defenderse: "predije que llovería, no dije cuándo".


Más o menos en ese contexto hemos llegado al día de hoy, domingo 30 de julio de 2017. La lectura  de los "escenarios" diagnosticados por analistas (nacionales o foráneos) acerca de la confusa situación venezolana actual, que no concluye precisamente hoy,  guardan cierta similitud con la que hemos descrito en el párrafo anterior. Han ofrecido en sus diversos pronósticos tantas y tan evidentes posibilidades que casi resulta imposible que no hayan acertado con alguna de ellas. Y si ha ocurrido lo inesperado, seguramente algunos pitonisos acudirán  al recurso con que los griegos explicaban las equivocaciones de la diosa Pitia: errar una predicción no significa que tanto "ana-listo" se haya equivocado, sino que los hemos malinterpretado. Para no perder la costumbre, mañana comenzarán de nuevo los diagnósticos.

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Publicado originalmente en www.contrapunto.com (30-07-2017)
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viernes, julio 28, 2017

La prueba del "pelígrafo"




Todo mentiroso persistente corre el riesgo de transformarse en un fabulador a quien nadie creerá ni el padrenuestro

Hace pocos años se hizo célebre una película británica intitulada El discurso del rey (2010). Aparte de su indudable valor histórico, relacionado con el inesperado ascenso al trono de Jorge VI del Reino Unido,  todavía se la recuerda  porque su foco argumental descansaba fundamentalmente en el valor del habla como recurso que nos conecta o desconecta con el resto de las personas. Albert Frederick Arthur George (1895-1952, padre de la actual reina Isabel II), debe por todos los medios posibles vencer su disfemia o tartamudez crónica, puesto que, gracias a la abdicación de su hermano para casarse con alguien que no pertenece a la realeza,  deberá asumir inesperadamente el reinado y, naturalmente,  exponerse como orador ante sus súbditos.  De sus palabras dependerá en mucho el respeto de los oyentes.  Sin que lleguen a expresarlo,  tanto él como su esposa parecen conscientes de las dificultades comunicacionales implícitas en el discurso de un tartamudo y mucho más si el hablante es un rey. Acuden entonces a un fonoaudiólogo para que lo ayude a superar aquel trauma.
La situación descrita tiene que ver con el valor de la expresión cuando mediante ella intentamos producir mensajes orales para otros. Ya no se trata de la voz —tema que tratamos en una duda anterior— sino del modo específico como hacemos uso de los órganos articulatorios. Cada vez que abrimos la boca para decir algo, tenemos frente a nosotros a gente que nos juzgará por la manera como lo hagamos. Los lingüistas argumentan que el habla es un evento absolutamente individual y que cada usuario es el único responsable de la suya y de las metidas de pata a que su uso lo conduzca.

Quienes nos escuchan hacen sus inferencias acerca de lo que intentamos expresar y con ello se dibujan en su mente un retrato positivo o negativo. Si mentimos a conciencia, corremos el riesgo de que algunos gestos nos delaten sin que nos demos cuenta; desnudarían nuestro verdadero pensamiento ante los destinatarios. Podemos gritar, bajar el tono,  fingir recato y ponderación,  o hacer esfuerzos por no evidenciar que estamos falseando la realidad, pero la manera de materializar lo que  pensamos supera esas intenciones y quizás nos evidencie frente a los interlocutores. Imaginemos, por ejemplo, que yo afirme por la tele  que he superado con creces todas las pruebas de un polígrafo, en tanto mis movimientos de labios, boca, ojos, mi presión sanguínea, mi respiración entrecortada, mi pose están demostrando exactamente lo contrario.  La voz "polígrafo" tiene en español dos significados muy concretos. Uno alude al escritor capaz de cultivar diversos géneros textuales. El otro se refiere a un equipo que suele ser utilizado en medios policiales como "detector de mentiras". Refiriéndonos al segundo significado, cada ser humano atento es también un polígrafo en potencia: armado de su intuición lingüística capta al vuelo las mentiras (o las verdades). Debido a ello, cuando hablamos, eso que los especialistas llaman la  prueba del polígrafo puede convertirse entonces en el test del "pelígrafo", porque yo estaría "pelando" si de verdad creo que todos asumen acríticamente el contenido de mis afirmaciones. Aunque a veces no nos enteramos de ello, hablar es mucho más que mover la lengua y los labios. Y la "peligrafía" recurrente y descarada arruina la credibilidad de cualquier hablante.


