Por mucha riqueza de vocabulario que se haya
cultivado, la tercera edad pone a las personas a hablar de dolencias y
“sexolescencias”
“Siempre es más fácil que
a uno lo acepten por loco que por viejo”
Adriano González León (Viejo, 1994)
Dicen los
especialistas en lingüística que de los componentes de un idioma, el que más se
modifica en el tiempo es el léxico. Y debe ser así porque se va adaptando a las
circunstancias sociales e históricas y a las distintas edades de las personas.
Si bien la sintaxis es muy importante en varios aspectos, el vocabulario es el
río más caudaloso que tenemos para conectarnos con la realidad. Es el mundo
convertido en significados. En la medida en que el medio y las etapas de la
vida cambian, la gente va ajustando su repertorio. “Eres lo que tu lenguaje
muestra que eres”, reza un viejo adagio que siempre tienen presente quienes se
ocupan de los vaivenes y laberintos idiomáticos. Dicho de otro modo, por sus términos
(cotidianos o domingueros, no importa) conocerás
a tu interlocutor. Con tus manifestaciones verbales puedes sorprender a los
otros, pero también puedes decepcionarlos. Sin embargo, lo más importante es que nuestro inventario de vocablos se va ajustando
a las etapas tardías de la vida, pero, paradójicamente y aunque no sea
realmente así, en la charla cotidiana este pareciera ir reduciéndose.
Además de restringirse
y, hasta cierto punto, simplificarse, varía en la misma medida en que los años
pasan y van pesando más sobre nosotros. Un campo léxico está constituido por un
conjunto de palabras que guardan alguna relación semántica entre ellas y, por
lo general, apuntan hacia una misma línea temática. No son iguales los campos de interés lingüístico relativos, por
ejemplo, a los adolescentes que los de una persona ya entrada en la
adultez o las expresiones más habituales
en alguien que ya ha ingresado a ese eufemismo denominado tercera edad. Eufemismo,
porque, más que la tercera es casi la última o, por lo menos, la penúltima. Cuando
llegamos a ella, comenzamos a dudar del adagio que reza “a la tercera va la
vencida”. Después de que nos internamos en ese límite cambian muchas cosas en
nuestra conversación y organismo. Las relaciones familiares, sociales y
laborales son muy distintas; ocupan esferas diferentes y es natural que con
ello cambien también las voces que usualmente utilizamos para comunicarnos con
los otros. “Deja que hable y te la digo”, suele decir mi tía Eloína cada vez
que le preguntamos por la edad que puede tener un fulano o una zutana.
Y no le falta
razón. Cuando somos ya adultos pero todavía jóvenes, vigorosos y dispuestos a
comernos el mundo, nuestros campos lexicales de interés son ricos en matices.
También dejamos atrás mucho vocabulario de la niñez y la adolescencia para
ingresar en otros espacios verbales. No es extraño, por ejemplo, que una pareja
de jóvenes padres primerizos utilice con frecuencia vocablos como “pañal”, “biberón” (o su sinónimo más
popular, “tetero”), “leche” y, desde otra perspectiva, “cólico”, “sonrisa”, “sueño”
(porque con un bebé pequeño no eres tú quien decide cuándo dormir). No importa que, de momento y en Venezuela, los
referentes de algunos de los primeros estén desaparecidos del mercado y ello
las haga parecer arcaísmos. Eso es circunstancial.
Y es que nuestro lenguaje se mueve al ritmo de la vida
y las circunstancias vitales. No hay dama cincuentona que, por mucho que
las evada, no recurra de vez en cuando a
voces como “gorda” o “gordura”, “tinte”
(de cabello), “ginecólogo”, “menopausia”,
y (en consecuencia) “calor”. Del mismo modo que “urólogo” “próstata”, “calcio”, “eyaculación” (precoz), “erección”
(fallida o insuficiente), “antígeno”… podrían escucharse en conversaciones de
hombres sexalescentes. Y esto sin olvidar el léxico compartido por ambos
géneros: “alma”(-naque), “colesterol”, “triglicéridos”, “tensión” (alta o
baja), “glicemia”, “médico-a”, “madurez”, “experiencia”, “consejo”, “dolor” (de
cintura, de cabeza, de piernas), “viejo-a”, “tableta” (o “pastilla”), “medicina”,
etc.
Puede resultar
curioso pero durante eso que otros califican como la “edad serena” o la etapa
de la “placidez y la reflexión” para referirse a los sesentones o más arriba, se
va reduciendo el vocabulario hasta casi concentrarlo en dos campos léxicos muy
particulares: el de las enfermedades o medicamentos y el de las relaciones o
implicaciones sexuales. Dice mi parienta que cuando se es joven se practica el sexo, mas cuando llegamos a viejos lo
“charlamos”. Lo que significa que
dicha fase tiene mucho
menos de serenidad y de placidez de lo que piensan los gerontólogos. Y si de
reflexión hablamos, pues sí, se discurre bastante pero sobre las ventajas de la
juventud ya ida. Después de los sesenta,
si algún día no te duele algo es porque ya te has acostumbrado. Todo esto
recuerda un pensamiento del escritor español Francisco de Quevedo, quien,
palabras más, palabras menos, dijo alguna vez que todos deseamos llegar a
viejos pero, directa o indirectamente, casi siempre negamos haber llegado.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario