martes, septiembre 18, 2018

EL GOLAZO DE ADÁN A EVA




La palabra 'fútbol' —proveniente de las voces inglesas foot (pie)y ball (pelota, esfera)— constituye lo que los lingüistas y terminólogos denominan un "préstamo" (aunque ya sabemos que se trata más bien de expropiaciones, porque son palabras que se adoptan y jamás serán devueltas).  Comenzó a utilizarse en el ámbito hispano como foot-ball, lo que en términos lexicológicos se llama un "extranjerismo crudo", es decir, el que se incorpora a una lengua con grafía y pronunciación idéntica a la del idioma original.

En los inicios se aconsejaba transcribirla y pronunciarla como 'fúdbol', aunque a partir de 1902 terminó imponiéndose tal y como la conocemos hoy. Sin embargo, no tienen sentido las discusiones bizantinas acerca de cuál es la forma "correcta" de escribirla. Su grafía actual, adaptada al español, fue incorporada al Diccionario de la lengua española en 1927 y ratificada en sucesivas ediciones. Desde 1936, se ofrecen como aceptables dos opciones de escritura y pronunciación: fútbol y futbol. Escoja usted la que más le guste, pero si es de los que les tienen tirria a los extrajerismos muy evidentes,  intente un saque de esquina, pasando por bola el anglicismo y, aunque ya lo use muy poca gente,  diga sencillamente 'balompié', que viene a ser lo mismo. Ambas se alternan y conviven sin problemas desde que la segunda ('balompié') fuera propuesta por el periodista y escritor español Mariano de Cavia, también a inicios de la primera década del siglo XX (1908). 

No obstante, tampoco se crea que fue sencillo aceptar esta última, por cuanto más de uno decía que si a la primera se la tildaba de anglicismo, la sustituta constituía un cuasi  galicismo, debido a que balón  es palabra de origen francés.  Frente a este dilema,  se proponía entonces que, en "auténtica" lengua española,  el deporte de marras debía llamarse más bien "pelota-pie", opción que,  como es evidente, no utilizan ni siquiera los puristas más recalcitrantes.  Lo que no resulta adecuado es incorporarle una "e" intrusa y decir o escribir  "futebol", porque no sería ni chicha ni limonada, ya que esa forma corresponde al portugués.  Ahora, si quiere verlo en pequeño formato, con menos jugadores, pelota de menor tamaño y en canchas de dimensiones más chicas, pues suele hablarse de 'futbolito' o 'futbolín'. Pero también se alude con estos dos últimos nombres a la versión que se juega en una mesa, para la cual hay, en ciertos países, denominaciones populares; por ejemplo, 'fulbito', 'metegol', 'futmesa', 'fulbote' y 'tiragol', aunque no todas aluden a la versión clásica.

Por mucho que les duela a los súbditos de la reina Isabel, el origen real y verdadero  de este deporte  es incierto.  Los británicos se precian de haber sido sus creadores y, para evitar las dudas, hasta le ponen una fecha, 1863, año en que se funda la Football Association. Y si, con ese argumento, no logran golearnos en el primer tiempo, lo intentan  en el segundo,  aduciendo que el nacimiento del juego se remonta a siglos anteriores, pero siempre en alguna de sus islas.  La verdadera situación acerca de esto es que se manejan cuatro hipótesis.  La primera es esta a la que ya nos hemos referido.  La defienden, por supuesto, los habitantes y aduladores del Reino Unido, según ellos mismos, aficionados desde tiempos de la Edad Media a resolver todos sus asuntos dándole patadas a una bola. Y nada mejor que ese deporte para lograrlo.

