Sobre el discurso de algunos
economistas, la necesidad de aprender
que la inflación no existe y la novedosa agri-cultura urbana
Me suele comentar
mi tía Eloína que desearía conocer a algún economista que reconozca que se ha
equivocado alguna vez en sus aseveraciones, casi siempre hiperinfladas. En son
de chanza, los categoriza como “terconomistas”. Le he dicho que no puede
generalizarse porque conocemos también profesionales de esa área que son
prudentes y muy ponderados en sus juicios acerca del modo como se mueven los
números y las variables; sin embargo, ella no deja de argumentar lo contrario.
Algunos de los que suelen estar en las páginas de la prensa siempre —insiste—,
en todas partes, independientemente del escenario, de la tendencia, de la
escuela en que hayan estudiado, lucen sapientísimos frente al resto de sus
colegas. Ninguno mira hacia lo micro; cada cosa la explican con base en lo que
en estos tiempos funestos llaman macroeconomía recesiva. Y nosotros, los
mortales, los consumidores del día a día, padeciendo los rigores de las teorías
keynesianas, smithianas, marxistas o lo que sea que fueren.
Quién duda sobre la existencia de economistas que parecieran ser activos fijos circulantes, que
viven hablando de lo pasivos que son los políticos y los funcionarios para
sacar cuentas corrientes y amortizar decisiones que de verdad incidan en la
balanza de pagos de los bolsas (de valores) que a diario hacemos colas para
conseguir algún producto básico.
Hay entre ellos los
que declaran como si la gente no existiera; solo ven números, curvas, precios, índices,
deflaciones, para lo que se valen de una terminología que la población no siempre
entiende. A veces sueltan ante los
periodistas floripondios verbales como “la inflación actual es producto de una
mal administrada balanza de pagos cuyo origen reposa en la impresión de volátil
dinero inorgánico”. Cada vez que escucho algo así, suelo bromear con mi
parienta: “¡no le entendí nada, pero de que habla bien, habla bien!”. Sin
embargo, cuando uno charla con otros, de
cerquita, sin pantallas ni micrófonos por delante, entre palo y palo, pues se
sinceran y de verdad sacan a relucir sus verdaderos sentimientos. Padecen y
sufren como el resto de la gente los embates de la demanda sin oferta, la
corrupción (que nadie niega pero tampoco corrige) y las divisas que no se
divisan.
Pero esto no
significa que el léxico, la movida y los vericuetos de la economía sean
privilegio exclusivo de quienes acudieron a la universidad a diplomarse y
desplumarse las neuronas en esa área. Quien
conozca la historia de nuestras últimas cinco décadas gubernamentales podría
testificar que, en lo concerniente a finanzas, economía, banca y áreas afines,
hemos tenido ministros, ministricos, ministrones y menestras ajenos a la
economía como profesión pero algunos de ellos cercanos al modo como se deben
llevar las cuentas de un país y cómo se mueven los salarios en un hogar
convencional.
Sin embargo, los seres cotidianos que somos jamás habíamos escuchado ni leído a
funcionario alguno expresar, primero, que “la inflación no existe” y,
segundo, que si usted acude a comprar algo y los precios han subido, se trata solo
de un aumento pero no de inflación. Algo
parecido ha escrito el neoministro Salas que dejó a muchos estupefactos Nos
hizo recordar unas declaraciones similares de un exvicepresidente argentino
(Julio César Cleto Cobos), quien en una conferencia de prensa del año 2006 expresó
lo siguiente: "Siempre estará en la gente
la sensación de inflación. Es como la inseguridad, uno puede disminuir los
índices del delito pero la sensación, como es acumulativa, seguirá
estando". Posiblemente en eso se inspiró el nuevo ministro.
Quiere
decir que los venezolanos llevamos
varios años viendo crecer un fenómeno inexistente, fantasmal, imaginario,
etéreo, marcados por una vulgar y palurda
sensación que, a pesar de que cada día pagamos más y ganamos menos, solo tiene
vida en nuestras cochambrosas y desajustadas mentes de mundanos materialistas.
De esto puede concluirse entonces que la economía es parte de la ciencia
ficción o, por lo menos, de la difusa y confusa ciencia infusa, asunto que
desconocíamos.
Súmele
usted otra idea de la también neoministra de Agricultura Urbana, quien, en un
intento por paliar un poco la referida
sensación colectiva, lanza como primera propuesta de Estado “la gran cayapa de
la siembra” y, sin pestañear aduce que podemos comenzar haciendo magia
hogareña, buscando “un balconcito, una botella vacía vieja, una latica…” en los
cuales podamos sembrar: “…compramos una cebolla —ha recomendado con total
seriedad—, aprovechamos el follaje y el bulbo lo sembramos”. Ante tal asombro,
Eloína ha exclamado en latín maragocho: “¡Ave, ministera, in mano tua non
commendo spiritum meum! Olvidó decirnos cómo conseguir la cebolla para ejecutar
tan generoso consejo. Y si se tratara de sembrar granos, pues mejor ni pensarlo.
Después de tales ocurrencias, mi tía ha
aceptado que a partir de ahora habrá de quitarse el sombrero y dejar de hacer
bromas con los expertos en economía, a quienes tanto ha criticado pero que, se
les entienda o no su a veces rebuscado vocabulario, saben lo que dicen, lo que
aconsejan y lo que pronostican. Siempre argumentan “vendrán tiempos peores”. Y
mire usted que de verdad llegan.
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Publicado originalmente en www. contrapunto.com (17 de enero de 2016)
Imagen aportada por Contrapunto
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