Al contrario de lo que se piensa en política, son muy pocas las veces que debo mentir frente a los demás para devenir en un hablachento mendaz. Nada de lo que yo exprese de ahí en adelante será creído ni siquiera por quienes comulgan con mis ideas. Me convierto para todos en un falsario nato y jamás volveré a tener oportunidad de que se dé fe a lo que digo, por mucha fingida seriedad con que lo intente. Mi discurso me mostrará como  un prevaricador crónico. Todo lo que diga será utilizado en mi contra.  En este nivel comienza fundiéndose la palabra "habla" con aquella de la cual proviene: "fábula". Si soy un mentiroso comprobado, cada vez que pongo en marcha el aparato fonador frente a una audiencia, ya no hablo, solo fabulo. Termino siendo una víctima de mi propia expresión fabulada. Contradictoriamente, hablando me quedo sin habla porque lo que manifiesto no tiene sentido para nadie. Quien desconozca u omita esto carece de los temores que preocupaban a Jorge VI y  cada vez que declare algo será sometido por la audiencia a la prueba del pelígrafo. 

Señas de identidad (IV): La voz




La llevamos como una marca de lo que somos. Si se interrumpe su desarrollo, podría perderse una parte de nuestra identidad

El momento preciso de la aparición de la voz humana es todavía uno de los misterios de la civilización. Por mucho que antropólogos, lingüistas, fonetistas y tantos otros investigadores se hayan empeñado en ubicarla, cualquier fecha concreta es imprecisa y discutible. Más que una aparición repentina, se trató de un largo proceso de acomodación anatómica, social y cognitiva. Es tan importante que, ante dificultades para hacer uso de ella, el hombre ha creado mecanismos sustitutivos; por ejemplo, las lenguas de señas para los sordos. Va ineludiblemente unida al único medio que nos hace distintos del resto de las especies: el lenguaje. Es tal el milagro de la fonación humana que incluso se ha llegado a afirmar que genéticamente traemos equipo de repuesto. Se alude con ello a las denominadas "falsas bandas vocales" —ubicadas a los lados de las "originales"—. Teóricamente, las mismas podrían activarse mediante ejercitación dirigida por un especialista, en caso de que las otras por alguna razón fallaran.

Es obvio que en esto cumple papel fundamental el cerebro, pero demos eso por sentado para focalizarnos en lo que significa valerse de los distintos órganos que participan en la producción de sonidos lingüísticos. No hay que ser foniatra ni músico para reconocer que existen diferentes tipos de voz. Aunque no sea un imperativo, los mismos guardan una estrecha relación tanto con el grosor de las cuerdas o bandas vocales como con la conformación de lo que se denomina el "sistema fonador": pulmones, laringe, cavidades bucal y nasal.

La voz es una especie de cédula de identidad, en ocasiones tan importante, o tal vez  más, que las huellas dactilares. ¿Quién dudaría que cada voz es diferente del resto? No es norma taxativa, pero la tendencia del timbre masculino va hacia lo grave, en tanto las damas se acercan más a las modalidades agudas. Entre esos bromistas que nunca faltan, son objeto de chanza la mujer de tono muy "grueso" y el caballero de exagerado matiz agudo.

 Con el modo particular de nuestra voz somos capaces de generar cercanía afectiva o rechazo; podemos valernos de ella para seducir, para cautivar, para generar afectos y afinidades. Y, naturalmente, también lo contrario. Es, sin duda, una de nuestras principales cartas de presentación. Una vez que en la adultez se hace definitiva, la llevamos orgullosos cual marca indeleble, símbolo distintivo que permite reconocernos en cualquier circunstancia; es "documento" principal de nuestra personalidad y rasgo inconfundible de lo que somos.

