jueves, julio 27, 2017

Cuentos que son espejos (V): Garmendia y su personaje verde oliva





 El cuento El inquieto anacobero no fue censurado en la Venezuela de 1976 por las escatologías sino por otra historia solapada en su argumento


Salvador Garmendia tenía 48 años en 1976, año en que uno de sus más relevantes cuentos dio un salto, desde las páginas del diario El Nacional hacia los expedientes del Juzgado Segundo de Primera Instancia en lo Penal. Ya Garmendia disfrutaba de una merecida fama como novelista, cuentista y libretista de televisión, cuando el Bloque de Prensa Venezolano incoó una demanda en su contra y lo catalogó casi como un “atrevido delincuente literario”; es decir, alguien que valiéndose de la ficción, incurría en la falta de mostrarle a la sociedad uno de sus rostros más degradados y degradantes.

A decir verdad, en el ambiente de la crítica literaria (que nada tiene que ver con los redundantes galimatías jurídicos) nunca se conoció la verdadera causa de aquel acontecimiento. Los motivos podían ser diversos, pero se limitaban a tres posibilidades: una, la recurrencia en el texto de ciertas palabras que todavía eran consideradas escatológicas; dos, el reconcomio de algunas  viudas del  sobreviviente perezjimenismo (que no se esfumó en 1958, al caer su tótem, Marcos Evangelista Pérez Jiménez) y, tres, las acerbas y solapadas alusiones antimilitaristas que el relato contenía. Digamos que lo único que en aquel tiempo podía presagiarse era  que el cuento había nacido para ser un clásico. La más publicitada y esgrimida por los medios fue la primera causa; sin embargo, la sospecha de mi tía Eloína iba más bien por la tercera posibilidad: la reacción de la cúpula militar mandante del momento, disgustada debido a que uno de los personajes más importantes de la historia era un generalote pervertido, aficionado al “meretricismo”, borracho, parrandero y jugador.

No hay que ser muy creativo para darse cuenta de que Garmendia no escenificaba nada nuevo ni distinto de lo que ya estábamos cansados de leer en la literatura latinoamericana. Pero lo había hecho en una Venezuela en la que, aunque se argumentara que vivíamos en una democracia, la influencia de la milicia, solapada y escondida bajo el manto del respeto a los civiles,  seguía siendo una realidad; hecho además reiterado a lo largo de la historia “republicana” de varios  países del continente.

El relato se titula El inquieto anacobero. La acusación aludía a algunas palabrejas de esas que no pueden expresarse en público, debido a que, en teoría,  atentan contra el pudor y la estabilidad emocional de la gente. Como ya en otra duda anterior nos hemos referido a esto de las supuestas “malas palabras” del cuento (http://barreralinares.blogspot.com/2015/05/el-inquieto-anacobero.html), quedémonos ahora en la actuación del milico, personaje más importante de lo que parece, aunque, gracias al título,  la atención se haya desviado hacia el cantante puertorriqueño Daniel Santos. Es esa parte de la historia la que podría haber servido de espejo a quienes, en esos años, desde el uniforme verde oliva que vestían, se miraron en ella. Resumo: un reconocido y sospechoso hotel en el que ocurre una buena parte de las escenas del cuento se llama nada menos que Tiuna, igual que un importante recinto castrense de la capital. Leamos la manera como lo presenta el narrador:

A la hora que tú llegaras al Tiuna, ahí estaba el General, entrando, saliendo, discutiendo, jugando dominó, jugando póker… Se había vuelto loco con Miss Panamá [la Tamborito] y no la desamparaba ni un momento. A las siete de la mañana se aparecía en el hotel con un ramo de flores y si tú pasabas al mediodía lo veías en el bar con la guerrera abierta y una pistola en la cintura, rajando whisky como con veinte tipos que se lo vivían.
(…)
El General brindaba con champaña a todas las mujeres del show y al mes ya estaba medio loco con aquel chaparrón de carne que le caía encima todas las noches.

Lo apodaban Cucurucho, mote con el que alguna vez su esposa lo avergonzó, repitiéndoselo y gritando hasta ridiculizarlo, al descubrirlo con la Tamborito. Se decía que, protegido por el rango, aquel hombre era capaz de disparar al que le recordase el apodo. Sin embargo, aunque esto parecía enardecerlo, más le alborotaba la gorra el que la dama de la que estaba enamorado cumpliera “su labor” con otros.

Se rumoraba que, amparado también en el uniforme, en el cargo que desempeñaba y, tal vez, —agrega mi parienta— en sus relaciones con el gobierno y la justicia de turno, “había comprado abogados y demás para que lo divorciaran en un mes…”. En su delirio aspiraba a casarse con la prostituta. Alguna vez los celos lo condujeron a demostrar que no amenazaba en vano. Y también a que se apreciara su “pericia” en el uso del arma de reglamento. Ocurrió al cerciorase de que  “su chica” estaba encamada con un chulo de medio pelo (el negrito Happy). No vaciló el envalentonado oficial en echar la puerta abajo y vaciar su pistola sobre la humanidad de aquel hombre indefenso... Indefenso y sortario, porque, gracias a la “destreza” de quien había disparado, ninguno de los tiros impactó sobre el cuerpo de la víctima. ¡Con qué maestría había diseñado Salvador  Garmendia su cuento-espejo para la posteridad!


Addenda: el recordatorio de este magnífico relato ha vuelto de nuevo a la memoria de mi parienta, gracias a una publicación que hizo el año pasado la editorial Fundavag: tres tomos contentivos de los 304 cuentos que Salvador Garmendia escribió durante su trayectoria de narrador. Se titula Cuentos completos (2016). De dicha publicación comentaremos en una venidera duda melódica.

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