De cualquier naturaleza que ésta sea, una de las tareas más complicadas de la escritura latinoamericana es hacer crítica literaria. Por ejemplo, para no abandonar una tradición que ya ocupa más de dos siglos, los escritores venezolanos hemos sido (y seguimos siendo) reacios a los juicios adversos. Si a un lector cualquiera se le ocurre manifestar su disgusto o desacuerdo con los contenidos de un libro y se atreve a manifestarlo públicamente, pues es muy probable que salga o el autor mismo o algunos de sus acólitos anónimos (y también los conocidos) a ejercer una especie de “derecho a la defensa” que termina convirtiéndose en un atajaperros sazonado por dos extremos: halagos gratuitos o improperios difamantes.
Y esto ocurre porque algunos no han logrado (o no desean) entender que si bien los autores somos libres de escribir como se nos antoje y sobre lo que nos dé la gana, hay otro mundo (el de los lectores, que entre nosotros no es tan numeroso como quisiéramos, pero existe) cuyos habitantes son libres de opinar acerca de lo que publicamos. Si es lógico que nos guste lo que hacemos y queremos mostrar a los demás, también es previsible que a otros les satisfaga o no lo que hemos hecho. Elemental.
Y, atención, como diría el crítico español Juan Luis Alborg, cuando digo "lectores" incluyo a todos aquellos "que no viven de enseñar [o escribir] literatura, y muchísimo menos de enredarla".
Es muy natural que al escritor le complazca que lo halaguen y le manifiesten que como él no hay dos. Para esos casos, siempre habrá un anaquel disponible en la egoteca. Sin embargo, la dulzura se vuelve amarga cuando el juicio del lector no es favorable. Y nunca ha entendido mi tía Eloína ese afán de algunos autores por querer contradecir los juicios de los lectores. La lectura libre, voluntaria y espontánea de un texto literario no es ni una discusión de tesis académica ni un juicio sumario con derecho a la defensa por parte de quien se sintiere agraviado. Es una de las actividades humanas más cercanas al ideal de libertad.
Si escribo y publico, mis destinatarios tienen derecho a manifestarse al respecto. Ni siquiera a quienes por alguna razón ejercen de “lectores profesionales” (los investigadores de la literatura, por ejemplo) se les puede recriminar que hagan un trabajo que resulte en supuesto perjuicio para algún autor. Porque ésa sería una manera de ejercer la intolerancia que, al parecer, y según algunos, sólo es censurable cuando la practican otros.
Algunos escritores hemos ejercido el trabajo crítico por imperativo de nuestra profesión, pero eso no es motivo suficiente para que quienes se sienten solamente "narradores puros", "poetas excelsos" o "ensayistas angelicales" nos den órdenes de “hacer nuestro trabajo” y nos dediquemos a comentar con vacía adulancia cuanta obra se publica en el mercado.
En ocasiones sobran quienes se sienten pedantonamente consagrados desde el primer libro que publican. Y hasta sin haberlo publicado. O abundan los que padecen el síndrome del abuelo, el niño y el burro: si el hombre va sobre el asno, censuramos su descaro de dejar al pobre niño a pie; si es el chico quien hace de jinete, pues mire usted que la juventud de hoy no tiene compasión con los ancianos. Como se les ocurra montar ambos al burro, ¡malvados, no tienen compasión del pobre animal! Y si ambos van andando al lado del jumento, ¡vaya que son idiotas!, cansarse caminando cuando pudieran evitarlo.
Lo mismo ocurre a veces con la literatura. Si la crítica no dice nada, es malvada porque “no hace su trabajo”; si reseña con múltiples halagos, no ha dicho lo suficiente; si el juicio es adverso, “¡carecemos de crítica literaria!”. Y si se comenta algo bueno, positivo, interesante, más algo negativo, no convincente, pues el autor se pasará la vida explicándole al crítico cómo leerlo ya que no ha ocurrido lo que esperaba. Conclusión, aparte de ser suicida, la crítica literaria parece ser un callejón sin entrada.