Sobre algunos aspectos del Premio Nobel que pudieran
resultar atractivos a algún novel novel-ista
Si
revisamos la última edición del Diccionario
de la Lengua Española (DLE, 2014), encontraremos que la palabra “novel”
alude al principiante o persona que tiene poca experiencia en algo. Escrita
así, con “ve corta” y entonación aguda, proviene del catalán y originalmente significa
“nuevo”. Aunque guarda cierta relación fonética con “novelar” y esta pareciera
ser lo que los gramáticos llaman la raíz de aquella, no es precisamente así
(esa última palabra proviene del italiano novella,
“relato”). Tampoco guarda vínculo alguno con la palabra Nobel, alusiva a los
premios de los que tanto se habla en estos días. Curiosamente, aunque una mayoría casi absoluta de hispanohablantes pronuncia esta
última con acento grave [nóbel],
también esta voz es aguda en sueco y, de acuerdo con el Diccionario Panhispánico de Dudas (2005), debe ser pronunciada [nobél]. No siempre se escribe con mayúscula inicial; solamente
cuando alude al nombre del galardón y es idéntica en plural (Premio Nobel
/premios Nobel). No obstante, si con ella nos referimos a quienes lo han
ganado, admite la minúscula inicial y también el plural: “la semana pasada supimos
de varios premios nobeles”.
Es
precisamente el célebre apellido de Alfred Bernhard Nobel (1833-1896),
ingeniero y químico sueco, más específicamente holmiense, o sea, nacido en Estocolmo (Holmia era el nombre de esa
ciudad en latín). Imposible no ver este apellido en la prensa mundial durante
las dos primeras semanas del mes de octubre de cada año. No deja de resultar interesante
la historia de este señor al que tanto le debe mucha gente de todo el orbe.
Pocas veces se dice, por ejemplo, que
Nobel fue también un poeta novel, es decir, bisoño: escribió solo un libro de
poesía. Se titulaba Némesis y fue impreso durante el lapso de agonía del
autor. Némesis se llamaba también la
diosa de la venganza en la mitología griega. De la edición príncipe de ese único
libro sobrevivieron muy pocos ejemplares, por cuanto fue censurado, catalogado
de blasfemo y ordenada su incineración por autoridades gubernamentales.
Mi
tía Eloína, que suele ser bastante deslenguada, sospecha que, al crear los
galardones que llevan su nombre, la iniciativa
del donante constituyó un golpe de pecho para llegar al cielo limpio de
alma por haber sido, primero, el inventor de la dinamita y, segundo,
conjuntamente con su familia,
propietario de una fábrica de cañones y armas. Otra curiosidad es que, de algún
modo, el caballero holmiense compartiría
cierta responsabilidad histórica con la pléyade de dictadores y autócratas
genocidas que venden o adquieren pólvora para gastarla no precisamente en
zamuros, sino en seres humanos inocentes. Además, para fortuna de todos los
que han sido “favorecidos” por la compra-venta de armamento y por los premios,
aquello de testar tan generosas bonificaciones habría sido también un acto de
contrición y de escarmiento hacia quienes censuran textos literarios.
En
cuanto a la posible retaliación histórica de parte del ideólogo del certamen, algún mal pensado podría agregar a esto el
deseo por perpetuar su patronímico mediante la consagración de otros. No en
vano, aparte del reconocimiento anual a químicos, físicos, médicos, políticos
“pacifistas”, “terconomistas” y escritores; un asteroide, un cráter lunar y un
elemento químico también llevan el apellido Nobel, en homenaje al mismo señor.
Lo
cierto es que, cualesquiera que fueran sus razones, el “noble” y “desinteresado”
o arrepentido sueco logró que su gesto, su fotografía y su dinero sean más tomados
en cuenta que cualquier poeta, poetica, poetastro o poetiso, como si de una
evocación eterna se tratara. El mundo entero sabe quién era él; por el
contrario, nadie recuerda a quienes ordenaron la quema de su único libro de
versos. Sin duda, otra manera de hacer
poesía y garantizarse la eternidad sin prohibiciones de gobiernos totalitarios.
Piensa
Eloína que si contamos la millonada de dólares sin control de cambio que se han
invertido en las distintas
especialidades en que se otorga, desde su inicio (1901) hasta la fecha,
posiblemente el monto del Premio Nobel alcanzaría para alimentar durante varios
períodos gubernamentales a tres países como Venezuela, asunto que les gustaría
a algunos de nuestros actuales ministros. Pero también esto es pura
especulación de mi parienta, porque si, en lugar de dejar su descomunal peculio
para crear el galardón, a Alfred Nobel se le hubiera ocurrido donarla a nuestro
país, con seguridad ya a estas alturas los sucesivos gobiernos maulas que hemos
tenido la habrían dilapidado.
Otrosí: Una curiosidad final y financiera ya
perfila algo distinto en el Nobel, tal vez más relacionada con el desgaste de
la tradición que con el fundador: el mito sobre el secretísimo secreto de los
dieciocho académicos suecos que otorgan el Nobel de Literatura ha venido
relajándose con el tiempo. Ahora, el
evento alborota incluso a casas de
apuestas y quinielas de algunos países. Y a veces han acertado. Esto podría
hacer creer que, en ocasiones, el nombre del ganador no es tan misterioso como
se piensa. Este año, por ejemplo, en una casa de apuestas londinense
(Landrokes), para el 11 de octubre, el orden de las opciones más cercanas al
éxito era el siguiente: Ngugi Wa Thiong'o (keniano), Haruki Murakami (japonés),
el poeta sirio Adonis, dos estadounidenses (Don de Lillo y Philip Roth), más el sueco Jon Fosse .
Entre los de nuestra lengua estaban los españoles Javier Marías (en el octavo
lugar) y Juan Marsé (en la vigésima opción), además del argentino César Aira, con la décimo
quinta posibilidad. Es más que obvio que todos los apostadores se dieron
tremendo curulazo. El inesperado reconocimiento al cantante Bob Dylan debe
haber dejado a más de uno mirando para San Felipe.
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