Elisa Lerner es una leyenda de nuestra prosa que casi
siempre se ha hecho la trujillana para pasar inadvertida. Su tono de charla es
bajito y pausado; su escritura, contundente y luminosa
Un jurado constituido por Salvador Garmendia,
Eda Armas, Ana Teresa Torres, Eugenio Montejo y el sobrino de Eloína tuvimos a
mediados del año 2000 el privilegio de otorgar a doña Elisa Lerner Nagler el
Premio Nacional de Literatura. Recurrentemente me precio de “chapear” con esa
actividad, no solamente por ese “equipo A” con el que me correspondió este
honor, sino también porque considero que ha
sido ese uno de los últimos galardones de esta naturaleza que se otorgó con
absoluta ajenidad de otros factores poco ortodoxos y a veces no necesariamente
literarios. Solo nos movió el hecho de que Elisa había sido y seguiría
siendo una luz y una obra permanente en nuestra escritura. Aunque es autora de
varias piezas dramáticas que con mucha razón
ya son consideradas clásicos de nuestro teatro (por ejemplo, En
el vasto silencio de Manhattan, 1961, y
Vida con mamá, 1976)
y una novela (De muerte lenta, 2006),
Lerner ha sido una muy destacada prosista en otros terrenos; es una cultivadora
recurrente y pertinaz de un tipo de escritura que algunos dejan fuera de la
estética literaria y otros confinan
estrictamente al periodismo: la crónica.
Elisa es una leyenda de nuestras letras que
casi siempre se ha hecho la trujillana para pasar inadvertida. Su tono de
charla es bajito y pausado; su escritura, contundente y luminosa. Con el mismo Salvador
Garmendia, con Adriano González León y con Rodolfo Izaguirre, entre otros, formó
parte del célebre grupo Sardio (1955-1961) y se fajó decididamente contra la
dictadura perezjimenista. Sin desconocer que hubiese otras damas cercanas a ese
grupo literario-político, alguna vez dijo mi parienta que la señora Lerner lucía dentro de él como una esplendorosa isla rodeada
de caballeros por todas partes. Lo mismo le ocurriría a finales de los años
setenta del siglo pasado, como integrante de la muy bien recodada revista El sádico ilustrado. Durante casi
cincuenta años de actividad literaria, esta dama ha demostrado más de una vez
su firmeza y sus convicciones tanto en lo ideológico como en lo literario.
En este último campo ha sido defensora
confesa y recurrente practicante de la crónica como parte de la literatura de
creación. La considera con autonomía propia y suele diferenciarla de lo que
denomina con mucho acierto el “ensayo-tarima” (aquel que se escribe desde las
alturas, observando a los lectores como gallina que mira sal —el juicio es mío,
que suelo ser deslenguado; no de ella, que jamás parece perder la elegancia y
la compostura—). Respecto de ello, ha dicho alguna vez que “un escritor no
puede ser un gran novelista si no es un gran cronista”. Para abofetear a
quienes consideran que la crónica no es propiamente un género sino un
“generito” y para hacer coincidir la prédica con la acción, su ya legendaria
carrera literaria acumula un extenso inventario de casi ciento noventa piezas,
incluidas en unos cinco volúmenes (desde 1969 hasta 2016). La última compilación,
o mejor la compilación de las compilaciones, ha sido recientemente puesta en
circulación por la editorial Madera fina. Se titula Así que pasen cien años. Crónicas reunidas (2016). Se trata de una especie de botica o antigua farmacia-bodega-pulpería-quincalla-bazar
en la que el lector es invitado a ingresar por la puerta que más le complazca:
desde el cine hasta las telenovelas, pasando por las historietas, la poesía, la
narrativa, la gastronomía, la cultura judía, la plástica… Casi podría
catalogarse este libro como un tesauro en su sentido etimológico literal de
“tesoro”; un pozo con mucho fondo,
repleto de cuanto tema fue pasando por la vida de la autora y tocando su sensibilidad,
escritos todos con esa donosura que la caracteriza.
Así que pasen cien años toma su título
general de otro texto contenido en el libro que, a su vez, —como bien aclara Rodrigo Blanco Calderón en
el prólogo— evoca y hace un merecido guiño a una pieza
dramática de Federico García Lorca (Así
que pasen cinco años, 1931). Esa crónica, la más extensa del libro, es
precisamente por la cual sugerimos comenzar la lectura del volumen. Quizá le
siga en longitud, otra que viene agregada como separata: “Venezolanos de hoy en
día: del silencio posgomecista al ruido mayamero”. Ambas serán el auténtico
abreboca que permita entrar en la
totalidad del modo delicadísimo y preciso de la autora para tratar cualquier
tema: un recorrido por casi todo el
siglo XX que retrata al país que hemos
sido y vislumbra entre líneas el que seremos, e incluso asoma muchas veces por
qué somos como somos. Vale la pena acercarse a este volumen. Allí se
encontrarán razones de sobra para determinar el motivo por el cual Elisa Lerner
mereció, entre otros lauros, el Premio Nacional de Literatura y la elección en
2014 como miembro honorario de la Academia Venezolana de la Lengua.
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