Más que económica, se
trata de una “guerra e-cológica” porque las colas nos han cambiado hasta el
modo de saludar
Mi inefable tía Eloína ha sido siempre aficionada a seguir eso que
los sociólogos llaman «el pulso de la intrahistoria». O sea, tomar nota de los
cambios (aparentemente imperceptibles, pero reales) que día a día van
incidiendo en nuestra cotidianidad y nos van obligando a modificar hábitos,
costumbres, actitudes. Historia pequeña, diaria, rutinaria, en la que los
de a pie somos protagonistas. En este tiempo en el que escasea hasta la lluvia,
no nos hemos cerciorado pero andamos inmersos en un eufemismo llamado por ella
«el bar de la felicidad».
―¿Qué vaina es esa , Eloína? ―le
pregunto ―. Y se desternilla de la risa al ripostarme que soy tan caído de
la mata que no me he percatado de que los venezolanos de hoy somos muy
diferentes a los de hace dos décadas.
―Nos estamos comportando como los borrachos de un bar ―me aclara―,
somos felices en el botiquín hasta que pedimos la cuenta.
Por ejemplo, nos sentimos complacidos y sonreímos (para no
llorar), al descubrir que hemos agudizado hasta umbrales impredecibles el arte
del escaneo a distancia. Como los
propios bolsas, nomás vemos a alguien caminando por la calle con unas ídem e
instintivamente nos volteamos a hacerle la correspondiente tomografía axial,
a fin de verificar el contenido de lo que les cuelga en las manos. Lo
hacemos por dos razones. Primera, determinar qué hay en ellas; segunda, husmear
a qué supermercado pertenecen.
La situación ha traído consecuencias para nuestra cultura
culinaria. Ya no se come lo que se desea sino lo que se ha conseguido para el
día. Vamos para dos años consumiendo a diario productos vencidos y ya no nos da
ni diarrea; afortunadamente, porque tampoco hay para curarlas. El
correo electrónico, los SMS, el Twitter y el Whatssap se han
convertido en armamento de una guerra nada económica: los vecinos que viven
en condominios, por ejemplo, han creado unas verdaderas redes informativas
mediante las cuales el primero de los integrantes de la comunidad que localiza un
producto en algún supermercado se dispone a tuitear al resto, a la brevedad
mínima y con el menor número posible de caracteres:
vcnos, harina, lech desc y kfe dnd el portu, krrn krjo» [Vecinos,
hay harina, leche descremada y café donde el portu, ¡corran, carajo!].
No menos hemos hecho dentro de las propias familias. Ya nuestros
hijos no nos mensajean para pedirnos la bendición o consultarnos cómo anda
nuestro colesterol; el saludo filial más
común de estos tiempos se limita a informarnos que llegó el desodorante, el
papel higiénico o el lavaplatos a la perfumería tal:
msk mm! ygaran papl, psta y pñals a ls 2c dnd l
chino pin gon, [¡mosca, mamá!, llegarán papel, pasta y pañales a las doce donde
el chino Ping Wong].
Ahora tenemos además varias obligaciones financieras que jamás
imaginamos antes: por ejemplo, los chicos/chicas que hacen de cajeros-as
o embolsan las compras del súper ya no están interesados en las propinas que
les dábamos antes de que se pusiera de moda el bar de la felicidad; celulares
en mano, han instalado centros de inteligencia tipo SEBIN desde los
cuales notifican a sus «suscriptores» acerca de la llegada de algún producto al
establecimiento para el cual trabajan. Y por ello, naturalmente, cobran una
mensualidad.
Sin decir nada de otras costumbres surgidas a partir de esta nueva
realidad. Verbigracia, los «marcacolas»: ese nuevo y a todas luces pernicioso
hábito mediante el cual le avisas a la última persona de la fila que has
“marcado” tu lugar detrás de ella y que darás una vueltecita por otros lugares
a ver qué hay. “Señor, yo voy aquí, ya sabe, me cuida el puesto, voy a la cola
del lado y vengo, ¿okey, maestro?”, te dice la inmensa mole afrodescendiente
que te ha dado un toquecito en el hombro para anunciarte que ese será su lugar
en el momento de recibir los números que, para tener derecho a comprar algo, debes
colectar fuera de cada establecimiento.
Los viejos gestores, los intermediarios de las oficinas públicas,
los buscapalancas vinculados a organismos públicos y privados siguen
existiendo, por supuesto, pero son ya antigüallas frente a la nueva claque
profesional generada por el ejercicio del «derecho a la alimentación». Hacerle
a alguien la segunda en el abasto se ha convertido en rutina. Y no digamos la
segunda; la tercera, la cuarta, la quinta y todas las que hagan falta con tal
de proveernos de algún producto de primera necesidad. Pero hay más: aparte de comprar alimentos por estos
irregulares y alcabalosos caminos de perversión, ahora necesitas contratar
a algunas personas para que te escolten y protejan mientras llegas a
casa, como si portaras los lingotes de oro del BCV que no se sabe dónde están.
Es decir, comer ha pasado a costar más que un trasplante de riñón. Sin duda que
ahora somos animales de nuevos hábitos. Como dice Eloína, éramos más que
felices hasta el momento en que se nos ocurrió pedir la cuenta.
---------
Publicado originalmente en www.contrapunto.com (7 de febrero de 2016), Se publicó inicialmente en este mismo blog un texto más extenso. Se ha actualizado y modificado para este nueva versión.
----------
No hay comentarios.:
Publicar un comentario