Hay publicistas y/o asesores
políticos que, a propósito, nos ponen a comentar cosas que supuestamente han sido “prohibidas”
Aquel señor parecía no tener nombre ni apellido para nosotros. Era el portero de la institución en la que
estudiábamos. Dentro de nuestro grupo lo apodábamos sencillamente Cabezevaca
(así como suena, con la expresión sincopada). Si se quiere, un mote benigno de
nuestra parte, considerando que para otros los teníamos peores. Un día, el susodicho presuntamente se hartó
de ser el blanco de nuestras burlas y lanzó una pública arenga, colocándose en
el pecho el siguiente letrero: “El que me diga Cabezevaca le caigo a golpes”.
No obstante, aunque parecíamos pendejos, no lo éramos tanto. Sospechamos que lo que estaba buscando era
todo lo contrario, que el mote se hiciera público y contribuyera a levantarle
la egoteca, convirtiéndolo en centro de cualquier conversación.
Desconocíamos su nombre de pila, pero no queríamos caer en la treta.
Por mucho que preguntamos, nadie supo revelárnoslo. Era el encargado de abrir
todos los días los portones. Según las enseñanzas de la docente de Formación
Social, Moral y Cívica, aparte de los profesores, teníamos que saludar al resto
de los empleados mediante el tratamiento de “señor” o “señora” más su nombre y/o
apellido. De modo que la ya rutinaria frase
que le susurrábamos cada mañana (“buenos días, señor Cabezevaca”) llegaba a su
extinción, sin que supiéramos cómo nos dirigiríamos a él a partir de ese momento.
Fue entonces cuando, en conciliábulo de aburrida tarde de domingo, tomamos la
decisión de que al día siguiente llegaríamos al liceo y, para desviar su
propósito oculto, le diríamos
efusivamente “¡buenos días, señor y amigo!”.
Nada ocurrió al comienzo. Para disimular, el caballero respondía
sonriente, suponíamos que lamentándose por dentro de que el tiro le hubiera
salido por la culata. Sin embargo, nomás entrar el último de nuestra pandilla,
avanzando todos rumbo al salón, escuchamos sus gritos, volteamos y lo vimos
venir furioso hacia nosotros, vociferando y levantando los puños en señal de bronca.
La juventud nos ayudó a correr más rápido que él para salvarnos de la tunda con
que nos amenazaba, mas, al final de la mañana, no pudimos escapar del llamado de
atención del director, quien nos había “invitado” a visitar su oficina.
—Lamentablemente debo citar a sus representantes por haberle faltado
el respeto al señor Puche —por fin nos enterábamos de su apellido y simultáneamente
descubríamos que el profe era tan rebuscado como el acusador—. Él alega que lo de “amigo” ha sido ironía de ustedes para apodarlo
indirectamente Cabezevaca. Y no le falta razón, porque “amigo es el ratón del
queso, el queso se hace con leche y la leche proviene de la vaca”. Fuimos sancionados
“sin aviso y sin protesto”. Puche había logrado darle la vuelta al plan de no
seguirle la corriente. Adicionalmente, le había hecho conocer al “dire” nuestro
apodo secreto, con lo cual seguramente se extendería entre todo el personal y
el alumnado. Era obvio que el bedel deseaba convertirse en el foco de los
comentarios, aunque fuera mediante un mote que no le hacía honores.
Aquella muy rebuscada inferencia vuelve a la memoria en estos días
en que mi tía Eloína hace ficción e imagina que podría aparecer alguna vez un edicto gubernamental que, aparte de todo
lo que ya no puede hacerse en Venezuela, estipule que sea delito “hablar mal de
alguien”. Contemplaría el decreto de marras que en cada oficina pública
deba colocarse un letrero, legible, claro y concreto, que rece “Prohibido
hablar mal de Fulano o Zutana”. Si a eso le sumamos las dificultades para tener
acceso a alguna serie televisiva que “casualmente” sea puesta al aire en tiempo
de vacas flacas, pues habría razones para sospechar que con ello se pretenda convertirla también en eje
del discurso cotidiano del país y más allá.
En la rumorología popular venezolana se dice que hubo algún político
del siglo pasado que, cuando alguien le comentaba que en la calle estaban
hablando horrores de él, sonreía abiertamente y expresaba complacido: “No
importa si bien o mal, lo relevante es que hablen de mí”. Según mi parienta, eso es precisamente lo que se perseguiría tanto
con el ficticio mandato de marras como con la “prohibición” de alguna serie: que
se siga “cuchicheando en voz alta”, aunque sea mal, de alguien que ya ha
comenzado a ingresar en el olvido del imaginario nacional. Y como que no le
falta razón. Si regresamos a aquel final de nuestra anécdota con Cabezevaca,
podría deducirse que expresándonos mal de alguien estamos haciendo exactamente
lo contrario, porque mantenemos su protagonismo. Y si nos negamos a caer en el
juego y buscamos una alternativa para nombrar lo supuestamente innombrable, seguro
que algún filólogo improvisado le dará la vuelta para argumentar que igual lo
estamos haciendo. Diría, por ejemplo, que no le estamos diciendo perro pero le
estamos mostrando el tramojo.
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