A propósito de todo lo dicho, mi tía Eloína recordará siempre una experiencia que la hizo reflexionar sobre lo importante de la voz como sello identitario.  Era principios de los sesenta del siglo pasado. Invitada por la directora del coro del liceo donde había estudiado, escuchaba cantar a un caballero muy alto y robusto, cuya melodía resaltaba por su extrema agudez en todos los espacios del teatro Baralt de Maracaibo. No entraba en su cabeza que, siendo ya un adulto de cierta edad, aquel corpulento señor cantara con un tono más "femenino" que el de muchas damas. Machista irreductible, aquello le resultaba tan extraño que llegó a creer que se trataba de un bromista o de una cantante lírica disfrazada de varón. Mas no era ni una cosa ni la otra. Mediante técnicas vocales modernas, había sido entrenado para aquello y se dedicaba a actuar como un falso castrato. Se trataba realmente de un contratenor.

Una vez concluida la función, intentaron jugarle una mala pasada y  le inventaron una historia acerca de aquello que había presenciado. Le expresaron que se trataba de alguien que, siendo todavía un niño, había sido sometido a un proceso quirúrgico, a fin de que conservara de por vida su encantatoria y preciosa voz infantil. Quedó estupefacta cuando le aclararon el procedimiento para lograrlo.

—O sea, que lo caparon como a un torete y además de su voz de mujer no podrá tener hijos —inquirió.

—No tanto —le acotó la exdirectora del coro liceísta— solamente le quitaron las bolitas. Tiene su pene como cualquier hombre.

A juicio de mi parienta, aquello era el acabose. Primero, porque privar a alguien de lo que para ella significaba su "masculinidad" le resultaba, si no un crimen, por lo menos una barbaridad. Y, segundo, pensaba que, con tal acción, habían impedido que alguna vez esa persona tuviera personalidad propia como adulto. Para ella, interrumpir tempranamente el avance de lo que sería posteriormente su propia voz, uno de los distintivos de su ser, prácticamente lo dejaba en condiciones de no saber jamás cuál sería su verdadera identidad.


No le faltaba razón. Sin embargo, una vez consciente de que se trataba de una broma, nadie le aclaró que aquella antiquísima técnica había sido real en el pasado. Y persistió por lo menos en algunos coros eclesiásticos hasta finales del siglo XIX. En aras de mantener alguna tesitura infantil privilegiada, se interrumpía mediante cirugía el desarrollo natural de la voz. Se dice que el último de los castrati fue el italiano Alessandro Moreschi (1858-1922),  a quien, con la excusa de extraerle una hernia inguinal, despojaron  de sus testículos a los ocho años de edad. Fue famoso, sin duda, pero un famoso sin voz adulta propia. Aquí remito a un enlace de Youtube por si quieren escuchar sus tonalidades y sentir algo parecido a lo que dejó pasmada a mi tía aquella tarde marabina.  

Señas de identidad (III): Estatura




El poco o mucho "centimetraje" en el tamaño de una persona puede ser causante de actitudes negativas que se proyecten hacia el colectivo

Una persona muy querida recuerda con una sonrisa que en cierta ocasión intentaba comprar un pantalón en un almacén mexicano y se encontró con la sorpresa de que no había su talla. Es muy alta y así como le ha costado conseguir quien baile con ella en las fiestas, también las pasa duras escogiendo vestimenta que se ajuste a su dimensión "jiráfica". "Es que aquí la mayoría somos chaparritos", la consoló la vendedora azteca. Muchos recordarán que la prensa francesa de farándula parecía disfrutar el chisme según el cual el expresidente francés Nicolás Sarkozy no aceptaba que en los actos protocolares lo escoltaran personas más altas que él. Tampoco es difícil cerciorarse de que, aunque ya no es primer mandatario, los tacones de sus zapatos son un poco más altos de lo normal en un caballero.  Se dice que, viendo que Napoleón no lograba alcanzar un libro de un estante, un general de su ejército quiso auxiliarlo diciéndole: "permítame, que soy más grande que usted". A lo que el gobernante galo respondió prestamente: "usted es más alto, no más grande que yo". Cada vez que lo ve doblarse para saludar a algunos personeros en actos públicos, mi tía Eloína se pregunta si el actual rey de España no será un candidato seguro a padecer escoliosis temprana.  

Todas son situaciones relacionadas con el asunto de cuánta distancia hay entre el suelo que pisamos y el tope de nuestra cabeza. Independientemente del hecho de que esto nada tenga que ver con aptitudes o destrezas ni que deba ser objeto de discriminación, es obvio que, sea cual sea, a veces se hace difícil alcanzar la estatura media que pueda complacer a todos por igual en todas las circunstancias. No siempre la gente está de acuerdo consigo misma y, según los sicólogos, esto pudiera acarrear complejos que desestabilicen su actuación y su conducta laboral, familiar o social en general. Algunos manuales añaden que la "pequeñez" afecta más a los caballeros, en tanto la altura excesiva suele ser más perturbadora para las damas.

Durante nuestro paso por la universidad conocimos casos ilustrativos para ambas situaciones. La chismografía institucional atribuía la soltería eterna de una profesora a su uno ochenta de altura, lo que además la había convertido en una  dama muy tímida y poco sonriente. En  el otro extremo se hablaba  del docente de pequeño formato que, también según los rumores, padecía eso que denominan el síndrome napoleónico. A la primera le resultaba harto complicado esconder lo que la distinguía del resto; sus únicos recursos eran vestir consuetudinariamente sandalias desprovistas de tacones y doblarse un poco hacia adelante. Esto malograba un poco su belleza (que verdaderamente la distinguía —hay que decirlo—), debido a que ya permitía percibir el nacimiento de una joroba en ascenso. El segundo tenía una aparente ventaja para camuflar,  aunque fuera parcialmente, la actitud de no aceptarse a sí mismo.  Buscaba "crecer" un poco más acudiendo a los botines (que en él parecían coturnos griegos), aparte de recargar su cabellera con un fijador que le permitiera unos centímetros de "elevación" a través del copete. Rememoraba para nosotros la historia del rey Luis XIV de Francia quien,—según la profesora de Literatura Española— preocupado por su pequeñez, presuntamente poco digna de un monarca, vestía sobre la cabeza un penacho que lo hiciera más alto.

Esto de la mayor o menor estatura es un tema difícil de digerir y ha sido más que explotado mediante la instauración publicitaria de ciertos estereotipos sociales: más alto-más exitoso, pero ni calvo ni con dos pelucas; menos alto-menos capaz para ciertos oficios, aunque a veces traiga también sus cosas positivas. Sin embargo, no siempre estos asuntos son tan nítidos como los hacen ver la publicidad, el cine, la tele y, lo más relevante, determinadas creencias sociopolíticas. Así como ha habido, hay y habrá personas pequeñas con unos cerebros y habilidades físicas envidiables; también han existido, existen y existirán otras que pueden ser altísimas pero con una notoria y más que visible escasez intelectual o muy deficitarias destrezas de otra naturaleza. Y viceversa. Nada que se diga sobre esto será definitivo jamás.

