Escuchar el diagnóstico de algunos médicos puede hacernos visualizar un
mal peor que el que padecemos
El idioma es una inmenso océano que nunca deja
de sorprendernos. Cuando creemos que le hemos amarrado los cachos, nos sorprende
con algunas cornadas de las que no tenemos ni pura idea. Abra usted el Diccionario de la lengua española y
busque, por ejemplo, "tonsilolito". La traigo a cuento debido a que
mi tía Eloína se topó con ella hace poco. Ocurrió a raíz de su última visita al
otorrinolaringólogo, palabra que por cierto ella jamás ha podido pronunciar
completa. Su búsqueda resultará
infructuosa, porque "tonsilolito" es un vocablo especializado, propio
de la medicina. No me extrañaría que, debido a su curiosa terminación, le suene
a juego infantil o a cualquier otro asunto, pero nada que ver. La voz de marras
se refiere a esos mínimos restos de alimentos que se acumulan en la garganta
como pequeñas porciones de masa blanca, casi siempre sobre las amígdalas o en
sus alrededeores. Con estas últimas
tiene que ver el término: "tonsila", utilizable para vestir de pretenciosa
gala a lo que es coloquialmente una "agalla". De allí se deriva
precisamente "tonsilolito", y también
"tonsilar", que no es un verbo como pudiéramos pensar, sino un
adjetivo útil para calificar todo lo que tiene que ver con esas habitantes de
la garganta. No obstante, por eso mismo de los misterios del lenguaje, nadie nos entendería si, para pasarnos de
cultos, se nos ocurriera decirle a algún
funcionario que es un "tonsiludo" cuando deseemos catalogarlo de
"agalludo": esa persona avarienta y ambiciosa que, no conforme
con todo lo que ha extraído de las arcas públicas, aspira a quedarse incluso
con las reservas minerales del país.
Son palabras que suenan extrañas a los oídos,
porque su frecuencia de uso es bastante baja y pocas veces tenemos necesidad de
acudir a ellas. Pero, en todo caso, pueden resultar de gran utilidad cuando
tenemos necesidad de decir las cosas para que solo las entiendan los versados
en algún tema. De allí que todo
discípulo de Hipócrates deba tomar en cuanta esto. Valga recordar un ejemplo más, relativo a otra
escena en la que hace ya muchos años un amable matasanos trataba de explicar a
mi parienta la situación comprometida en la que, debido a una dolencia
estomacal, se encontraba uno de sus maridos ocasionales (ya fallecido):
—Las
acciones proteolíticas de la pepsina y la lipasa están fallando —le dijo— e
impiden la formación del quimo...
—¡¿?!
Como
era de esperarse, ella no entendió ni papa de aquella jerigonza impuesta por la
bata blanca y el estetoscopio, pero para nada imaginó que pudiera tratarse de
algo bueno. Lo único que se le ocurrió es que cuando un terapeuta te habla de esa manera, las cosas no andan nada
bien para quien las padece. Aun así, sin comprender, se atrevió a hacer la
pregunta obligatoria, después de que has escuchado tan imponente verbalización.
—¿Y
cuál es la solución para eso, doctor?, ¿tiene cura?
—Necesita
una gastroenterostomía laparoscópica No desocupa el antro pilórico. Tiene
problemas entre el duodeno y el yeyuno. —intentó "aclararle",
dejándola más inquieta todavía.
Aunque tampoco podría pronunciarlo y tuvo que
anotarlo para evitar el olvido, lo único que logró grabar en su cabeza fue uno
de aquellos curiosos términos utilizados por el galeno:
"gas-tro-ente-ros-tomía". Nomás llegar a la casa, se fue derechito al
mataburros para enterarse de que a su concubino había que operarlo y hacerle
una conexión que le comunicara directamente el estómago con el intestino. Pensó
también que, tanto ella como el paciente, habrían estado mucho más tranquilos
si se lo hubieran expresado de esa manera.
Y es que las jergas especializadas tienen
precisamente ese problema; existen para que los profesionales de una rama, una
ciencia, una disciplina, se entiendan entre ellos. Cuando un médico la utiliza
frente al paciente, está demostrando que sabe lo que dice y que, además, sabe
decirlo con terminología técnica. Sin embargo, a veces olvida quién es su
interlocutor(a). Nada que criticar porque así funciona ese mundo y la gran
mayoría de ellos lo hace de buena fe. No obstante, las escuelas de medicina
también deberían enseñar que los pacientes comunes y corrientes a veces
requerimos que se nos expresen nuestros males con un vocabulario un poco menos
hermético; que los diagnósticos nos "traduzcan" la idea de cuál es
realmente la enfermedad que nos acosa; que el vocabulario críptico no se
convierta en un recurso para hacernos pensar que no siempre estamos,
precisamente, a un paso de la cripta.
Las voces extrañas o desconocidas golpean
nuestros oídos y si son de alguna especialidad mucho más. Esto es propio de
cualquier ámbito, pero tratándose de los predios de Hipócrates, a veces nos
hacen imaginar cosas mucho peores de lo que significan. En mi caso particular,
sufrí cuando era adolescente una caída que me obligó a acudir a un hospital
público (cuando todavía eso era posible en nuestro país). Entre una cosa y
otra, me praticaron una radiografía (también eso se hacía gratuitamente para el
paciente en esa época. Y no se requería ningún "carné" para que te
atendieran). Juro que a esa temprana edad casi me matan los nervios cuando el
radiólogo se acercó a mí para decirme que tenía "una lesión en la zona
medial del maléolo peroneal". Aparte de que la palabra más importante de
la frase comenzaba por "mal-", aquello me sonó a que de ese día no pasaba. Menos
efecto terrorífico me habría generado escuchar sencillamente que me había torcido
el tobillo, al no mirar bien por dónde caminaba.
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Publicado originalmente en www.contrapunto.com (15-04-2018).
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