Sin que tenga nada contra ninguna
lengua en particular y sin ser purista recalcitrante, mi tía Eloína sugiere
mayor recato con algunas innecesarias expresiones en inglés
Existen en
todo el mundo legiones de hablantes que consideran al inglés como la panacea de toda civilización venida y por
venir: ¡la purísima madre de todas las lenguas! La suponen una especie de “lingua franca”, expresión que se utiliza
para referirse a algunos idiomas o variantes dialectales que hacen de “puente
común” en comunidades multilingües. Nada tiene mi tía Eloína en contra de
la lengua “imperial” como vehículo de cultura; no es de las que se ocupan de rechazarla por rechazarla.
Pero de ahí a considerarla la reina de la globalización hay una diferencia
notable.
Una cosa
es formar parte de un mundo indiscutiblemente globalizado, hecho reforzado a
partir del surgimiento de la Internet (innegable, indetenible, inevitable), y
otra muy diferente la tendencia hacia lo que pudiéramos llamar ANGLOBALIZACIÓN.
Todavía sorprende, por ejemplo, que en algunas zonas de la tan castiza península
ibérica se aluda a las tarjetas de Navidad como “crismas” y se hable de
viviendas o urbanizaciones de “alto estanding” y de máquinas de “vending” (para
aludir a las expendedoras automáticas de refrescos y chucherías).
En el caso de Venezuela, produce cierto
escozor escuchar a colegas, a comunicadores, a estudiantes e incluso profesores
que, buscando una pronunciación lo más ajustada posible a los requerimientos
entonativos del inglés estadounidense se esfuerzan por decir “tuírer” (aludiendo al Twitter), ejecutando un retorcimiento
de la lengua que amenaza con ensalivar el entorno de la conversación. Nada digo
de otras pronunciaciones un tanto más ridículas, tales como “tuítaar” y
“tuíterrr”. Tuíter y ya. Si no, deberían ser coherentes y malpronunciar “Couca-Coula”.
También
preocupa a mi parienta el modo como ciertos
hablantes públicos ridiculizan algunas expresiones provenientes del la lengua
de Shakespeare, “espanglishándolas” de tal modo que recurrentemente solo le
agregan leña al fogón de las confusiones. Una de ellas es la recurrente
palabrita underscore, para hacer
referencia a esa pequeña línea horizontal que a veces se utiliza,
principalmente en ámbitos informáticos, con el propósito de “subrayar” un
espacio en blanco o unir en su base dos palabras (“_”). No se cansa uno de oír a locutores o conductores de programas
de la tele que, buscando parecer más cultos de lo que realmente son, se afanan
en diversas pronunciaciones como “ánderescor”, “underescore”, “ónderéscorrr”,
entre otras. Sin olvidar a los que tratando de acercarse a alguna posibilidad
del español ponen una torta similar mediante supuestas traducciones como
“rayita de piso”, “piso”, “barra-piso”, “barra baja”, etc.
Parece un
manera peculiar de complicarse la vida y querer apostar a la sabiduría máxima,
cuando sería tan sencillo hablar de un “guion bajo” (como aparece en la Ortografía académica), “guion inferior”
o “guion de subrayado”, entre otras posibilidades (y, para ponernos al
día, “guion” sin tilde, por favor). Se
trata de ese pequeño signo que se ha desplazado desde la posición media, donde
ha cumplido tradicionalmente otras importantes funciones escriturales, hasta el
borde inferior de la línea. No es una “barra”; la barra es distinta y alude a
ese otro referente al que algunos se empeñan en denominar y pronunciar “eslash”.
Una barra puede mantenerse en su forma totalmente vertical o inclinarse un poco,
a la derecha o a la izquierda, cuando la necesidad de uso lo precisa ( | , /, \
), pero no por ello deja de ser una B-A-RR-A
para devenir en un(a) “eslash”. Cuando se usa inclinada a la derecha, hay
quienes prefieren llamarla diagonal; si, por el contrario, se arrima hacia la
izquierda, podría llamarse “barra invertida”, “contrabarra” o “antibarra”. Cuando es totalmente vertical ( | ), se llama
“pleca”. Es decir, aunque no siempre es
así, el español nos ofrece todas las alternativas para dejar de nominarla en
inglés.
No podemos
olvidarnos tampoco de quienes, por una parte, pronuncian cibernética
y ciberespacio, pero, por la otra, parecieran torcer la vocal
“i” de la primera sílaba cuando aluden a un “sáibercafé” o
sencillamente a un “sáiber”.
Algo luce aquí contradictorio. Inciden en esto asuntos ideológicos relacionados
con el valor social de las expresiones. Ciertos
“anglobalizados” fanáticos parecieran sentirse más cerca del cielo cuando
practican estas extrañas maneras de comportarse lingüísticamente y arguyen
aborrecer, por ejemplo, la vulgar “torta
de queso”, pero idolatran la “chiskeik”. El español les ofrece la misma
oportunidad de lucirse pero parecieran rechazarla por extraños motivos.
Lo
perjudicial de esta situación es que los
hablantes comunes, los que no tienen acceso a los medios masivos de
comunicación, terminan repitiendo lo que escuchan de aquellos que, a veces sin
saberlo, actúan como modelos de habla pública. Sin embargo, no se trata de
llegar a los extremos de un tozudo vecino nuestro que alguna vez nos aseguraba
ser adicto a una bebida escocesa cuya “marca” —según él— es “Juancito el caminador”. Se refería al
güisqui Johnnie Walker, que es una denominación comercial y no hay por qué
traducirla, aunque no faltará algún refistolero que llegue a figurarse que si
es envasado en el país, debería escribirse “güisqui” (cuasi sinónimo de
“gasolina”), para diferenciarlo del whisky
escocés (es decir, el “beri séim” o “the próuper uan”). Quien habla para dirigirse a grandes
audiencias debe cuidarse de sus expresiones porque con la misma lengua que mide
será medido. Una cosa es la innegable globalización del mundo contemporáneo y
la importancia del inglés, entre otros idiomas, naturalmente, y otra muy
diferente la subyacente anglobalización
a la que aspiran algunos “habladores de pepas”, como llaman en Trujillo a los
fanfarrones.
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