Un vocablo no es malsonante
por sí mismo, a veces depende de quién lo expresa, dónde y en qué situación
Durante nuestro paso por la
escuela primaria, siempre escuchábamos decir que hay palabras buenas y palabras
“malas”. Estas últimas o no debían
decirse o estaban reservadas a los adultos.
También se las conocía popularmente como groserías. Los filólogos
(siempre mucho más recatados y cautos que los hablantes comunes y corrientes)
suelen llamarlas voces malsonantes.
Otros hablan de imprecaciones, aunque con ese tipo de vocablos no
siempre se maldice a alguien. No faltan los que las denominan escatologías,
porque algunas de ellas aluden a excrementos. Para agruparlas todas, en España
se las categoriza coloquialmente como “tacos”. Otros prefieren agigantarlas y
denominarlas palabrotas.
No obstante, cuales imberbes
ignorantes y poco duchos en los asuntos del lenguaje, siempre terminábamos
preguntándonos dónde estaría el límite entre las palabras buenas y las insolencias.
Preocupado por esas curiosas
voces no siempre aceptadas y a veces prohibidas, el escritor y académico español Camilo José
Cela (1916-2002) publicó un compendio al que, precisamente por la naturaleza de
su contenido, tituló Diccionario secreto (1968). Aunque
existen tres tomos del mismo, su inventario no fue suficiente para dar cuenta
de la cantidad existente en lengua española.
Según mi tía Eloína, hay algunas
voces que, más por extrañas que por malsonantes, casi parecieran ser “peores”
que muchas otras. Verbigracia, angurria, almorranas y cursería. Angurria suele tener que ver con la orina y
la orinadera pero, en algunos países de
América, también remite a hambre o
avaricia. Una cursería es una diarrea
incontenible y las almorranas son tumoraciones en los márgenes del ano (lo que
los médicos refieren como
hemorroides).
Además, siempre ha manifestado mi
parienta que las palabras más feas del
idioma español son sobaco y gargajo. De allí que, muy venezolanamente, a la
sobaquina o sobaquera preferimos llamarla musicalmente violín. “Esas dos palabrejas son tan deplorables y
puercas —arguye sabihondísima y sobrada— que, sin apariencia de groseras, se
utilizan para agraviar a otros, como suele hacerse precisamente con los
términos soeces. Decirle a alguien que es “más feo que sobaco de gorila” —continúa—
puede ser tan insultante como recordarle a la progenitora, que a su vez no es
igual a enviarlo al coño de la misma.”
También hay quienes buscan injuriar a los demás llamándolos
gargajos o asegurándoles que son unos
mocos. Sin embargo, en algunas regiones hispanoamericanas se nos
hace difícil entender el dicho peninsular según el cual algo o alguien “no es
moco de pavo”, queriendo decir que es
muy importante o relevante. Y aquí viene entonces el meollo principal de esta duda melódica.
Y es que las llamadas voces malsonantes no siempre suenan tan mal. Pueden
ser “sucias” o “cochinas” para unos,
pero también resultar “limpias” para
otros. Dependen a veces del valor
social que se les asigna en cada lugar,
de la situación e incluso de quien las exprese. Es curioso que una buena parte de ellas
aludan a los genitales, a ciertos orificios del cuerpo o a las excrecencias que
de ellos (o por ellos) emanan. Que un
hombre sea “cabrón” en Madrid no suena tan ofensivo como que lo sea en
Maracaibo, igual que en ambas ciudades tampoco tiene el mismo significado
desearle a alguien que “le den por el culo”. Hay personas a quienes las
llamadas palabrotas les parecen muy simpáticas en otras lenguas, pero les
resultan repugnantes e impronunciables en nuestro idioma.
De modo que prefieren ultrajar a los oponentes
anteponiendo, por ejemplo, la
palabra “foquin” (versión criolla del
inglés fucking) a cualquier expresión
con la que deseen golpear metafóricamente o expresar su rabieta (por ejemplo,
“foquin ministro”, “foquin escasez”). Si
ante la dimensión descomunal de una cola en el súper, expresas
anglófilamente “ship!”, quizás
suene chévere a los oídos de alguien que se las dé de refinado, pero si te sale
la palabra equivalente en español, es posible que algún guardia nacional te
expulse del lugar por indecente. Al responderle “¡foquiú!”, posiblemente sonría
(quizás porque no entiende o porque le resulta gracioso); mas si le ripostas
“¡jódete!”, tal vez termines “con “los ganchos puestos”, como dicen ahora
algunos de nuestros ilustrados funcionarios gubernamentales. Comentar que no te gustan las tetas operadas podría implicar que algunas señoras
te censuren; pero posiblemente sonrían si dices humorísticamente que eres “senófobo”.
El mismo Camilo José Cela nos recuerda en el
primer tomo de su Diccionario secreto
un curioso refrán atribuido a una supuesta abadesa empeñada en sacar de sus
rezos palabras que le resultaban fuertes: “Domine meo es término feo /Decid
Domine orino/ que es término fino”. Conclusión:
posiblemente ella no hacía “pis” como cualquier mortal, apenas miccionaba.
--------------
Publicado originalmente en www.contrapunto.com (6 de marzo de 2016)
Imagen aportada por Contrapunto.
--------------
No hay comentarios.:
Publicar un comentario