Reseña de mi tía
Eloína sobre el acto de instalación de la nueva Asamblea Nacional
Hasta cuándo habrá que recordar a los
hablantes públicos que la lengua es un retrato a través del cual nos miran, nos
enjuician y nos valoran los demás. A juzgar por los últimos acontecimientos
nacionales —en los que declaraciones van y declaraciones vienen—, muchos de los
políticos y funcionarios de nuestro patio ignoran esto cuando actúan
lingüísticamente para miles o millones
de personas que los están escuchando y —sin ser profesores— evaluando cada
palabra que sale de sus labios.
Mi tía Eloína, que tiene fama de obstinada
y sempiterna cazagazapos, no suele ver programas de la tele en vivo ni noticieros
porque se vuelve histéricamente histriónica cada vez que se percata de que
algún personaje “importante” se comporta verbalmente como si estuviera charlando
y tomando cerveza debajo de una mata de mango. Sin embargo, el pasado martes
cinco de enero (¡de este año 2016!) se
sentó muy temprano a ver la tele. Imposibilitada de salir a la calle debido a su
figuración en la “cuarta edad”, intentaba
enterarse del modo como transcurriría la
toma de posesión de los nuevos integrantes de la Asamblea Nacional. Resumo sus
comentarios.
Más allá de lo fonético y de unas cuantas sílabas
comunes, el verbo “parlamentar” no mantiene ninguna relación semántica con
“lamentarse”, aunque algunos de nuestros diputados presuman intuitivamente que
ambos son familia. Cuando alguien parlamenta, pues podría decirse que
charla, conversa, manifiesta, expresa. Y, muy importante, respeta. Mas cuando alguien
se lamenta, eso podría implicar varias cosas: que se queja, protesta, gime,
lloriquea, maldice, gruñe, entre otras. Y se puede llegar al irrespeto, a poner
la torta, a comportarse como si estuviera en una clásica reunión de condominio.
Independientemente
del número de curules de cada bancada, un Parlamento no es para comenzar
sesiones con una quejadera insostenible. De otro modo, el presidente de turno debería anexar al micrófono un quejómetro que
registre las veces que algún integrante del cuerpo lance un quejido y, así como
se limitan los minutos de cada intervención,
tal vez hasta debería existir también un número máximo de llantenes
aceptables por sesión. Manifestar desacuerdo nada tiene que ver con
arrebatar el micrófono a alguien o andar de brinquito en brinquito cada vez que
surja alguna desavenencia. Y mucho menos si antes se ha desempeñado alguna
función pública. Tener legítimo derecho a una curul, no autoriza a caerle a
curulazos al vecino, ni siquiera cuando este se muestra como un energúmeno.
Desde el punto de
vista gubernamental, el Parlamento (con mayúscula) es un lugar donde debe
privar el mayor de los respetos entre sus integrantes. No debería simular una gallera en la que
cualquiera que no esté de acuerdo con algo decida “botar tierrita y no jugar
más”. Porque no es un espacio de juego ni de recurrente lamentadera y/o
mentadera. Los electores no acudimos a las ánforas de votación a elegir a candidatos
que, por creerse pleitistas, acuden a las sesiones de la Asamblea Nacional a
protestar y enfurruñarse por cada movimiento de cejas del supuesto adversario. La acepción con que el Diccionario de la Lengua Española (DLE) define el vocablo
“pleitista” (o “pleitisto”, como se dice en algunas regiones americanas) debe tenerla siempre presente quien, para bien
o para mal nuestro, intenta representarnos
ante el Congreso: “adj. Dicho de una persona revoltosa y que con ligero motivo
mueve y ocasiona contiendas y pleitos”.
Tampoco es aconsejable la confusión fonética entre
parlamentar y “parlamentada”. No se acude a un parlamento a parlamentársela a
quienes están en una posición distinta. Un parlamentario no es un parlamentador
o evocador recurrente de la progenitora del contrario. Escuchar, por ejemplo,
que un señor diputado muy poco señorial, en plena Cámara y ante las ídem, se precia de tener “cojones”, constituye una
abierta, grosera y descarada ofensa para quienes estamos recibiendo su
“mensaje” por algún medio radiofónico o audiovisual. Es el mismo que, además de autoproclamarse en
una declaración posterior como defensor de los “sin tierra, de los descamisados
y de los sin techo”, debió también haber incluido en su intervención a los “sin
corbata” (Louis Vuitton).
Mi ya anciana tía sugiere además que en cada sesión
algunos reputados diputados dediquen unos minutos a tomar clases de
pronunciación adecuada del español, a fin de aprender que, entre muchos otros,
no son formalmente adecuados a ese contexto los usos distorsionados de palabras
como “eligir”, “diknidat”, ”preveer”, “directol”, “suidadano” y
“plantiamiento”. Que vocablos como “¡carajo!”
y “chulo” no encajan en un espacio como ese y que el apellido del intelectual
brasileño de nombre Darsy es Ri-bei-ro (y no “Ribero”).
Finalmente, en cuanto a normas de cortesía y de
trato considerado hacia los demás, a
quienes no tienen mínima idea sobre la dinámica y la conducta adecuada durante
las sesiones parlamentarias, quizás sea recomendable aconsejarles una lectura
detenida del Manual de Urbanidad y Buenas
Costumbres, de Manuel Antonio Carreño.
Nunca está demás. Tampoco lo estaría un recordatorio referente a las formas
lingüísticas y retóricas inherentes a la formalidad, dignidad y lenguaje
propios del recinto. En el lugar donde se hacen las leyes, la ley debe comenzar
por casa.
Nota: Publicado originalmente en www.contrapunto.com (10 de enero de 2016)
Imagen: diputados de ambas tendencias "discuten" durante el acto de instalación de la Asamblea. Fotografía: EFE / Miguel Gutiérrez
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