jueves, diciembre 23, 2021

Lenguaje: ¿inclusivo o excluyente?

 

El lenguaje inclusivo o incluyente sigue generando polémicas. Cada vez surgen más propuestas relacionadas con el tema y no deberíamos pasarlas por alto. No importa cuál sea nuestro criterio respecto de su (im)pertinencia, hay que verlo como un asunto que se relaciona con ese valioso patrimonio comunitario que es el idioma. Todo lo que lo afecta debe ser visto con respeto y sin adelantar (pre)juicios que no conducen a nada. Tampoco debemos persistir —como hacen algunos hablantes públicos— en tomarlo a modo de chanza para hacer caricatura de quienes están a favor de unas u otras alternativas. Sin embargo, mi tía Eloína diría que ni tanto ni tan poco. Con esto alude a que algunas ideas sobre el tema podrían generar efectos contrarios a los buscados.

Por ejemplo, hacer propuestas extremistas, a veces insólitas, desconcertantes, o fuera de lugar, implicaría el acarreo de consecuencias contraproducentes. Los extremos pueden ser interpretados más como parodias que como alternativas serias para mostrar lo que podría estar oculto. Esto vale de lado y lado. Veamos.

Caso 1, Francia:  por mucha influencia gubernamental o “peso público” que detente, un ministro de Educación no tiene potestad para prohibir el uso de lenguaje de género en las escuelas a cargo de su despacho. Transgrede con esto el principio de la democracia implícito en el dominio de un idioma: no es propiedad individual suya ni del Gobierno al cual representa. Lo más que puede hacer es normar las comunicaciones oficiales y académicas, pero eso no basta para que lo sigan quienes, en otros contextos,  deseen recurrir a opciones que consideran verdaderamente inclusivas.

Caso 2, Chile: un Parlamento legisla, es cierto, pero no debería hacerlo para estimular reformas constitucionales o supuestas leyes que superen la libertad de los hablantes en cuanto a formas de expresión. La excusa es que algunas opciones inclusivas constituyen “una ideología perversa”. Posiblemente, quien apoya este tipo de propuestas ha entendido mal un precepto harto repetido por la lingüística: “La lengua es un código”. Sin embargo, nadie ha dicho que fuera un código civil o un código penal que pueda modificarse cada vez que algunos diputados o diputadas lo consideren conveniente. En ocasiones, el lenguaje de algunos hablantes públicos también contribuye con la desnaturalización lingüística y a veces pocos legisladores lo notan.

 Ocurriría lo mismo que con el caso francés: los límites de este tipo de propuesta no deberían pasar de la exigencia de un lenguaje oficial que, por lo demás,  para el caso chileno, entraría en contradicción con los lineamientos del Mineduc, debido a que este último promulgó hace varios años un manual con orientaciones para el uso de lenguaje inclusivo. Para esta fecha, el español tiene aproximadamente 585 millones de “parlamentarios”, responsables en su conjunto de lo que ha sido, lo que es y lo que será nuestra lengua.

Caso 3, Canarias: un grupo cristiano está en su derecho de elaborar una versión en lenguaje inclusivo del Nuevo Testamento. Sin embargo, no parece haber tomado en cuenta que muy posiblemente haya personas de su misma religión que no coincidan con este punto de vista. ¿Qué ocurrirá con otros cristianos que creen todavía en la posibilidad del masculino genérico?, ¿deberán acudir a la celebración de los ritos propios del caso y ser obligados a leer o pronunciar aquello con lo que, como hablantes autónomos, no concuerdan? Con esto se alimenta un razonable argumento esgrimido por las academias: una minoría intenta, sin mucho sentido, obligar a una mayoría en el uso de formas gramaticales con las cuales no necesariamente está de acuerdo.

Caso 4, Inglaterra: aunque debe estar muy atenta para defender los derechos de sus miembros, una organización LGBT+ pareciera extralimitarse en sus propósitos al exigir a las empresas que, en algunos índices de igualdad en el trabajo se obvie la palabra madre y se la sustituya por “progenitor que da a luz”. Parece una broma, mas no lo es. Esto se ha solicitado para el inglés, pero, si se trasladara al español, no faltará quien, en otros ámbitos, termine exigiendo “formas nuevas” como ‘heroínas de la matria’ (por heroínas de la patria), ‘matrimonio’ (en lugar de patrimonio, como “conjunto de bienes”), ‘matria potestad’ (cuando deseemos aludir a la patria potestad) o ‘matriota’ (como sustituto de patriota), solo por el hecho de que en dichas palabras persista una “huella” semántica de masculinidad.  Ante esto, podríamos imaginar que todas las Patricias aspiren a cambiarse el nombre, al pensar que pueda tener alguna relación con pater.