No obstante, el asunto se enmaraña cuando alguien, individualmente, asume que lo suyo no se compagina con los patrones sociales predominantes y complica su propia situación vital, asumiendo, por ejemplo,  actitudes que perturban a quienes los rodean o a la población en general. Lo expresan a menudo los siquiatras. En realidad, la actitud ideal debe ser aceptarte como eres. Sin embargo, si te acomplejas y no dañas a nadie, no pasa nada: alto o alta, te doblas o te agachas; baja o bajo, tú verás cómo subes y alcanzas lo que buscas.  Puesto que entra en la categoría de los de poco "centimetraje", mi parienta, suele tomárselo con filosofía de "pequeña saltamontes" y, como dice el adagio, asume la serenidad y conformidad de Juan Palomo: "yo me lo hago, yo me lo como". Pero, cuidado, si el síndrome napoleónico o el gigantismo conducen a desarrollar conductas recurrentemente defensivas, despóticas, insolentes, paranoicas, autoritarias y tiránicas hacia los demás, quien  padezca uno u otro entra en la categoría de los candidatos al diván o, en caso extremos, a la camisa de fuerza.





Señas de identidad (II): Edad




Después de cierta etapa, pocas personas están conformes con la fecha indicada en su partida de nacimiento y a veces hasta buscan modificarla a toda costa

El debate sobre la vida humana inagotable no pierde vigencia jamás. Entre quienes aspiran a ello, sobresalen algunos  fanáticos que curiosamente "morirían" para que sea una realidad. También hay detractores que consideran que se trata de charlatanería para entretener a la gente e impulsar todo un mercado de publicaciones, tratamientos o cualquier treta comercial que se relacione con el hecho y lo haga rentable. Se sabe que Google ha invertido millones de dólares en proyectos que alguna vez comprueben que la inmortalidad es posible. El ser humano anda detrás del milagro desde tiempos inmemoriales. Aboga ansiosamente por  la posibilidad de la vida perdurable, para siempre, sin límites;  añora la extinción de la muerte.

Nadie duda de que la edad, los años y el deterioro han sido un problema de recurrente debate en diversas sociedades. Es como un lugar común para todas las culturas. Hasta ahora, es obvio que el tiempo transcurre y que, con su paso inexorable, el cuerpo se va degradando; los órganos se hastían de desempeñar siempre la misma función y comienzan a "pasar aceite" como los motores de los automóviles; lentamente van perdiendo su capacidad hasta llegar a la inercia. Nadie se resigna y a buena parte de la humanidad le aterra la llegada de la decadencia y las disminuciones. Ser viejo, reconocer que poco a poco nos van invadiendo el deterioro y la pérdida de habilidades no es del gusto de nadie. En ese entorno, parece no tener sentido el dicho que reza "todo tiene su final". Nos negamos a pisar la raya amarilla que presagia nuestra partida al otro barrio. 
Tanto nos atormenta el hecho, que vivimos inventando subterfugios para esconder el envejecimiento cual mecanismo de alejamiento de la Parca. Cuando somos niños, nuestra más cara visualización es llegar a ser jóvenes o adultos; damos cualquier cosa por ganar autonomía de movimiento. Para nada nos preocupan los años. Si andamos en los siete, añoramos los quince o los dieciocho. Todavía en los veinte o treinta, nos sentimos a plenitud. Pero, ya pisando los cuarenta, aparece la cosquilla de las preocupaciones y las enferm-edad-es.

Entramos en la etapa de los inventos para disimularnos con afeites y subterfugios rejuvenecedores. Se inicia el ciclo de las pócimas y los tratamientos para detener las primeras señas de que, como en el tango, vamos "cuesta abajo en la rodada". Si detectamos las primeras "patas de gallina" en el rostro, comenzamos  devenir en gallos prestos para evitar la derrota. Aparecen los temores iniciales, por mucho que la publicidad nos haya enseñado que no se llaman arrugas sino "líneas de expresión". Desde la soledad de nuestras habitaciones, en aislamiento,  se refuerza la praxis de las mascarillas; la ejercitación y los ungüentos después del baño se vuelven una rutina. El florecimiento de las primeras canas es la señal inevitable para que los tintes comiencen a ser parte de nuestra rutina y regresemos a vestimentas que suponemos ayudan a disfrazar por fuera la procesión interna.  El marketing hace estragos con nuestros miedos y compramos cuanta cosa se promueva para evitar que cada día nos acose la fecha registrada en nuestra cédula de identidad. No es una conducta exclusiva de las damas, como suele creerse y publicitarse, pero al parecer a ellas las perturba un poco más.

