Redes y medios venezolanos abusan en estos días de esta peligrosa y negativa palabra: "DEFAULT"
Según el
Diccionario de inglés Oxford, default es palabra viajera: basada en el
latín fallere (engañar, defraudar),
pasó al antiguo francés como defaillir y de allí aterrizó en el inglés para convertirse posteriormente en un
vocablo usual en otras lenguas. Como Pedro por su casa y aunque todavía no
forma parte del Diccionario de la lengua
española ni siquiera como préstamo, el
término anda de fiesta en estos días en la prensa y redes sociales venezolanas.
Posiblemente hay hablantes que aún
ignoran a qué alude exactamente; sin embargo, de un día para otro se ha
popularizado y la tenemos hasta en la sopa. Se la escucha en la calle como si
siempre hubiera estado entre nosotros, cual si fuéramos un país que lleva años gestando
lo que tan curioso vocablo significa. Lo más gracioso que a ese respecto
escuchara hace poco mi tía Eloína ha sido la bromista recriminación que un
supuestamente desatendido caballero le hacía a su pareja: "te recuerdo que
llevas varios noches en default
conmigo".
En las ciencias económicas y jurídicas se la
usa normalmente para aludir a la situación de mora en que incurre un deudor, cuando
por cualquier motivo no puede cumplir a tiempo con las cuotas e intereses
relativos a algún compromiso monetario adquirido. Más allá del uso técnico
especializado que implica cesación o incumplimiento de pagos (default of payments), en algunas comunidades de habla inglesa suelen aplicársele
significados menos específicos: "defecto", "falta" o "falla", por
ejemplo. También podría utilizársela como sinónimo de "quiebra", "bancarrota" o "reticencia", entre otros. En
informática alude además a alguna opción asignada de antemano (casi siempre por
el fabricante o sus proveedores de software)
para operar en un equipo o programa determinado. Lo cierto es que, aparte de esa
acepción relacionada con la cibernética, toda su carga semántica parece
sombría, oscura, tenebrosa. Posiblemente
el hablante común desconozca la significación precisa y concreta de dicha voz
en el complicado mundo de las finanzas, pero, de tanto escucharla o leerla en
contextos negativos, intuye igualmente que cuando el río suena... pocas cosas
buenas trae.
El vocablo aparece en la duda melódica
relacionado con una pequeña historia que ha llegado a oídos de mi tía Eloína y
vinculada con otro verbo, este sí español, que ya se ha convertido en cotidiano
para nosotros: migrar. Diariamente, los noticiarios se hacen eco de diversas circunstancias y aconteceres
implícitos en esta nueva costumbre nacional que ha llevado a muchos venezolanos
a poner en práctica la huida o a plantearse la posibilidad de alzar vuelo hacia
otros espacios menos conflictivos y, teóricamente, oferentes de mejores
condiciones de supervivencia.
Mi parienta es poco dada a mostrarse
públicamente trágica o melodramática ante determinadas situaciones. Verbigracia,
se rehúsa a agregar más ingredientes al clima recurrentemente adverso, oscuro,
que, dentro o fuera del país, ensombrece
las conversaciones rutinarias de sus connacionales. No obstante, me ha solicitado que resuma este breve
relato de hoy, ya que pudiera tener repercusiones profundas en relación con el
concepto de nacionalidad, además de las implicaciones
cognitivas propias de un preocupante default
peor que el económico: el anímico, y —hay que decirlo— no atribuible
exclusivamente a sectores oficialistas.
El protagonista es un niño de siete años
que, en condición de inmigrante, ha cumplido con su primer día en una escuela básica
de Santiago de Chile. Tomado de la mano por su joven madre, camina por un
conocido bulevar del centro de la ciudad. Mantienen la siguiente conversación:
—¿Cómo te fue en la escuela? ¿Te gustó?
—pregunta la señora en tono cariñoso.
—Bueno, la maestra me preguntó que de dónde era
y le contesté que soy de Chile.
—¿De Chile? ¿Y por qué? ¡Si tú eres venezolano!
—No quise decir de Venezuela porque ya no
quiero ser de allá; ahora soy de Chile. Venezuela es mala.
—¿Mala? —lo increpa la madre más que
sorprendida— Hay personas que no la quieren, pero Venezuela no es mala. ¿Acaso
son malos tus abuelos y tus tíos?
—Ellos no, pero los demás son malos, todos; no
los quiero...
Imagine el lector cualquier final para el
cuento y quede constancia de que, durante todo el recorrido, la preocupada mamá continuó ofreciendo
argumentos al pequeño para hacerlo reflexionar. Lo importante de la charla es que evidencia
que en esto de las migraciones parecen
estar gestándose atrasos relacionados con otros tipos de deudas: aquellas referentes a los modos de pensar, de ser y de
estar en el mundo; las que se relacionan con unos intereses de mora mucho
más preocupantes, porque amenazan con "quebrar" el alma del país. Las que poco a poco nos van
despojando del sentimiento nacionalista que, dígase lo que se diga, contribuye
a fortalecer las raíces históricas y el sentido de pertenencia de cualquier población. Se trata de déficits que a la larga serán mucho más duraderos, casi
impagables, y más difíciles de "reestructurar"
y "refinanciar", principalmente cuando los acreedores son las
personas de menor edad. Aquí la
moratoria podría devenir en eternidad y
las generaciones causantes difícilmente podrán hacerse cargo de los intereses
ni del capital.
Muy probablemente ese
chiquillo de la historia está repitiendo frases escuchadas en algunas
conversaciones cotidianas o en los medios de comunicación, pero además las está convirtiendo
en conducta. Y cuando el lenguaje se convierte en actuación, las consecuencias son
mucho más duraderas. Si son buenas, contribuyen a robustecernos como colectivo;
mas si son negativas, pueden acarrear daños incurables. Caer en default con la parte más vulnerable (y
también cognitivamente más permeable) de
la sociedad podría acarrear la
agrupación en uno solo de todos los
sentidos negativos de que se ha nutrido la evolución semántica de esa palabra.
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Publicado originalmente en www.contrapunto.com (19-11-2017)
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