El cuento El
inquieto anacobero no fue censurado en la Venezuela de 1976 por las
escatologías sino por otra historia solapada en su argumento
Salvador
Garmendia tenía 48 años en 1976, año en que uno de sus más relevantes cuentos dio
un salto, desde las páginas del diario El
Nacional hacia los expedientes del Juzgado Segundo de Primera Instancia en
lo Penal. Ya Garmendia disfrutaba de una merecida fama como novelista, cuentista
y libretista de televisión, cuando el Bloque de Prensa Venezolano incoó una
demanda en su contra y lo catalogó casi como un “atrevido delincuente
literario”; es decir, alguien que valiéndose de la ficción, incurría en la
falta de mostrarle a la sociedad uno de sus rostros más degradados y
degradantes.
A
decir verdad, en el ambiente de la crítica literaria (que nada tiene que ver
con los redundantes galimatías jurídicos) nunca se conoció la verdadera causa
de aquel acontecimiento. Los motivos podían ser diversos, pero se limitaban a
tres posibilidades: una, la recurrencia en el texto de ciertas palabras que
todavía eran consideradas escatológicas; dos, el reconcomio de algunas viudas del
sobreviviente perezjimenismo (que no se esfumó en 1958, al caer su
tótem, Marcos Evangelista Pérez Jiménez) y, tres, las acerbas y solapadas
alusiones antimilitaristas que el relato contenía. Digamos que lo único que en
aquel tiempo podía presagiarse era que
el cuento había nacido para ser un clásico. La más publicitada y esgrimida por
los medios fue la primera causa; sin embargo, la sospecha de mi tía Eloína iba más bien por la tercera posibilidad: la
reacción de la cúpula militar mandante del momento, disgustada debido a que uno
de los personajes más importantes de la historia era un generalote pervertido,
aficionado al “meretricismo”, borracho, parrandero y jugador.
No
hay que ser muy creativo para darse cuenta de que Garmendia no escenificaba
nada nuevo ni distinto de lo que ya estábamos cansados de leer en la literatura
latinoamericana. Pero lo había hecho en una Venezuela en la que, aunque se
argumentara que vivíamos en una democracia, la influencia de la milicia,
solapada y escondida bajo el manto del respeto a los civiles, seguía siendo una realidad; hecho además reiterado
a lo largo de la historia “republicana” de varios países del continente.
El
relato se titula El inquieto anacobero. La acusación aludía a algunas palabrejas
de esas que no pueden expresarse en público, debido a que, en teoría, atentan contra el pudor y la estabilidad
emocional de la gente. Como ya en otra duda anterior nos hemos referido a
esto de las supuestas “malas palabras” del cuento (http://barreralinares.blogspot.com/2015/05/el-inquieto-anacobero.html),
quedémonos ahora en la actuación del milico, personaje más importante de lo que
parece, aunque, gracias al título, la
atención se haya desviado hacia el cantante puertorriqueño Daniel Santos. Es esa
parte de la historia la que podría haber servido de espejo a quienes, en esos
años, desde el uniforme verde oliva que vestían, se miraron en ella. Resumo: un
reconocido y sospechoso hotel en el que ocurre una buena parte de las escenas
del cuento se llama nada menos que Tiuna, igual que un importante recinto
castrense de la capital. Leamos la manera como lo presenta el narrador:
A la hora que tú llegaras al Tiuna, ahí
estaba el General, entrando, saliendo, discutiendo, jugando dominó, jugando
póker… Se había vuelto loco con Miss Panamá [la Tamborito] y no la desamparaba
ni un momento. A las siete de la mañana se aparecía en el hotel con un ramo de
flores y si tú pasabas al mediodía lo veías en el bar con la guerrera abierta y
una pistola en la cintura, rajando whisky como con veinte tipos que se lo
vivían.
(…)
El General brindaba con champaña a
todas las mujeres del show y al mes ya estaba medio loco con aquel chaparrón de
carne que le caía encima todas las noches.
Lo apodaban Cucurucho, mote con el que
alguna vez su esposa lo avergonzó, repitiéndoselo y gritando hasta ridiculizarlo,
al descubrirlo con la Tamborito. Se decía que, protegido por el rango, aquel
hombre era capaz de disparar al que le recordase el apodo. Sin embargo, aunque
esto parecía enardecerlo, más le alborotaba la gorra el que la dama de la que
estaba enamorado cumpliera “su labor” con otros.
Se
rumoraba que, amparado también en el uniforme, en el cargo que desempeñaba y,
tal vez, —agrega mi parienta— en sus relaciones con el gobierno y la justicia
de turno, “había comprado abogados y demás para que lo divorciaran en un mes…”.
En su delirio aspiraba a casarse con la prostituta. Alguna vez los celos lo
condujeron a demostrar que no amenazaba en vano. Y también a que se apreciara su
“pericia” en el uso del arma de reglamento. Ocurrió al cerciorase de que “su chica” estaba encamada con un chulo de
medio pelo (el negrito Happy). No vaciló el envalentonado oficial en echar la
puerta abajo y vaciar su pistola sobre la humanidad de aquel hombre indefenso...
Indefenso y sortario, porque, gracias a la “destreza” de quien había disparado,
ninguno de los tiros impactó sobre el cuerpo de la víctima. ¡Con qué maestría
había diseñado Salvador Garmendia su
cuento-espejo para la posteridad!
Addenda: el recordatorio de este
magnífico relato ha vuelto de nuevo a la memoria de mi parienta, gracias a una
publicación que hizo el año pasado la editorial Fundavag: tres tomos
contentivos de los 304 cuentos que Salvador Garmendia escribió durante su
trayectoria de narrador. Se titula Cuentos
completos (2016). De dicha publicación comentaremos
en una venidera duda melódica.
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