Quien cree que hablando
públicamente como “el pueblo” se coloca más cerca de este, podría estar
escupiendo para arriba
Habla o
escribe públicamente todo el que lo hace para audiencias masivas, a través de
cualquier medio: prensa escrita, radio, televisión y ahora Internet. Y cuando
se hace esto, se debe tener conciencia de lo importante que es, porque —sea malo,
regular, bueno o buenísimo— el que se dirige al colectivo modela
comportamientos verbales, incluso a veces sin proponérselo. A lo mejor no se
dan mucha cuenta de ello quienes terminan mal o bien hablando, gestualizando o vociferando
como lo hacen sus “dirigentes”, pero así es. Cualquiera que sea su rol en la
sociedad, un hablante público está
expuesto a todo: al escarnio, a la alabanza, a la consideración, al respeto o
al irrespeto y, muy importante, a la imitación. Quienes lo escuchan, lo
leen o lo ven por la tele pueden erigirse en sus más severos o condescendientes
jueces. Por eso, hay que cuidarse mucho, más allá de las sandeces o
genialidades que puedan ocurrírsele a quienes hacen la labor de asesores
lingüísticos o publicitarios.
Los hablantes (o escritores)
públicos estamos en permanente riesgo de que cualquier cosa que hagamos,
digamos o juzguemos pueda ser utilizada contra nosotros mismos. A partir
del momento en que nos convertimos en predicadores o defensores del uso adecuado
del lenguaje, no importa el lugar o el medio donde lo hagamos, seremos víctimas
del acoso generalizado por parte de quien albergue alguna duda acerca de usos y
abusos idiomáticos. Si alguien sabe de eso, son, precisamente, los profesores
de lingüística y los académicos, principalmente cuando acuden, por
ejemplo, a una clínica y terminan siendo
consultados por su galeno.
— ¿Cuál
es la diferencia entre un liceo y una “licea”? —pregunta el confundido
hematólogo de Eloína— ¿Por qué los militantes machos masculinos hombres del
gobierno dicen que son “chavistas” y no “chavistos” si su guía actual ha
determinado que son supuestos “millones
y millonas”?
— ¿Por
qué un presidente encadenado dice “propinió”, “vituperearon” y “entromezca” y
no propinó, vituperaron y entrometa?
— Profesor
—me pregunta un exalumno carachense— si rozagante significa “vistoso” y bonito
“agraciado”, ¿por qué se ha dicho que los
venezolanos estamos “rozagantes y bonitos” si la gente en las colas se ve
tristona, malencarada y majincha? [En algunas partes de Lara y Trujillo
“majincho-a” significa “demacrado, pálido, lívido”, principalmente por enfermedad
o por estar pasando hambre].
Para nada significa esto que quienes nos abordan con esas u otras
preguntas no tengan sobradas razones para hacerlo. Buscan en gente a la que
suponen profesional del lenguaje una explicación para tanto desaguisado,
principalmente porque dicha actitud de descuido contradice lo que se intenta
enseñar a sus hijos, incluso mediante los libros obsequiados por las
autoridades educativas. Quien descuida
irresponsablemente su actuación lingüística pública educa muy poco cada vez que
expresa insensateces, en lugar de utilizar las palabras adecuadas. Hablar o
escribir como creemos que lo hace el “pueblo” no nos acerca a él; más bien nos
aleja; nos iguala por debajo. Contribuimos con el caos cada vez que olvidamos
que el lenguaje que generamos irreflexivamente (como nos salga) va dirigido a
otros y que con nuestros gazapos arrojamos más leña al fuego de la situación
general de deterioro que vive el país. De allí que no sea nada edificante que un
gobernador arroje como si nada, por el
Twitter o por donde mejor le parezca, palabrejas como “culillo” y “chúpalo”.
Más de un hablante desprevenido seguramente utilizará ese vocabulario en
cualquier espacio. Así lo ha “aprendido” de un importante dirigente social.
Tampoco significa esto que cualquiera, por muy conocedor y profesional
del lenguaje que sea, no esté sujeto a cometer un determinado gazapo en alguna
ocasión. Nadie es infalible ante las traiciones del idioma; ni siquiera aquel
que cree saberlo todo. Está bien que a alguien se le escape un desaguisado una,
dos o tres veces. Cuatro o más serían ya síntomas de torpeza comunicacional y
habría que llamar a un especialista porque el asunto tendría visos de
enfermedad crónica. Además, una cosa es violentar normas gramaticales y
semánticas a conciencia y otra muy diferente meter la pata sin darnos cuenta (o
sin reconocer) que la tenemos hasta el fondo. Quien asume el rol de hablante
público está en la obligación de aceptar que la lengua es el castigo del
cuerpo. El idioma es el alma de una comunidad y, si contribuimos a que el alma
aumente sus males cada vez más, eso no habrá cuerpo que lo resista. Para
explicarles a los que aspiren a la actividad lingüística pública lo que es
improcedente, en un futuro diccionario del disparate, habremos de incluir múltiples
voces y expresiones escuchadas por allí, tales como “alto repetido”,
“mediocridez”, “brillura”, “precios desorbitantes”,
“condón umbilical” y muchas otras que reposan en el archivo de mi tía Eloína.
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Publicado originalmente en www.contrapunto.com (8 de mayo de 2016)
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