En buena parte de los casos, el año de nacimiento se vuelve una declaración vergonzante. Asumimos como filosofía que a nadie le interesa cuántos veranos hemos visto pasar. De hallar una oportunidad propicia, posponemos la fecha natal en algunos documentos, sobre todo si sospechamos que habremos de mostrarlos públicamente. Mi tía Eloína, por ejemplo, es famosa en la familia, porque dejó de cumplir años desde hace varios lustros, cuando decidió ingresar en un lapso regresivo,  casi como el inicio de un "viaje a la semilla" (título que alude al hecho en un célebre cuento del escritor Alejo Carpentier).

Cada diciembre (mes de su alumbramiento) celebra que "descumple" y le da por archivar la ropa antigua para adoptar otra que a su juicio la haga ver más juvenil y al mismo tiempo le oculte los indicios del inevitable  y cada día más cercano "cierre de operaciones". Por supuesto que el resultado es ridículo, aunque ella no se entera, debido a que somos incapaces de decírselo.  A estas alturas, nadie de la familia sabe en qué año nació. Muy a pesar de que sus sobrinos ya sesentones  la estamos viendo desde que éramos niños de primaria y ella  una jovenzuela en estado de merecer, se niega recurrentemente a formar parte de eso que se llama la tercera edad. Según nuestros cálculos, debe andar por los ochenta y algo.


Sin embargo, está más que contenta en estos días, luego de haberse enterado por la tele de que la vejez es una "enfermedad curable". Ahora hemos logrado entender a cabalidad su punto de vista: el mal rollo con el asunto no es tanto el pavor al transcurso del tiempo como el hecho atávico de que ha comenzado a acortarse el lapso vital. "¡Por fin los años dejarán de pesarnos! ¡Ya de eso no me moriré!", la escuchamos gritar con alegría. Sin embargo, ante el llamado urgente del esfínter urinario (síntoma derivado de su provecta situación),  hubo de levantarse al baño y se perdió el final del programa. No se lo hemos contado para no sacarla de su colchón de optimismo, pero, aunque ella espera seguir viviendo para no perecer,  también se dijo que conseguir la sanación del supuesto mal que es el envejecimiento puede tomar por lo menos cincuenta años más. Es decir, si el milagro llegara a darse, ni siquiera para nosotros habrá vela en ese entierro.

Señas de identidad (I): Nombres y apellidos





No somos responsables de nuestro nombre de pila; tampoco eso incide en el urbanismo o parroquia donde vivimos ni en el sector social o ideológico del que formamos parte

De sus tiempos de adolescencia, mi tía Eloína recuerda que muchos de los habitantes de Los Puertos de Altagracia llevaban curiosos nombres asociados con diversos asuntos. La influencia de algunas compañías petroleras condujo a que muchos se llamaran Esso (y Essa), Chevrón o  Shella. No había desaparecido el atávico acto de honrar a los griegos y en diversas familias se podía encontrar un Telésforo, una Artemisa  o un Anacimandro.  Tampoco faltaban los fieles a la antiquísima tradición del santoral ( Santa Rita, Espíritu Santo) o a la anglofilia  ( Joe, Yona, William, Gudbay, Leritbí, Mileidi)  ni  la tendencia a la composición, que no es tan reciente como algunos creen (Orlimar, de Orlando y Marta; Beralci, de Bernarda y Alciro).  Para no decir nada de otros algo llamativos (Abdenago, Diubigildo, Awilda, Geofista). Y esto era (y sigue siendo) independiente de la condición social o económica del nominado; nada tenía que ver con que hubieran nacido con inclinación a ser de izquierda radical, de izquierda "aderechada" o de derecha izquierdosa; que fueran católicos o protestantes, agnósticos, sectarios o fanáticos; que estuvieran destinados a vivir en el este o en el oeste del pueblo. Asumir que el nombre de una persona contiene las marcas de su futuro destino social, económico o ideológico, de si será rico o pobre, fascista, pacifista o terrorista (para usar palabras de moda), implica un profundo desprecio por el ser humano. Conlleva lo que se denomina ignorancia supina: la negligencia a aprender sobre algunas cosas antes de ponerse a comentar o escribir acerca de ellas.

