Algunas palabras y
expresiones del idioma que hoy son consideradas incorrectas o inadecuadas podrían
ser aceptadas en el futuro, principalmente si la comunidad hablante de español
decide soberanamente que así sea
El pasado mes de abril circuló en
diferentes medios una noticia según la cual un grupo de manifestantes había
identificado a alguien presuntamente
infiltrado en una manifestación de calle. Un comunicador que intentaba
dar cuenta de la noticia quiso ratificar el hecho e incorporó en su cuenta de
Instagram una nota que decía lo siguiente: "Fotodetalle del facsímil que portaba la persona que se
infiltró en la plaza Monumental".
Más allá del impacto de una noticia que ya casi resulta rutinaria en el
país, a mi tía Eloína le llamó la atención el uso que allí se hacía de la
palabra "facsímil". Al ver la fotografía con que se ilustraba el
hecho noticioso, se percató de que se aludía a una pistola de juguete. El arma
que se le había incautado a la persona no era un arma de fuego auténtica sino
una imitación. Surgió en mi parienta lo que ella suele llamar un
"anacoluto semántico", ocasionado por la asociación que se había
hecho entre "copia" o "imitación" y "facsímil". Se fue entonces al clásico mataburros
académico, el DLE, y encontró que allí
se precisa que dicha voz tiene dos formas en español: "facsímil" y
"facsímile" . Ambas remiten a
la reproducción o imitación de un impreso. De la misma raíz provienen otros dos
vocablos: "fax" y "faxear".
No es nuevo este procedimiento mediante el cual
algunos grupos de hablantes persiguen (a
veces sin saberlo) que ciertas palabras amplíen su campo significativo y puedan
ser utilizadas para referir realidades que les fueron ajenas en su nacimiento.
Este constituye un mecanismo que está a disposición de los hablantes en todo
momento, aunque la "aprobación" definitiva de lo propuesto no suele
depender de quienes tienen la iniciativa, sino del consenso que alcancen en la
comunidad lingüística a la cual han sido dirigidos. Igual que en muchos otros
casos, aun cuando nos empeñemos individualmente, siempre la soberanía reside en
la colectividad (sea lingüística o de otra naturaleza). El fenómeno ha ocurrido en diversos momentos
de la historia de las lenguas y, por supuesto, no ha sido ajeno al español.
Puede darse, además, tanto en la oralidad como en la escritura. Hay ocasiones
en que el cambio se da en una de esas instancias y luego es traspasado a la
otra. Si aguzamos el oído y ponemos
atención al discurso cotidiano de mucha gente, nos percataríamos, por
ejemplo, de que abundan quienes, independientemente de posición social o
escolaridad, utilizan sin ningún rubor formas que todavía son consideradas transgresoras
de la normativa gramatical del idioma.
Tales son los casos de "darse de cuenta de la realidad", "vinistes a la marcha, protestastes y llorastes",
"onceavo plantón
nacional", "le encargué mis medicinas a los hijos que viven fuera",
"habemos muchas personas
haciendo cola para comprar". Todas
las palabras o locuciones que hemos destacado en letra cursiva son todavía consideradas como
gazapos. Las reglas indican que las personas nos damos cuenta de algo y no
"de cuenta de algo", aunque esta última aparezca en algunas canciones
como Caballo viejo o Llorarás; las formas de la segunda
persona del pretérito simple no terminan en esa "s" final intrusa,
por mucho que los hablantes insistan en añadirla; "onceavo" o sus
similares son numerales partitivos o fraccionarios y no deberían utilizarse para aludir a
orden; el pronombre "le" del
ejemplo citado debería aparecer en plural (les), puesto que plural es su
correferente ("a los hijos"), sin importar que el lema de una
reconocida pieza publicitaria oficial rece incorrectamente "Dile no a las drogas"; entre otras
cosas, el verbo "haber" es en
español (todavía) un verbo impersonal, lo que significa que, cuando hace esa
función, no tiene plural.
Nadie
sabe, sin embargo, si la repetición constante y su popularización, incluso
entre personas de alto nivel académico, llevarán alguna vez a considerarlas
como adecuadas. A lo mejor habremos de prepararnos para un futuro en
el cual, por lo menos algunas de ellas, dejen de ser censuradas y adquieran
salvoconducto hacia las formas correctas. No lo sabremos hasta que los
hechos sucedan, pero son ya tan recurrentes que parecieran andar por esa ruta.
Es posible que muchos se sorprendan al
enterarse de que los términos
"cocodrilo" y "murciélago" nacieron como voces incorrectas
y poco a poco el uso fue imponiéndolas, hasta el punto de que hoy, al contrario,
se consideran fuera de la norma sus correspondientes correlatos originales.
"Crocodilo" y "murciégalo" (las formas primigenias) son
catalogadas actualmente como gazapos de personas con deficiente dominio idiomático. Según su origen, estas dos últimas deberían
ser las más adecuadas: la primera
proviene de "crocodilus"
(reptil voraz y depredador) y la segunda, de murciégalo (ratón ciego). No obstante, el inefable zigzagueo del
uso les dio la vuelta. Alguien, involuntariamente y tal vez por desconocimiento,
las alteró, hasta que fueron imponiéndose y así se quedaron. Estos y muchos
otros temas conexos son desarrollados en un excelente y ameno libro publicado
hace pocos meses por el Instituto Cervantes: Cocodrilos en el diccionario. Hacia dónde camina el español
(Madrid: Espasa, 2016). Muy recomendable resulta este volumen para entrar en
estos terrenos de expresiones hoy
censuradas que, de continuar repitiéndose y adquiriendo consenso social,
podrían imponerse. Nadie quita entonces que, en un futuro, podamos utilizar
"facsímil" para referirnos a cualquier copia idéntica de un original,
trátese o no de un texto impreso.
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