Cuando el
idioma cae en boca de algún adulante mutado en filólogo palurdo, este cree
comérsela invirtiendo ex profeso los significados de algunos eventos
comunicacionales
El día 23 de abril se
celebra la existencia, la difusión y la fortaleza del español. Según el informe
más reciente del Instituto Cervantes (2016), ya somos casi 570 millones de hablantes
en el mundo (si a los nativos agregamos a quienes, con mayor o menor eficacia, lo tienen como segundo idioma o lo están
aprendiendo). No es poca cosa
representar en este momento el ocho por ciento de la población mundial y
habernos constituido, además, en la segunda lengua materna del planeta
(después del chino mandarín, cuyos usuarios, por cierto, no siempre se
entienden entre ellos). El crecimiento progresivo de esa cifra permite a los
especialistas calcular que para el año 2050
podría llegar a los 750 millones.
Ya es un hecho inevitable que es el medio con
el que un altísimo número de hispanoamericanos se identifica y comunica. Es hablado
y conocido en todos los continentes. En Estados Unidos hay en este momento más
de 57 millones de usuarios y en lugares tan distantes como India, Guinea Ecuatorial, Filipinas, Israel y
Australia existen otros importantes contingentes. Más allá de pamplinadas
presuntamente "revolucionarias", se trata hoy día del principal instrumento
que nos permite estar en contacto con el mundo exterior.
Es verdad que no se habla igual en
todas partes, pero también lo es que, debido a sus características de ser un idioma
casi fonético ( la distancia entre el modo de pronunciarlo y escribirlo es muy
cercana), los niveles de interacción entre habitantes de diferentes espacios
son por lo general exitosos. No ocurre lo mismo con otras lenguas como el hindi
o el árabe, por mencionar solo dos casos. También hay que recordar que buena
parte de las diferencias geográficas se concentra principalmente en el
vocabulario, un nivel relativamente fácil de superar mediante la sinonimia o el
parafraseo.
Lo dicho no impide que en algunos
espacios, tiempos o circunstancias, personas
con acceso a los medios de comunicación crean que tienen el derecho de
modificar individualmente las acepciones instituidas y acordadas socialmente para
algunas palabras o expresiones. Hasta
el más ingenuo estudiante de lingüística sabe que no podemos hacerlo de acuerdo
con nuestros antojos personales. Toda variación requiere primero de un
consenso social que la legitime y le dé cabida dentro de la comunidad.
Se pregunta entonces mi tía Eloína por qué algunos de nuestros hablantes
públicos (abogados, maestros, sociólogos u otros profesionales devenidos
súbitamente en filólogos improvisados) se creen con la autoridad suficiente
para convencernos de que los significados de ciertos términos o frases son
aquellos con los que algunos gobernantes los deforman y no los que realmente
les corresponden. Por ejemplo, hace poco
han intentado convencernos de que la palabra "impasse" podría ser
utilizada para justificar la existencia de un golpe de Estado institucional. Lo
mismo podríamos argumentar en relación con el vocablo "paz" que, para
muchos, pareciera asociarse con "violencia" "fusiles", "milicia",
"motorizados agresivos" y "saqueos programados".
Y eso para no decir nada de la nueva
interpretación que han querido asignarle a la palabra "amor" o a la expresión
"acto amoroso". Solo en la
mente de algún funcionario desquiciado se admitiría que proferir insultos y lanzar
furiosamente piedras, huevos, palos y otros objetos a algún gobernante deba
entenderse como "muestra de afecto y adhesión" y, además, que a dichos
actos de rechazo se les asocie con un "baño de pueblo". La guinda de esto es que, contradictoriamente,
algunos de los manifestantes de tal sentimiento han sido acusados y privados de
libertad por comportarse tan amorosamente. De verdad parecen haber dado crédito
al popular dicho que solía repetir mi tía Eloína a uno de sus maridos
ocasionales. Cada vez que aquel le ofrecía una "coñiza", ella solía
salirle al paso:
—¡Atrevete
vos, mirá!, ¡conmigo no vale esa vaina de "porque te quiero te aporrio"!
Aquel despreciable sujeto era un conductor
de carrito por puesto, inculto, burdo, tosco y soez con el que alguna vez ella cometió
el desacierto de "enconcubinarse". No obstante, desconocía dicho
tipejo a quién estaba amenazando. Se burlaba de él mi parienta cada vez que le
escuchaba aquellos amagos sin tomarlo mucho en cuenta, hasta que de verdad una
vez aquel basto "caballero" intentó poner en práctica su oferta. Fue
él quien salió con más moretones que alguien que hubiese consumido anticoagulantes
en exceso. Como cualquier fanfarrón de esos que ofrecen golpizas, terminó
siendo simultáneamente aporreado y "maleteado", y no precisamente
como manifestación de paz y amor.
Mucho cuidado deben tener entonces quienes
creen tener la sartén comunicacional por el mango y presumen que los escuchas
son una manada de pánfilos sin criterio. Olvidan
que hay en el mundo más de 500 millones de almas que hablan (¡y entienden!) su
mismo idioma, muchos de los cuales se habrán carcajeado; primero, al cerciorarse
de las incoherencias semánticas y, segundo, al escuchar tantas sandeces juntas
y cotejarlas con las imágenes del video referente a tales "expresiones de
afecto".
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