Ni qué decir de otras voces como ‘homenaje’, término que, a juzgar por los criterios extremistas,  no podría ser aplicado cuando se quiera rendir honor a damas o personas no binarias, por cuanto contiene ‘homo’ (hombre) en su raíz. Ya es historia el desproporcionado intento de cambiar la palabra inglesa  ‘history’ por herstory, cuando se sabe que la sílaba inicial ‘his’ nada tiene que ver con el pronombre masculino singular en esa lengua.

Como siempre, toda situación polarizada termina ocasionando sus propias contradicciones. Estén en uno u otro lado, yerran quienes creen que, por muy poco razonada que sea, cualquier propuesta de inclusión o exclusión resultará admisible y podría ser implementada. Al contrario, algunas comienzan a generar rechazo, debido a que, a veces, casi rozan el sinsentido. El uso de formas de lenguaje incluyente o del masculino genérico debería ser asunto exclusivo de quienes usamos el idioma. Pretender convertirlas en normas obligatorias para toda la colectividad solo consigue debilitar los argumentos serios y formales en pro de la discusión de este controversial tópico.

-----------

Publicado originalmente el 22-06-2021 en

 https://opinion.cooperativa.cl/opinion/educacion/lenguaje-inclusivo-o-excluyente/2021-06-22/143923.html 


Mascarillas, mascaretas y sospechas

 

El rostro es mucho más que caras más o menos bonitas o sonrisas espléndidas. Es casi como el alma física del cuerpo. Eliminarlo o anularlo en alguien podría implicar el despojo de su personalidad, de la conexión con el mundo. Por su rostro los conoceréis, podría decir la antigua conseja bíblica. En la faz parece descansar todo lo que somos, principalmente en esa zona que va de la raíz o vértice de la nariz a la barbilla.

Si deseamos ocultar nuestras buenas o malas intenciones, nos cubrimos la cara y ya. Es cierto que a veces la mirada habla por sí sola, sin que digamos nada, pero si dejamos al descubierto solo los ojos y tapamos el resto, generamos dificultad en las demás personas para que se nos reconozca.

No en vano, los delincuentes utilizan pasamontañas y, en el momento de cometer fechorías, solo dejan al descubierto la mirada. Si recordamos las viejas películas del oeste estadounidense o sus réplicas en otras culturas como la italiana, evidenciamos que, para asegurarse de no ser descubiertos, los asaltantes de caminos y los cuatreros protegían su identidad con un pañuelo.

Es un misterio para mucha gente, pero no hay duda de que el burka, esa curiosa pieza de tela que invisibiliza casi todo el rostro de las mujeres islámicas, se ha prestado para diversas interpretaciones. Tal vez una de las más comunes se relaciona con un estado de sumisión a Alá, a los reyes o a los hombres en general. 

Todos los ejemplos señalados conducen inevitablemente hacia aspectos de carácter negativo. Se oculta la parte inferior de la cara en función de algo prohibido que, incluso, si no se le juzga como delito, podría implicar al menos una penalización.

Reaparecen estas imágenes en el momento en que, sin que sepamos por cuanto tiempo, se ha instalado en nuestras vidas ese singular adminículo conocido como mascarilla. Probablemente, en armonía con otros como webinar, emprendimiento, reinventarse, incertidumbre, vacuna y contenidos,  el término forme parte de los más populares y repetidos durante los pandemiado 2020 y 2021 que, más que un año, fue una total y absoluta calamidad mundial.

Tan popular ha devenido la palabreja que, a pesar de que en enero de 2020 era apenas una referencia que asociábamos con quirófanos, médicos y odontólogos, o con alguien a quien, por algún motivo de salud, se le habría prescrito y la llevaba para circular por los grandes y bastante contaminados centros urbanos, hoy es una prenda más popular que los teléfonos celulares.

Para esta fecha, es extraña la persona que no la lleva y que, además, tiene una colección de ellas; tanto, que nos asombramos y hasta devenimos en censores irrestrictos y condenatorios jueces, si nos damos cuenta de que alguien en la calle ha transgredido esa nueva regla asociada con la vestimenta.

