La realidad no cambiará por mucho que la disfracemos con
palabras bonitas y/o frases que no la
muestren o busquen esconderla
…la lengua es para un hablador lo que el fusil para el soldado;
con ella se defiende y con ella mata.
Mariano José de Larra (escritor español)
Dos palabritas insidiosas vienen a la mente en el momento de
abrir los ojos y despertar en el año 2017: eufemismo y disfemismo. De acuerdo
con lo indicado en el Diccionario de la
Lengua Española (DLE), un eufemismo es una expresión utilizada para suavizar
una realidad que representada literalmente resultaría ofensiva o escatológica. Es decir, ponemos pañitos calientes a las
palabras, buscándolas con pinzas, cubriéndolas
con un manto que las edulcora para evitar mostrar algo que resultaría procaz. Según
la misma fuente, su contrario sería el “disfemismo”. Ampliemos el primer concepto y digamos que el eufemismo puede ser también un modo de disfrazar la realidad mediante el
lenguaje, aunque no siempre sea grosera u ofensiva la expresión literal a la
que remite. Se trataría de cambiar los términos, sencillamente para que el
destinatario no perciba lo que no deseamos que vea. Digamos que un eufemismo no
es útil solamente para “floripondear” y arropar con un manto metafórico los
vocablos o expresiones malsonantes. Cuando se trata de asuntos que podrían
comprometer la credibilidad del hablante o de grupos de ellos, no faltan los
asesores de lenguaje que sugieren a sus aconsejados “eufemismar”, siempre que
se trate de reflejar lo que no queremos que se aprecie tal y como es; en tanto
deberíamos “disfemismar” cuando aludimos a lo que hace el adversario, el
enemigo, el jefe, el mecenas o el contrincante. Ambos verbos, no registrados en
ningún diccionario, son del glosario de
mi tía Eloína y aquí los utilizaremos en sentido amplio.
Un sorprendente ritual
eufemístico presenciamos, por ejemplo, durante el cierre del año que acaba de concluir:
desear “feliz Navidad” o “feliz Año
Nuevo” resultaba cuesta arriba para un buen número de personas. Un
auténtico (y a veces cínico) desaguisado verbal resultaba leer o escuchar el
lema “prendan la luz que es diciembre”, mientras vivíamos momentos de suspenso,
al sospechar que podríamos sufrir algún apagón al que oficialmente ahora no se
le llama de ese modo sino que se presenta como algo parecido a “proceso de distribución
racional de la energía eléctrica”. Casi como argumentar que durante el año que
se fue no hubo inflación sino aumento de precios.
Basada en estas desviaciones lingüísticas tan de moda durante
todo 2016, mi parienta recuerda, por ejemplo, que, de unos años para acá, parece
resultar inadecuado que utilicemos el calificativo de “discapacitado” en el
momento de hacer mención de personas que padecen alguna disminución física
(principalmente en las piernas). En algunos letreros y avisos institucionales se
prefiere la expresión “persona de movilidad reducida”, aunque muy poco se haya
hecho para ofrecerles verdaderas facilidades de desplazamiento en las áreas
públicas. Es lo mismo que llamar “privados de libertad” a quienes pagan
condenas, aunque algunos de los recintos
donde deben expiar sus delitos sean inhabitables o tengan múltiples carencias.
En lugar de reuniones sociales corporativas o saraos institucionales, algunas
invitaciones de fin de año aludían a un “compartir” o a una “actividad de
integración”, principalmente si se daban en recintos ministeriales o
universitarios. Y si se trataba de brindar y consumir bebidas espirituosas
durante el desarrollo de tales ágapes, se acudía al término “hidratación”. Yerran quienes mal aconsejados buscan imponer estos giros engañosos y
creen que modificando el lenguaje lograrán cambiar y mejorar o esconder la
realidad. Para quienes somos ciudadanos comunes y mortales, no es
suficiente que a la carencia creciente y carestía imparable de alimentos
básicos se les agrupe reiteradamente bajo la categoría “guerra económica”.
Buena parte de nuestros ingeniosos y acuciosos comerciantes aprendieron
también a “eufemismar” y resulta que ahora, cuando vamos —mejor dicho, cuando
tenemos con qué y/o podemos entrar— al supermercado, nos invade un auténtico
zipizape neuronal al momento de localizar algunos productos. Ante la imposición
de regulaciones gubernamentales de precios para determinados insumos, la viveza
comercial criolla ha buscado evadirlas y es así que ahora el champú, por muy
ordinario que sea, se llama “pretratamiento capilar”, cuando no “limpiador de
raíces capilares y sus extremidades”. Su complemento, el enjuague, es definido
en los envases como “postratamiento capilar” o “mascarilla de nutrición capilar
enjuagable”. Ni se diga el rollo que vivimos ahora con los tradicionales “lavaplatos”.
Independientemente de las marcas y presentaciones, siempre se llamaron y los identificamos
tradicionalmente de ese modo: lavaplatos o lavavajillas. Ahora nos devanamos
los sesos adivinando si estamos adquiriendo un desengrasante que desengrasa o
un “limpiador multiuso” que desinfecta. Además, la manera de referirse a los tradicionales
detergentes es “polvo o líquido multiuso”, cuando no “limpiador de alto poder”.
La misma receta publicitaria que nos
aplicaron cuando comenzó a decirse que las arrugas no se llaman así sino
“líneas de expresión”.
El colofón de esta situación generalizada ha sido que —entre
la histeria colectiva generada por la guachafita en capítulos con los billetes
de cien bolívares y la nueva
nomenclatura de la que venimos hablando— es obvio que los venezolanos estemos a punto de melcocha “oratoria” (es decir,
de caer en la condición de orates, locos, desquiciados) y muchos podríamos tener
necesidad de consultar con algún psiquiatra para que —como dicen los
colombianos— “nos colabore” ayudándonos a entender este berenjenal. La guinda
es que cuando yo mismo, el sobrino, pregunté a mi tía por la posibilidad de
solicitar ayuda a uno de esos profesionales, ella me ha dicho que no use
arcaísmos para designarlos, porque desde hace ya bastante tiempo no se les
conoce como psiquiatras sino como “analistas”.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario