Las zonas fronterizas no constituyen
áreas excepcionales ajenas a las legislaciones de los países colindantes
Suele bromear
mi tía Eloína manifestando que aquellos que habitan en la geografía de una
frontera tienen dos lugares donde pernoctar y también donde caerse muertos. Podrían
ser catalogados de bifrontes o bicéfalos. Quizás hasta les valgan dos
nacionalidades, los motiven dos maneras de ver el mundo y, si las leyes lo
permiten, es posible que los que tienen vocación de bígamos puedan reposar en
dos casas “principales”, una allá, la otra acá. Sencillamente, porque también
es casi seguro que su familia se reparta entre los dos territorios colindantes.
Aunque política y gubernamentalmente no lo sea, la frontera podría parecerles,
en consecuencia, un territorio autónomo, distinto y muy particular. Por sus neuronas deambula la sensación de dos
sitios a los cuales aferrarse, dos patios de pertenencia.
No obstante, una cosa es eso y otra que con
tales excusas cultiven la creencia de que como colectivo son dueños y señores
del territorio en el que moran y, por lo tanto, pueden arrogarse el derecho de
tener su propia dinámica legislativa. En mi infancia solía escuchar que, por
ejemplo, los guajiros no se sienten ni venezolanos ni colombianos. Simplemente
son guajiros y hasta se comentaba que tienen sus propias leyes. Nunca me quedó
muy claro, pero eso era lo que se murmullaba incluso en la escuela.
Esta y muchas
otras reflexiones han movido la sesera de mi parienta nomás enterarse de que
buena parte de nuestros fronterizos tachirenses han sido sometidos a lo que
legal y constitucionalmente se conoce como estado de excepción. Arguye ella que no le
parece nada novedoso debido a que toda zona fronteriza es, de uno u otro
modo, siempre excepcional. “La gente de
la frontera es diferente —expresa— no se
siente ni de aquí ni de allá, pero son de ambos lugares.” Y hasta ahí la he escuchado porque si bien sentí-mentalmente
eso es cierto no procede igual para otros asuntos. En el caso que remueve la
opinión pública venezolana en estos días, hay que recordar que cuando
habitan, conviven o se pasean del límite hacia acá los fronterizos (tachirenses,
apureños, amazónicos o zulianos) deben regirse por los mismos preceptos que
norman al resto de los venezolanos. Y lo mismo vale para Colombia.
Dígase lo que
se diga, no hay razones para que, a partir de una supuesta relación mental de
independencia para con el resto del territorio, esos espacios se conviertan en
pasarelas comerciales que en estos tiempos aciagos, inciertos y desorientados
permiten comprar aquí a precio de “bolívar-más –que-devaluado-hoy” y vender del
otro lado rigiéndose por la fluctuación que diariamente les ofrece “dolartudéi”.
Parece que al menos en eso somos bastantes
los que coincidimos, principalmente quienes estamos hartos de hacer colas en
los supermercados, por cierto, más de una vez infructuosas y traumatizantes. Y
en esto incluyo a muchos tachirenses que, paradójicamente, a veces deben
trasladarse a otras regiones internas o externas a hacer mercado para
sobrevivir, incluidas las ciudades colombianas más cercanas al Táchira, como Cúcuta,
Bucaramanga, Floridablanca y Girón.
Independientemente
de posiciones xenófobas, más allá de chovinismos tontos, habrá que enseñar en los
colegios la diferencia entre frontera y
bachaqueo, o entre fronterizo y bachaquero. Todo el que alguna vez haya
visitado el Táchira ha escuchado de la existencia de unas relaciones
comerciales que, por lo menos en los últimos años, no son las normales entre
dos países vecinos. Nos comentaba alguna
vez un taxista del municipio Ayacucho que lo que pasa camuflado por las vías
oficiales es una minucia si se compara con lo que fluye por las miles de
trochas que desde antaño han venido abriendo los bachacos de este y de aquel
lado. Y si tal creencia popular es vox
populi, deben considerarlo también aquellos a quienes se ha asignado la
misión de ser custodios de la frontera.
De ahí que lo
que se pregunta porfiadamente mi parienta es si era necesario llegar a la
actual situación de indigencia en que estamos los mortales ciudadanos de a pie
(los que vivimos de pírricos sueldos en bolívares), para alborotar un avispero
que existe desde los tiempos de Maricastaña. Frenar el contrabando entre
Venezuela y sus países vecinos ha lucido como una necesidad desde hace mucho
tiempo. Tanto de allá para acá (que lo ha habido) como de aquí para allá, pero,
ojo, independientemente de lo que se contrabandee.
Sin embargo, ya
están montados tanto la medida gubernamental como el zipizape mediático. También es bifronte y bicéfala la opinión
acerca de si tal medida procedía o no en este momento: tiene dos caras y dos
cabezas. La de aquellos que, sin ser políticos ni funcionarios ni militares, la aplauden y hasta ruegan que se la aparte
de lo político-electoral y se extienda
hasta cada lugar del país donde haya cuevas de bachacos. El otro rostro argumenta
acerca de “derechos” y otras aristas otorgados por la tradición. Pero derecho a
explotar a la población no debería tener nadie, venga social, política o
económicamente de donde venga. Lo que sería lamentable es que el guirigay
actual no pase de ser un sarampión que se desvanezca apenas los encuestadores
electorales, quienes de alguna manera también bachaquean de vez en cuando con
la opinión, decidan que es tiempo de que
la fiesta fronteriza continúe como si nada hubiera pasado.
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Publicado originalmente en www.contrapunto.com (30 de agosto de 2015)
Foto: aportada por Contrapunto.
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