Ha pasado a constituirse, incluso, en un nuevo filón para el comercio. Las hay de todas las formas, colores y diseños, con y sin aditivos, como respiradores, narices artificiales (principalmente para los infantes) y dibujos caricaturescos o de héroes de películas. Cuales intrusas más que bienllegadas, se han aposentado en nuestra cotidianidad, como imprescindibles compañeras en las que hasta buscamos cierta armonía para con el resto de nuestra ropa.

Su sinonimia es variada y, en algunos países hispanos, hay preferencias por una u otra opción: tapaboca(s), barbijo, barboquejo, bozal, cubreboca(s), nasobuco, aunque estas dos últimas todavía no aparezcan integradas al Diccionario de la lengua española. Eso, sin contar que falta poco para que se popularicen otros nombres más coloquiales, bromistas, humorísticos y menos formales como tapajeta, cubrebemba, tapahocico, mascareta, carantamaula, carátula, carantoña, ocultamorro,  entre otros.

En fin, haciendo honor a su simbología, el 2020, año chino de la Rata, cerró con todos los espacios públicos y privados repletos de mascarillas para todos los gustos. Incluso, cuando un gobernante no quiere que los especialistas “descifren” en su rostro alguna malsana intención, aparece en la tele, solo aislado, pero enmascarado (valga la rima).

Asociemos la situación con lo dicho en los primeros párrafos. Como efecto derivado de la pandemia, hemos devenido colectivamente en sospechosos permanentes, transgresores sin culpa, presuntos delincuentes sin delito. Para comprobarlo, basta con hacer lo siguiente. Aunque sea protegiéndose y cuidando del debido respeto y cortesía hacia las otras personas, en caso de alguna situación sobrevenida, una emergencia respiratoria o alimenticia, por ejemplo, pruebe a despojarse de su tapabocas en un lugar público e intente toser, carraspear, estornudar, escupir o limpiarse la nariz.

Según le haya ido, envíe los resultados de su experimento a mi tía Eloína o, sencillamente,  coméntelo aquí. 

--------------

Publicado originalmente el 15-01-2021 en https://pasionpais.net/2021/01/15/opinion-10/


Webinario en cuatro sesiones

 


El término purismo alude a pureza en muchos sentidos y se refiere a situaciones y estados en los que priva lo inmaculado, impoluto, inamovible, a veces con muy pocas opciones para el cambio no justificado. En filología y lingüística se utiliza purista para referirse a quienes, con la excusa de abogar por la hipotética  “pureza” del idioma, rechazan cuanta innovación lingüística aparece. Viven anclados en un muy ideal pasado en que una lengua resulta estancada, inmodificable, perfecta. A veces sin proponérselo, niegan el proceso evolutivo, natural en una actividad humana tan sustancial como el lenguaje. Entre los hispanohablantes, hay los que, por ejemplo, detestan las palabras provenientes de otras lenguas, muy especialmente si vienen del inglés, y a todas les niegan la posibilidad de ser incorporadas al inventario del español.

Primera sesión: no todo lo que viene de otras lenguas es negativo. Así como no hay razas puras, tampoco hay lenguas que lo sean. Todo idioma es mestizo.

Cuando un sonido, un vocablo,  una frase o estructura sintáctica cualquiera se escapa de su presunto lugar materno, o sea, el idioma en el que tiene un uso habitual, y busca instalarse en otro diferente, suele hablarse de préstamo. Mi tía Eloína suele decir que hay en esto un contrasentido, porque, muchas veces,  una lengua está prestándole a otra algo que, si llega a arraigarse, jamás será devuelto. Así, los idiomas en contacto viven haciéndose “préstamos” unos a otros. A quienes protestan constantemente en contra de los anglicismos que cada día nos invaden por todas partes, habría que recordarles que también el español le hace “préstamos” a largo, corto y mediano plazo al inglés.  Sin embargo, también es cierto que en determinadas ocasiones el liberalismo extremo (aceptar todo) puede ser tan negativo como el purismo fanático.

Segunda sesión: no tenemos por qué aceptar acríticamente cuanto nos llegue de otro espacio lingüístico e inmediatamente incorporarlo a nuestros usos cotidianos. Principalmente, si tenemos cómo decirlo en español. No se trata de que ciertos términos sean “feos”, “malos”, o “incorrectos”. Es que hay algunos que no encajan. Son inadecuados y lucen como parches en la comunicación.