La segunda remonta el hecho al siglo XVII y  se relaciona con un antiguo juego practicado por  los indios guaraníes. Se dice que, en lo que hoy es Paraguay, existió una muy antigua misión jesuita  llamada San Ignacio Guazú,  cuyos indígenas masculinos y machotes solían salir de la misa de domingo,  dividirse en dos grupos y, sin importar quién estuviese en la portería del templo,  dedicarse a  patear un balón de goma que nunca podía dejar de saltar sobre el piso.  Los defensores de esta posibilidad  asientan el origen del deporte en tierra americana y se pasan por el arco lo que puedan argumentar los ingleses.

La tercera y más general explicación es la de mi tía Eloína, quien supone que la praxis del balompié debe ser más antigua que el frío, por cuanto son muchas las personas que en cualquier parte del globo, y en muchos momentos de la historia, podrían haberse dedicado a patear las esféricas de un oponente.  El deseo de chutarle una pelota a quien por cualquier motivo no cesa de meternos zancadillas es una tentación muy explicable, y más que justificada cuando se trata de quienes cada día lo hacen con saña y sin escrúpulos. Quien lo haya hecho primero debería ser considerado el fundador.
 En cuarto lugar, si viajamos hasta el origen de los tiempos, también es factible esgrimir que el fútbol  nació el mismo día en que una serpiente que hacía las veces de árbitro quiso amonestar a Eva por infractora. Una vez comprobada la falta, la improvisada jueza decretó un penal o penalti que facultó a Adán para que cobrara e intentara meterle el primer golazo a su pareja.  No se sabe cómo, pero se rumora que, después de este avento en que la guardameta fue incapaz de impedir el paso de la bola,  la pareja fundadora  decidió poner en práctica el tiro libre y, en consecuencia, no pasó mucho tiempo para que ella decidiera dejar su portería totalmente desprotegida y, durante el período de descuento,  nacieran Caín,  Abel, Set y, con ellos, todos los que vendríamos después.

Nota: Con esta crónica, publicada el 10 de junio de 2018 en el diario digital Contrapunto, La duda melódica salió de circulación en la prensa nacional venezolana por cuarta vez. Para no entrar en detalles desagradables, solo hay que decir que ni la ética, ni la dignidad ni la libertad  han dejado de ser el norte de mi tía Eloína y su sobrino. Agradecemos a Nelson González Leal el espacio que nos bindó en ese diario y la generosidad y respeto que siempre mostró hacia nosotros.

TWITTER: @dudamelodica


SOLEDAD COLECTIVA




El poema Soledades (1613) del poeta español Luis de Góngora tiene como personaje principal a un náufrago que ha sido rescatado por unos criadores de cabras. Y, aunque él no lo haya hecho explícito, no hay situación de solitud más conmovedora que el naufragio. Estar en medio del mar y saber que el infinito te rodea por todas partes debe ser pavoroso.  Gabriel García Márquez nos dejó testimonios más que evidentes de cómo el aislamiento (voluntario o no) puede incidir en la vida interior de las personas. Tres obras suyas aluden directamente a este tema: Relato de un náufrago (1955), El coronel no tiene quien le escriba (1961) y, naturalmente, Cien años de soledad (1967). Un ya clásico bolero, de autoría atribuida al argentino Palito Ortega e inmortalizado por el cantante cubano Rolando La Serie, se titula precisamente Hola Soledad. Sus versos iniciales son de antología: "Hola Soledad / no me extraña tu presencia/ casi siempre estás conmigo / te saluda un viejo amigo / este encuentro es uno más".

Mi tía Eloína conoce de esto porque ella misma es en realidad una solitaria empedernida. Desde joven lo ha sido de modo voluntario, pero, además, la padece ahora por doblete, debido a que  todos sus familiares, jóvenes y no tan jóvenes, se han ido del país. Vive la triste realidad que ya es un lugar común entre nosotros: quienes han podido  concentrar su vida pasada, presente y futura en dos maletas no lo han dudado; mas los que por alguna razón no pueden optar a esa salida, han comenzado a vivir en un país en el que cada individuo se está convirtiendo en una isla. Pero hay más: aparte de esa particular situación sociopolítica, que seguramente alguna vez superaremos, ya que nada es eterno, vivir encriptados dentro de sí mismos parece la opción de quienes, a veces embelesados por la novelería, han reducido su existencia a la dependencia de las llamadas "nuevas tecnologías.  Mi parienta está convencida de que, por ejemplo, los teléfonos inteligentes a veces embrutecen a sus portadores.

