Después de cierta etapa, pocas personas están conformes con la fecha
indicada en su partida de nacimiento y a veces hasta buscan modificarla a toda
costa
El debate sobre la vida humana inagotable no
pierde vigencia jamás. Entre quienes aspiran a ello, sobresalen algunos fanáticos que curiosamente
"morirían" para que sea una realidad. También hay detractores que
consideran que se trata de charlatanería para entretener a la gente e impulsar
todo un mercado de publicaciones, tratamientos o cualquier treta comercial que
se relacione con el hecho y lo haga rentable. Se sabe que Google ha invertido
millones de dólares en proyectos que alguna vez comprueben que la inmortalidad
es posible. El ser humano anda detrás del milagro desde tiempos inmemoriales. Aboga ansiosamente por la posibilidad de la vida perdurable, para
siempre, sin límites; añora la extinción
de la muerte.
Nadie duda de que la edad, los años y el
deterioro han sido un problema de recurrente debate en diversas sociedades. Es
como un lugar común para todas las culturas. Hasta ahora, es obvio que el tiempo transcurre y que, con su paso
inexorable, el cuerpo se va degradando; los órganos se hastían de desempeñar siempre
la misma función y comienzan a "pasar aceite" como los motores de los
automóviles; lentamente van perdiendo su capacidad hasta llegar a la
inercia. Nadie se resigna y a buena parte de la humanidad le aterra la llegada
de la decadencia y las disminuciones. Ser viejo, reconocer que poco a poco nos
van invadiendo el deterioro y la pérdida de habilidades no es del gusto de
nadie. En ese entorno, parece no tener sentido el dicho que reza "todo
tiene su final". Nos negamos a pisar la raya amarilla que presagia nuestra
partida al otro barrio.
Tanto nos atormenta el hecho, que vivimos
inventando subterfugios para esconder el envejecimiento cual mecanismo de
alejamiento de la Parca. Cuando somos niños, nuestra más cara visualización es
llegar a ser jóvenes o adultos; damos cualquier cosa por ganar autonomía de movimiento.
Para nada nos preocupan los años. Si andamos en los siete, añoramos los quince
o los dieciocho. Todavía en los veinte o treinta, nos sentimos a plenitud.
Pero, ya pisando los cuarenta, aparece la cosquilla de las preocupaciones y las
enferm-edad-es.
Entramos en la etapa
de los inventos para disimularnos con afeites y subterfugios rejuvenecedores.
Se inicia el ciclo de las pócimas y los tratamientos para detener las primeras
señas de que, como en el tango, vamos "cuesta abajo en la rodada". Si detectamos las primeras "patas
de gallina" en el rostro, comenzamos
devenir en gallos prestos para evitar la derrota. Aparecen los temores
iniciales, por mucho que la publicidad nos haya enseñado que no se llaman
arrugas sino "líneas de expresión". Desde la soledad de nuestras
habitaciones, en aislamiento, se
refuerza la praxis de las mascarillas; la ejercitación y los ungüentos después
del baño se vuelven una rutina. El florecimiento de las primeras canas es la
señal inevitable para que los tintes comiencen a ser parte de nuestra rutina y
regresemos a vestimentas que suponemos ayudan a disfrazar por fuera la
procesión interna. El marketing hace estragos con nuestros
miedos y compramos cuanta cosa se promueva para evitar que cada día nos acose
la fecha registrada en nuestra cédula de identidad. No es una conducta
exclusiva de las damas, como suele creerse y publicitarse, pero al parecer a
ellas las perturba un poco más.
En buena parte de los casos, el año de
nacimiento se vuelve una declaración vergonzante. Asumimos como filosofía que a
nadie le interesa cuántos veranos hemos visto pasar. De hallar una oportunidad
propicia, posponemos la fecha natal en algunos documentos, sobre todo si
sospechamos que habremos de mostrarlos públicamente. Mi tía Eloína, por ejemplo, es famosa en la familia, porque dejó de
cumplir años desde hace varios lustros, cuando decidió ingresar en un lapso
regresivo, casi como el inicio de un
"viaje a la semilla" (título que alude al hecho en un célebre cuento
del escritor Alejo Carpentier).
Cada diciembre (mes de su alumbramiento)
celebra que "descumple" y le da por archivar la ropa antigua para
adoptar otra que a su juicio la haga ver más juvenil y al mismo tiempo le
oculte los indicios del inevitable y
cada día más cercano "cierre de operaciones". Por supuesto que el
resultado es ridículo, aunque ella no se entera, debido a que somos incapaces
de decírselo. A estas alturas, nadie de
la familia sabe en qué año nació. Muy a pesar de que sus sobrinos ya
sesentones la estamos viendo desde que
éramos niños de primaria y ella una
jovenzuela en estado de merecer, se niega recurrentemente a formar parte de eso
que se llama la tercera edad. Según nuestros cálculos, debe andar por los
ochenta y algo.
Sin embargo, está más que contenta en estos
días, luego de haberse enterado por la tele de que la vejez es una
"enfermedad curable". Ahora hemos logrado entender a cabalidad su
punto de vista: el mal rollo con el
asunto no es tanto el pavor al transcurso del tiempo como el hecho atávico de
que ha comenzado a acortarse el lapso vital. "¡Por fin los años
dejarán de pesarnos! ¡Ya de eso no me moriré!", la escuchamos gritar con
alegría. Sin embargo, ante el llamado urgente del esfínter urinario (síntoma
derivado de su provecta situación), hubo
de levantarse al baño y se perdió el final del programa. No se lo hemos contado
para no sacarla de su colchón de optimismo, pero, aunque ella espera seguir
viviendo para no perecer, también se
dijo que conseguir la sanación del supuesto mal que es el envejecimiento puede
tomar por lo menos cincuenta años más. Es decir, si el milagro llegara a darse,
ni siquiera para nosotros habrá vela en ese entierro.
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