La pandemia ha traído cambios diversos en nuestra rutina. Uno de ellos se relaciona con la necesidad de convertirnos de un día para otro, por ejemplo, en teleciudadanos,  teletrabajadores, teleprofesores y telestudiantes. Actualmente formamos parte de una telesociedad o de una comunidad involuntariamente teleadicta. Mucho de lo que hacemos en este tiempo de cuarentena se relaciona con tele-. Nada que decir, pues ese prefijo tiene un arraigo más que justificado en nuestra lengua desde hace tiempo. Aparte de que habitualmente se utiliza para aludir recortadamente a la televisión (la tele), el Diccionario de la lengua española (DLE) registra múltiples palabras asociadas con él (telebanco, telediario, teléfono, telecomunicación, etc.)  y lo relaciona con “hacer algo a distancia”. Si fuera un “préstamo”, el “prestamista” fue el griego, con el cual, por razones más que conocidas, tenemos una muy antigua, rica y afortunada deuda.

Tercera sesión: el griego antiguo no solo nos hizo préstamos a nosotros. Ocurrió lo mismo con muchas otras lenguas, entre ellas, el inglés. De manera que, cuando añadimos tele- a cuanto hacemos en este tiempo,  no estamos rindiendo tributo al inglés, sino a una de nuestras lenguas abuelas.

Todo lo anterior ha sido una larga y necesaria vuelta para llegar a una palabra que en estos días también ha invadido múltiples espacios de la televida, principalmente en los ámbitos empresariales y académicos. Llegó y, sin mucho esfuerzo, también se ha “pandemizado”, aunque de modo menos lesivo que la COVID-19, es verdad. A diario la vemos y/o escuchamos en las redes y en los medios. La palabreja invasora nos llega incluso sin anestesia a través de comunicaciones formales. Acosa. No hay modo de que no nos topemos con ella consuetudinariamente y con esto se hace presente el riesgo de que pronto se vuelva “natural” y la adoptemos o la asumamos como préstamo definitivo.

Se trata de WEBINAR, en alusión a algunas reuniones académicas o corporativas a través de Internet. Se ha llegado incluso al nivel de pluralizarla: webinars. Falta poco para que aparezcan formas derivadas y hasta ahora impensables como webinarista, webinareando, webinareado,  entre otras. Es entonces cuando reaparece un poco el purista moderado que llevamos agazapado en nuestra conciencia de hispanohablantes y pedimos algo de prudencia en esto de aceptar cualquier préstamo de manera súbita y acrítica. Ha sido tan invasiva que hasta la misma Fundación para el Español Urgente (conocida como @fundéu) casi le ha otorgado licencia para circular, aunque ya no como webinar,  sino como  seminario web o  webinario. En este último caso, peor el medicamento que la enfermedad; casi como mezclar manzanas del inglés con peras del español. Pensemos nada más en una pronunciación relajada en la que aparecerán extrañas implicancias fonéticas, al menos en Hispanoamérica:  Ayer asistí a un “güebinario”. Un güebinario es una reunión académica o empresarial de…

Cuarta sesión: si ya teníamos seminario para decir lo mismo, ¿por qué tanto webinarear? De no gustarnos seminario, porque no expresa exactamente lo mismo, ya que omite el medio (Internet), ¿qué impide decir teleseminario (con ese prefijo tan productivo en español) o, incluso, otras variantes como ‘ciberseminario’, ‘seminario virtual’ o ‘seminario en línea’?

Esperemos entonces que la desescalada se lleve préstamos pandémicos como este, en una sola cuota y sin intereses, y que en el futuro cercano hablemos de TELESEMINARIO o de un equivalente más acorde al español.

De seguir así, algún purista de corazón castizo podría reclamarnos: ¡Parad el webinareo, por favor!

-----------

Nota 1 : publicado originalmente el 30-06-2020 en

https://opinion.cooperativa.cl/opinion/cultura/webinario-en-cuatro-sesiones/2020-06-30/101338.html

Nota 2: El vocablo webinario ha sido incorporado al Diccionario de la lengua española (DLE), en su actualización 23.5 (diciembre de 2021), como fusión de webinar + seminario, y con significado de "seminario web".