La llevamos como una marca de lo que somos. Si se interrumpe su
desarrollo, podría perderse una parte de nuestra identidad
El momento preciso de la aparición de la voz
humana es todavía uno de los misterios de la civilización. Por mucho que
antropólogos, lingüistas, fonetistas y tantos otros investigadores se hayan
empeñado en ubicarla, cualquier fecha concreta es imprecisa y discutible. Más
que una aparición repentina, se trató de un largo proceso de acomodación anatómica,
social y cognitiva. Es tan importante que, ante dificultades para hacer uso de
ella, el hombre ha creado mecanismos sustitutivos; por ejemplo, las lenguas de
señas para los sordos. Va ineludiblemente unida al único medio que nos hace
distintos del resto de las especies: el lenguaje. Es tal el milagro de la fonación
humana que incluso se ha llegado a afirmar que genéticamente traemos equipo de
repuesto. Se alude con ello a las denominadas "falsas bandas vocales"
—ubicadas a los lados de las "originales"—. Teóricamente, las mismas
podrían activarse mediante ejercitación dirigida por un especialista, en caso
de que las otras por alguna razón fallaran.
Es obvio que en esto cumple papel fundamental
el cerebro, pero demos eso por sentado para focalizarnos en lo que significa
valerse de los distintos órganos que participan en la producción de sonidos
lingüísticos. No hay que ser foniatra ni músico para reconocer que existen
diferentes tipos de voz. Aunque no sea un imperativo, los mismos guardan una
estrecha relación tanto con el grosor de las cuerdas o bandas vocales como con
la conformación de lo que se denomina el "sistema fonador": pulmones,
laringe, cavidades bucal y nasal.
La voz es una especie de cédula de identidad,
en ocasiones tan importante, o tal vez
más, que las huellas dactilares. ¿Quién dudaría que cada voz es
diferente del resto? No es norma taxativa,
pero la tendencia del timbre masculino va hacia lo grave, en tanto las damas se
acercan más a las modalidades agudas. Entre esos bromistas que nunca
faltan, son objeto de chanza la mujer de tono muy "grueso" y el
caballero de exagerado matiz agudo.
Con el modo particular de nuestra voz somos
capaces de generar cercanía afectiva o rechazo; podemos valernos de ella
para seducir, para cautivar, para generar afectos y afinidades. Y, naturalmente,
también lo contrario. Es, sin duda, una de nuestras principales cartas de
presentación. Una vez que en la adultez se hace definitiva, la llevamos
orgullosos cual marca indeleble, símbolo distintivo que permite reconocernos en
cualquier circunstancia; es "documento" principal de nuestra
personalidad y rasgo inconfundible de lo que somos.
A propósito de todo lo dicho, mi tía Eloína
recordará siempre una experiencia que la hizo reflexionar sobre lo importante de
la voz como sello identitario. Era
principios de los sesenta del siglo pasado. Invitada por la directora del coro
del liceo donde había estudiado, escuchaba cantar a un caballero muy alto y
robusto, cuya melodía resaltaba por su extrema agudez en todos los espacios del
teatro Baralt de Maracaibo. No entraba
en su cabeza que, siendo ya un adulto de cierta edad, aquel corpulento señor cantara
con un tono más "femenino" que el de muchas damas. Machista
irreductible, aquello le resultaba tan extraño que llegó a creer que se trataba
de un bromista o de una cantante lírica disfrazada de varón. Mas no era ni una
cosa ni la otra. Mediante técnicas vocales modernas, había sido entrenado para
aquello y se dedicaba a actuar como un falso castrato. Se trataba realmente de un contratenor.
Una vez concluida la función, intentaron jugarle
una mala pasada y le inventaron una
historia acerca de aquello que había presenciado. Le expresaron que se trataba
de alguien que, siendo todavía un niño, había sido sometido a un proceso
quirúrgico, a fin de que conservara de por vida su encantatoria y preciosa voz
infantil. Quedó estupefacta cuando le aclararon el procedimiento para lograrlo.
—O sea, que lo caparon como a un torete y
además de su voz de mujer no podrá tener hijos —inquirió.
—No tanto —le acotó la exdirectora del coro
liceísta— solamente le quitaron las bolitas. Tiene su pene como cualquier
hombre.
A juicio de mi parienta, aquello era el
acabose. Primero, porque privar a alguien de lo que para ella significaba su
"masculinidad" le resultaba, si no un crimen, por lo menos una
barbaridad. Y, segundo, pensaba que, con tal acción, habían impedido que alguna vez esa persona tuviera personalidad propia
como adulto. Para ella, interrumpir tempranamente el avance de lo que sería
posteriormente su propia voz, uno de los distintivos de su ser, prácticamente
lo dejaba en condiciones de no saber jamás cuál sería su verdadera identidad.
No le faltaba razón. Sin embargo, una vez
consciente de que se trataba de una broma, nadie le aclaró que aquella antiquísima técnica había sido real
en el pasado. Y persistió por lo menos en algunos coros eclesiásticos hasta
finales del siglo XIX. En aras de mantener alguna tesitura infantil
privilegiada, se interrumpía mediante cirugía el desarrollo natural de la voz.
Se dice que el último de los castrati
fue el italiano Alessandro Moreschi (1858-1922), a quien, con la excusa de extraerle una hernia
inguinal, despojaron de sus testículos a
los ocho años de edad. Fue famoso, sin duda, pero un famoso sin voz adulta propia.
Aquí remito a un enlace de
Youtube por si quieren escuchar sus tonalidades y sentir algo parecido a lo
que dejó pasmada a mi tía aquella tarde marabina.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario