Es la pregunta que ha
formulado mi tía Eloína muchas veces a diversos libreros. La respuesta
recurrente la encontrará en el desarrollo de esta quejosa duda melódica
Un diccionario es la memoria léxica de una lengua: allí reposa
el patrimonio lingüístico, social y cultural de una sociedad. Aunque
consultarlo es relativamente cómodo y fácil, elaborarlo y ponerlo en
circulación no es tan sencillo como pueda pensarse. Solo los lexicógrafos profesionales
saben de las penurias y las horas-hombre y horas-mujer que exige un trabajo de
tal naturaleza. Ocupa años de labor tesonera, paciente y constante. Muchas
personas e instituciones participan (directa o indirectamente) en su
elaboración, incluso en el caso de los que llevan firma individual. La
disciplina que los cobija se llama Lexicografía. Y un buen diccionario a la
mano es un puente mágico y mítico entre lo que sabe un hablante y lo que desea
saber o ratificar acerca del idioma con el que mira el mundo.
En octubre de 2014 se publicó la
vigésimo tercera edición del más conocido y reconocido de los recuentos léxicos
de nuestra lengua: el Diccionario de la
Lengua Española (DLE). Se hizo en conjunto entre la Real
Academia Española, veinte academias
hispanoamericanas y una norteamericana. Contiene aproximadamente noventa mil
entradas, entre ellas diecinueve mil voces propias de América y más de tres mil
venezolanas.
La versión impresa en
papel tiene dos mil trescientas doce páginas. Aunque en consonancia con este
tiempo de realidad virtual, existe también una versión digital (actualizada en octubre de
2015, accesible literalmente a todo el planeta), habrá instituciones, colegios,
bibliotecas que todavía aspiran a tenerlo en sus anaqueles, como un tótem
incuestionable, seguro, certero, contundente. Y es así porque, independientemente
de la relación que mantengamos con la Web, vivimos todavía tiempos de
transición en los que continúa habiendo muchísimas personas sujetas al mito del
legendario y magníficamente “fetichizado” libro convencional. Puede parecer
inexplicable para algunos pero hay costumbres sociales y culturales insertas en
los genes de las cuales no es tan fácil desprenderse. Una de ellas es, por
ejemplo, el hábito de ojear, hojear y leer un manojo de páginas alineaditas,
juntas, ordenadas y numeradas entre dos tapas materialmente manipulables, algo que
se pueda palpar, oler, manosear y hasta (sub)rayar o servir de almohada (para
quienes tienen esa y otras costumbres vinculadas con ese fetiche que es el
libro).
Esa y no otra es la razón por la cual mi tía Eloína, adicta a la consulta de repertorios lexicográficos, sigue preguntándose los motivos por los
cuales el DLE impreso en papel no se consigue (o se hace difícil de obtener) en las librerías venezolanas. Según asume
mi parienta, la respuesta a esa interrogante debería darla la casa editora
encargada de traer esa obra a Venezuela, es decir, la editorial Espasa; hasta
donde se conoce públicamente representada en el país por los señores de
Planeta. Es verdad que desde hace mucho tiempo son muchas las carencias que nos
acogotan, muchos los vacíos que hay en nuestro quehacer cultural. Sin embargo,
en este caso, no convence demasiado la excusa que por allí hemos escuchado,
según la cual dicha situación se debe a la escasez ya crónica de pliegos para
imprenta. Cualquiera que por alguna razón esté familiarizado con el universo
editorial del país conoce de sobra la situación con el papel (y no solo me
refiero al de imprimir). Sin embargo, esas mismas personas saben también que el
DLE no se ha elaborado en Venezuela casi nunca. Baste revisar el colofón de
todas las ediciones anteriores para verificarlo. Pero, aun si así fuere, si por
razones de costos, hubiere necesidad de hacerlo aquí, la evidencia de las
vitrinas de algunas librerías demuestra que sí ha habido “voluntad” para
publicar volúmenes de otra naturaleza.
Digámoslo sin tapujos: El
único país de Hispanoamérica donde parece no haber llegado hasta ahora el DLE quizás
sea el nuestro. Y si llegó ha sido de modo clandestino. Tampoco ha habido
hasta hoy presentación pública del DLE en Venezuela. Y si se hizo, se llevó a
cabo de forma que muy pocos nos enteramos. Da la impresión de que los libros sobre
la farándula y los faranduleros, las “biografías” y los oficios de algunos
personajes públicos rinden muchos mayores beneficios, o al menos despiertan más
interés editorial y comercial, que un volumen como el Diccionario
de la Lengua Española que, aunque en verdad tiene poco valor mediático, es,
eso sí, una mediador insustituible entre los hablantes y su lengua.
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Publicado originalmente en www.contrapunto.com (28 de febrero de 2016)
Imagen aportada por Contrapunto
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