Y es que, sin duda, la soledad es realmente un problema del mundo actual. Lo único que parece motivar a muchos es estar  (des)conectados. Ya son clásicas las escenas en las que grupos de amigos que se han citado en un café están  más pendientes del cliqueo sobre la pequeña pantalla que de aquellos a quienes  tienen enfrente y con los que supuestamente están "compartiendo". Vas en el metro o en autobús y son pocos los pasajeros  a quienes  te puedes dar el lujo de preguntarles algo; los que no van embobados con el tuiteo o el "guasapeo" llevan las orejas taponadas con  audífonos, estrategia mediante la cual, obviamente, buscan vivir separados del resto. Contradictoriamente, andan en medio del colectivo pero escondidos, una nueva modalidad a la que podríamos llamar  "polizones cibernéticos". 

Una reciente campaña realizada en el Reino Unido dio como resultado que el 56 % de los adultos de esa región confesó sentirse "más solos que la una".  El rollo de estar con mucha gente y tener la sensación de que realmente no andan contigo es tan complejo que, incluso, en dicha campaña se detectó también que muchos británicos se escapan de su trabajo y solicitan alguna cita médica para poder conversar al menos con su matasanos particular. Esto ha llevado a la señora Teresa May a crear un Ministerio de la Soledad.  Cómo será de peliagudo este asunto que hasta los hijos de la Gran Bretaña se sienten solos. De modo que ya los habitantes de la otrora "fiera Albión"  intentan resolver este asunto por la vía gubernamental. Tienen ahora una ministra que, imaginamos,  apoyará alguna legislación que busque imponer multas a todo aquel que de alguna manera estimule estados de aislamiento, venda equipos que los propicien o aúpe reuniones en las que cada quien ande por su lado. Lo malo de todo es que, muy acorde con la labor de su ministerio, también la han dejado  sola.
Nadie parece escucharte si  entras, por ejemplo, a  un ascensor con mucha gente  e intentas saludar. Al parecer, en este tiempo, la cortesía es más un insulto que una virtud. A veces, cuando ocurren estas cosas, siempre recuerdo una anécdota de Eloína relacionada con esto de sentir que, aún formando parte de una aglomeración, estás íngrimo en algún lugar.

El escenario fue una reunión de los integrantes del condominio en el que convive. De acuerdo con la hora fijada en la convocatoria, ella llegó algo retardada  y ya la sala escogida para el evento estaba repleta; casi todos los convocados habían hecho acto de presencia. La mayoría de ellos picoteaba con el índice las pantallas de sus teléfonos, como si fueran gallinas escarbando. Entró  corriendo; se sentó en la única silla disponible, en medio del salón,  e intentó una gentileza con la que buscaba liberarse de culpa: "buenas noches, vecinos, ofrezco excusas por llegar tarde".  No obstante, fue como no decirlo; ni un solo concurrente se molestó en responderle. Estaban todos sentados allí pero ausentes, absortos en su soledad compartida.  Enojada ante la carencia de urbanidad del colectivo, mi parienta decidió que, quisieran o no, les haría notar que ella sí estaba allí y que se sentía agraviada ante la indiferencia con que habían recibido su saludo. Ahora sí, todos levantaron el rostro y pusieron cara de asustados, al escucharla gritar con mucha contundencia:

                —¡Llegué tarde porque tengo diarrea y unas flatulencias intolerables hasta para mi propia nariz. Como supuestamente estoy sola porque nadie contestó, a lo mejor se me escapa una!
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