A veces es imprescindible renunciar a
ciertas apetencias y caprichos personales para que otros no tengan que
abandonar su casa
Un conocido bolero ranchero del compositor mexicano Antonio Valdez Herrera
(1922-2007) se titula Renunciación. Muchos
lo han interpretado, pero pocos dudan que fuera consagrado por ese inolvidable cantor
que fue Javier Solís (1931-1966). Cito de entrada la primera estrofa para que
sepamos de qué va:
No quiero verte llorar
no quiero ver que las
penas
se metan en tu
alma buena
por culpa de
mi querer.
El argumento de la pieza es relativamente sencillo y, si se
quiere, en términos de lo que es una pasión amorosa, bastante lugar común: ante
la sospecha de malquerencia de parte de su pareja, con dolor, con tristeza, con
cierto dejo de despecho, la otra parte decide dejar el sendero libre. Ante tal
situación, si nos ponemos en su lugar, renunciar es lo más fácil, lo más normal
y sensato. No me quieres, me marcho para que ambos podamos tomar la mejor
decisión acerca de nuestro destino.
Si acudimos al Diccionario
de la lengua española (DLE) en busca del término “renunciación”, la
entrada remite a “renunciamiento” y este a su vez nos lleva a donde queremos
llegar, a “renuncia”. Esta última tiene por lo menos cuatro acepciones: dejar
voluntariamente algo que se tiene, desistir de algún proyecto, privarse de algo
e, incluso, lo que mi tía Eloína llamaría “pasar agachado”. En síntesis,
renunciar es dimitir para facilitar la solución pacífica, sana y civilizada de
un asunto.
No se entiende que alguien
que esté perturbando una determinada situación, y hasta empeorándola cada vez
más, no tenga la suficiente entereza, el necesario coraje e inteligencia para
permitir que su relación tormentosa con la contraparte fluya y las
consecuencias no recaigan sobre terceros.
Suficientemente conocida es la frase atribuida a Rómulo Betancourt: “Ni
renuncio ni me renuncian”. Analizada desde la distancia, es obvio que se trata
de una expresión que a todas luces denota soberbia política. Esto puede gustar
o no a sus partidarios, pero no es el asunto como para haberse sentido
orgulloso de ella.
Lo expresó el poeta Andrés Eloy Blanco en uno de sus poemas
más conocidos: “Cuando renuncie a todo seré mi propio dueño…/ La renuncia es el
viaje de regreso del sueño.” Hay eventos inesperados ante los cuales la mejor
salida, la más honorable, es la renuncia. Si estorbo en medio de alguna
relación que ya no es fluida, si me constituyo en un obstáculo insalvable para
la otra parte, me crezco cuando acepto que no soy monedita de oro y decido tomar
las de Villadiego. Son muchos los seres humanos que han pasado por esto y nos
han dejado la lección de tener un alma grande, bondadosa. Forzadito por
solicitud popular, lo hizo Vicente Emparan, precisamente, un 19 de abril de
1810. Pero lo hizo. En fecha más cercana
(febrero de 2013), también nos dio el ejemplo el anterior papa Benedicto XVI.
Mucho se discutió y se intentó adornar el hecho con que no se trató de una
renuncia sino de otra figura, la dimisión. Para efectos de lo que significa
reconocer(se) y agigantar la consagración, da lo mismo. Cansado, hastiado,
descorazonado o lo que fuera, tomó la decisión de dejar la vía libre a quien
muy dignamente lo ha sucedido. Han renunciado presidentes, reyes, emperadores,
grandes cacaos, damas ejemplares, empresarios exitosos, artistas relevantes y
la historia los ha dignificado; les ha reconocido su gesto de liberar un
camino.
No siempre debemos creer
que somos imprescindibles, que constituimos lo que en lenguaje maracucho llaman
“la pepa de Billy Queen” y en otras latitudes “la tapa del frasco”, la
finalísima gota de agua en un desierto, y que por ello jamás renunciaríamos a
algo. Muchas veces es preciso abandonar un presente
incierto para facilitar un futuro promisorio. Pero, cuidado, a lo mejor se hace
necesario enmendar las acepciones del verbo renunciar que hemos descrito al
comienzo de esta duda. Hay momentos en que son otros los que, con su torpeza,
con su reducido mundo de creencias, generan en alguien la decisión de abandonar
algo. Algunas renuncias son a veces necesarias para que otros no renuncien a lo
suyo.
Por ese motivo, mi
parienta se enfurece cada vez que lee o escucha que las personas (jóvenes o no)
que han renunciado al país para buscar un mejor sistema de vida son
“apátridas”, “traidores”, o, entre
otros juicios apresurados y desquiciados, ciudadanos desalmados que dejan su
lar nativo por comodidad. No es fácil para nadie renunciar a su nacionalidad, a
sus querencias, a las ataduras que por años lo mantuvieron sujeto al espacio en
el que nació, creció y soñó, a la seguridad que generan los afectos familiares.
Tampoco es sencillo para quienes se quedan, comenzar a vivir otra vida porque
se han marchado los hijos, los hermanos, las tías, los sobrinos... Esos que
deben quedarse también han sido injustamente obligados a renunciar a algo: a
sus lazos familiares, a los amores que cultivaron. Por el contrario, son muchos
los que deberían mirarse en un espejo, reconocerse como culpables de la
calamidad que nos ha tocado padecer y, esos sí, asumir alguna vez un mínimo
gesto de dignidad y renunciar para que los otros, que somos muchísimos más, respiremos
mejor; entender que necesitamos volver a la canción de Valdez Herrera y
escucharlos alguna vez decir:
…si sólo penas
te causo yo
me voy, mi
vida, de tu presencia
aunque me
duela en el corazón.
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Publicado originalmente en www.contrapunto.com (17 de abril de 2016)
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