Antroponimia se llama la rama de la onomástica que estudia los nombres y los apellidos de las personas.  Los seres humanos utilizamos el recurso de poner a los  hijos una marca identitaria que los diferencie de los demás. El modo como alguien decide que sea nombrado un descendiente es responsabilidad de ambos progenitores, de uno de ellos o de quienes, por alguna razón, ocupen su lugar. Con el apellido no hay escapatoria posible: nadie seleccionará cuál asignar; viene dado por la filiación del padre, la madre , o ambos; o por quien(es) declare(n) serlo.  Al contrario, si no estuviéramos  conformes con el nombre que nos correspondió,  existe en algunos países la posibilidad legal de cambiárnoslo. Sin embargo, aunque se dan casos, no es usual que una vez que llegamos a la mayoría de edad, tomemos la decisión de sustituirlo. A veces, por diversos motivos, buscamos que pase inadvertido para el común de la gente, sea a través de lo que se llama un hipocorístico (nombre o apodo cariñoso), sea mediante alguna otra estratagema con la que logremos que nos llamen de otra manera. Por esa vía, Emerenciana pasa a ser Mere;  Petronila, Petra; Anastasio, Tacho o Desiderio, Yeyo. No obstante, en la mayoría de los casos, el nombre se queda con quien lo ha recibido; será compañero inseparable para el resto de la vida.

Que se sepa, nadie nomina de mala fe a un hijo o hija; siempre hay detrás una intención que se supone buena de parte de quien lo ha seleccionado. Así, desde que comenzamos a tener razón de ser,  lo acogemos; nos sumergimos tanto en su contenido que terminamos asumiéndolo como parte de lo que somos. Va en los documentos con los que se nos identifica; nos acompaña a todas partes.  Nos gusta escucharlo cuando otros lo invocan; nos agrada que lo pronuncien cuando se dirigen a nosotros. A pocas personas les satisfaría que, en medio de una charla, las aludan como "este" o "esta". Habrá muchos otros que se llamen igual que yo —eso es verdad—, pero el o los nombres y  la asociación con lo que somos termina(n) volviéndose un todo indivisible, una entidad única cuya extinción solo se da con la muerte.  También caemos a veces en la tentación de garantizar su permanencia más allá del propio ciclo vital; asignándolo a nuestros hijos o nietos (si los padres lo permiten, por supuesto), o celebrando que alguien más lo use para algún descendiente. Este principio está basado en la necesidad ancestral de hacer que permanezca lo que un especialista en publicidad llamaría la "marca de fábrica" familiar.


Como no tenemos la culpa de llamarnos como nos llamamos, tampoco tiene que ver eso con la manera en que pensamos ni con el espacio o los espacios en los que habremos de habitar, trabajar o tener momentos de esparcimiento. El hecho de que, durante el acto de presentación ante las autoridades civiles, se decida que de ese momento en adelante llevaremos el apelativo de Alejandra, Wuilly, Plutarco o Percusia poco tendrá que ver con la cosmovisión que  posteriormente nos formemos para explicar(nos) nuestro modo de ver el mundo y la forma en que consideramos debe organizarse la sociedad. Eso de que si el nombre de una persona  es Yunáiker  o Gensimis estará condenada de por vida a formar parte de los estratos menos favorecidos no pasa de ser una simpleza generada  por la ignorancia sobre lo que significa la genealogía. Lo mismo aplicaría si alguien opinase que, por llevar nombres anglófilos  como Máikel, Richard o Jacqueline, sus portadores nacieron marcados para coincidir con quienes asumen la supuesta derecha como línea ideológica. Tampoco Lenín, Estalin o Kruskaia garantizan futuras posturas de izquierda radical.