De niños jugábamos a los
combates imaginarios e intentábamos ejercicios de confrontación bélica que solo
se justificaban por nuestras ansias de convertirnos en los héroes que no éramos
Mi tía Eloína me ha recordado en estos días
que, motivados por las películas de la época y por el ocio del que nos proveía
la escuela (porque solo acudíamos a ella medio turno), de niños solíamos
jugar a policías y ladrones, a vaqueros e indios o a ejércitos en pie de guerra.
Para esta última simulación, nos constituíamos en dos grupos que fungían de batallones
prestos para el ataque y la defensa. Cada contingente tenía su respectivo
cabecilla, que era quien supuestamente daría
las órdenes para que su “escuadrón” atacara al contrincante. Previo al
imaginario alistamiento, se nos presentaba un dilema aparentemente irresoluble.
Ante la ausencia de un comandante general que nos orientara, la situación era
algo complicada. Una actividad de esa naturaleza implicaba la existencia de
grupos oponentes y, ante ese requerimiento, surgía el primer escollo:
quiénes serían los buenos de la confrontación y quiénes los malos. Nadie
quería autoasignarse este último rol porque todos estábamos muy claros en que,
en cualquier contienda, los malos están condenados a perder. No obstante, la
mayoría de las veces, la diatriba se resolvía dejando la elección al azar. Cada
cabecilla escogía los suyos entre los que consideraba más aptos. Muchos
quedaban fuera hasta llegar a la asignación de uniformes. Una vez hecha esa primera selección,
dejábamos que la distribución de roles la dispusiera una moneda: cara, buenos;
sello, malos.
Venía después el asunto de las armas que
cada facción utilizaría. Las imaginarias piezas letales más apetecidas eran los chopos y esos adminículos
que en diferentes regiones del país son denominados “caucheras”, “chinas” u
“hondas”: horquetas cortadas de un árbol con dos tiras de goma y un cuenco de
cuero en el que se coloca un proyectil. El chopo era un poco más sofisticado:
supuesto fusil de fabricación casera que normalmente dispara pequeñas esferas
de plomo. Por tratarse de una actividad lúdica e infantil, nuestras municiones
estaban constituidas por pequeñas bolitas hechas con papel húmedo. En abierto seguimiento de lo que veíamos hacer
a los adultos o a otros grupos de chicos de edades más avanzadas, también nos
asignábamos los tipos de armas por bandos: chopos para los buenos, caucheras para los malos. Nada distinto de
las guerras de ahora, en las que los más poderosos tienen armamento que deja
pasmados a los contrincantes debiluchos que se creen invencibles. Lo demás,
escopetas y revólveres de madera, nos parecían objetos de bisutería. Nadie los deseaba.
Constituidos los ejércitos y definidas las
armas, venía el turno de escoger lo que sería el uniforme apropiado. Cada quien
debía hacerse de un atuendo perteneciente a un hermano mayor: los buenos, ropa
de colores claros; los malos, vestimenta oscura. Aquí surgía por lo general otra dificultad. Los
integrantes más obesos, los barrigones o los flacuchentos tenían problemas de
talla porque en lugar de soldados simulaban hallacas mal amarradas, unos por
defecto, otros por exceso. A los pasaditos de kilos y panzudos les cerrabas los
botones y quedaban como si estuvieran a punto de explotar. Aparte de que, por
ser como eran, resultarían facilísimo blanco para el oponente. En consecuencia,
los jefes rogaban para que nos les tocara ninguno de tales ejemplares en su tropa.
Solución: una vez escogidos los más atléticos —una inmensa minoría porque las
lombrices hacían su agosto y su septiembre con nosotros—, a rollizos y
mantecosos se les rifaba hasta que cada cual completara el mismo número de
integrantes. Por el contrario, con los que no tenían carne ni para una
empanada, el problema era cómo hacer para que no simularan un espantapájaros
con ropa ajena. El grupo al que habían correspondido los chopos los eludía ante
el temor de que no pudieran con el peso del armamento. La holgura de su indumentaria era tanta que al
final se les relegaba como parte de la “reserva”; es decir, obesos sobrantes y
flacuchentos palilludos que no calificaran no jugarían a la guerra de
milicianos y estarían allí uniformados pero solo como mirones. Verlos era observar
caricaturas de soldados.
Ya definidos los oponentes y sus
integrantes, venían los llamados ejercicios de apresto. Los mismos estaban
constituidos por unas breves prácticas en las que simulábamos escenarios de
ataque, defensa ante situaciones sobrevenidas y posibles estrategias y
maniobras a utilizar, de acuerdo con el tipo de terreno y categorías de
“soldados” que hubiese correspondido a cada sector. La etapa final era la
clásica “¡A discreción, marchen!: barrigones en la vanguardia; cabecillas, avispados y oportunistas en la retaguardia.
Luego de toda la parafernalia que implicaba
definir y escoger reclutas, uniformes, tipos de armas y estrategias de
ataque, defensa y retirada, llegaban los verdaderos mandamases, o sea, los
hermanos mayores. Venían dotados de pertrechos que, a nuestro juicio, simulaban
armas nucleares: correas que parecían disparar rayos láser contra nuestros
escuálidos traseros. Procuraban furiosos su ropa y sus armas mal habidas por
nosotros. Acababan con aquella fantasía, descoyuntándonos y mandando a cada
quien para su casa a coñiza limpia. Los mayores eran un escuadrón muy superior
a los nuestros, mejor entrenado y ya curtido. La guerra no pasaba de ser una quimera en
nuestras mentes infantiles; no ocurriría
nunca; no la conoceríamos después de tamaña faramalla, luego de tanto esfuerzo por creer nosotros
mismos que de verdad tendríamos una confrontación, porque, paliza de por medio,
nos mandaban a casa como si fuéramos milicianos de utilería. Como suele ocurrir
en muchos casos, la guerra solo tenía lugar en nuestras fabulaciones de imberbes
y en nuestros constantes y reprimidos deseos de heroicidad.
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Publicado originalmente en www.contrapunto.com
Imagen aportada por Contrapunto
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