Absortos en la brumosa
y confusa diatriba política y gubernamental, motivados a veces por justificadas
urgencias, hemos comenzado a olvidar a nuestros íconos civiles
1973. Fue
en Barquisimeto, durante la inauguración del Festival de la Voz de Oro de
Venezuela. Alfredo Sadel se ve envuelto en uno de esos rifirrafes legales en los cuales los artistas
pierden la chaveta y actúan más como seres humanos ofendidos, golpeados,
agredidos injustamente, que como las figuras públicas que los fans idealizamos
a nuestra conveniencia. Tal vez subsistía en su memoria la espinita con que lo
habían punzado durante la primera edición del mismo festival, en 1969. En esa primera
oportunidad, Héctor Cabrera y la canción Rosario (de Juan
Vicente Torrealba) habían sido
distinguidos con un primer lugar que, según el público, debería haber
correspondido a Sadel, quien debió conformarse con el tercer puesto
interpretando la canción Toledo, de Agustín
Lara. Entre ambos, con el segundo premio, figuró Mirla Castellanos (por Dios, cómo te amo,
de Domenico Modugno). Ahora, con motivo de la quinta edición del evento, Alfredo había demandado al festival a causa
de que, inexplicablemente, organizadores y participantes se habían confabulado
para excluirlo de concursar en el segmento la Voz de Diamante. La excusa pública fue una inscripción a
destiempo. Otra vez estaba Cabrera entre los participantes, pero dicen las
crónicas de esos días que finalmente todo terminó bien, cuando ambos subieron
al escenario a cantar en señal de haber fumado la pipa de la paz.
1982.
Ocurrió en Caracas. En tiempos en que el
canal de Los Ruices era todavía una planta televisiva normal, sin mazos
amenazantes ni hojillas agresoras, Venezolana de Televisión casi veta a Alfredo
Sadel por haber golpeado en el rostro a un técnico. La causa de aquella
inesperada situación había radicado en que el caballero agredido estaba fumando
en pleno estudio cuando el artista se disponía a participar en Los líricos en familia. Sadel era
alérgico al humo del cigarrillo y aquel supuesto atrevimiento lo había sacado
de quicio. Se suspendió el programa y se intentó proponer un veto ante el
respectivo sindicato, sin que aquello llegara a mayores. Consciente de su
metida de pata, el agresor pidió disculpas al agraviado y, santas pascuas, aquí
no ha pasado nada.
1983. El
comité organizador de los Juegos Deportivos Panamericanos escoge a Alfredo para
que, en el estadio Olímpico de Caracas, interprete el Himno Nacional durante el
acto de apertura. Todo transcurre en
calma hasta que, más o menos antes de entonar la parte que dice “unidos con
lazos que el cielo formó…”, las treinta
mil personas allí reunidas y unos cuantos millones de televidentes perciben que
el cantante saca de su bolsillo un papelito que es interpretado como un
“apuntador”. Corren por doquier los rumores y la prensa del día siguiente
se hace eco: supuestamente, con aquella actitud, el tenor estaba demostrando
desconocer la letra de la canción oficial de su país. Mi tía Eloína, que estaba presente en el acto
y que siguió los chismorreos del momento, me ha confirmado que inicialmente la
rabieta de Alfredo fue mayúscula, pero que, después de la tempestad, se lo tomó
como chanza y, en algún posterior programa humorístico de televisión, sacaba un
papelito a cada rato, haciendo ver en broma que no recordaba su parte del
guion.
Hay
muchas otras anécdotas como estas y buena parte de ellas aparecen relatadas en
el libro En la época de Alfredo Sadel
(Aportes a la historia de la comunicación social), del periodista Carlos
Alarico Gómez (Caracas: Actum, 2009). Ellas hablan de la personalidad variable
y a veces difusa pero muy humana de quien, a juicio de mi parienta, ha sido la
voz más prodigiosa de este país —y la más versátil si juzgamos por la
diversidad de géneros que fue capaz de interpretar—, halagada incluso por celebridades
de la talla de Plácido Domingo, Celia Cruz, Armando Manzanero, Libertad
Lamarque y Miguel Aceves Mejía. A Manuel
Alfredo Sánchez Luna (1930-1989) hemos querido regresar en esta duda de hoy, porque hace apenas
algunos días (este pasado 28 de junio)
se cumplieron 27 años de su fallecimiento.
Los fanáticos solemos ser crueles porque a
veces olvidamos que, mientras vivían, nuestros mitos también han sido seres
humanos, personas que, como todas las demás, sienten y padecen, tienen
sus momentos de alegría, viven nostalgias, atraviesan por furias de vez en
cuando y han tenido sonrisas, risas y tristezas. Humanísimo fue el tenor
ejemplar a quien, dada la existencia en esos días de varios intérpretes con el
apellido Sánchez (Magdalena, Alcy, por ejemplo) se le sugiriera adoptar uno
distinto. Alfredo optó por honrar su devoción hacia Carlos Gardel y decidió
juntar la primera sílaba del suyo con la última de el del celebérrimo cantor de
tangos: SA-DEL.
Entre nuestros emblemáticos héroes civiles,
Alfredo Sadel está en la lista de los que murieron literalmente con las botas
puestas. Quizás resulte mejor decir “con las cuerdas vocales puestas”. En mayo
de 1989, el mismo año del Caracazo, ya enfermo con un cáncer que no les dio
tregua a sus melodías, fue condecorado por el presidente Carlos Andrés Pérez, a
quien fue capaz de sacar lágrimas, como lo recordó en una ya antigua crónica
del suplemento Feriado (febrero de
1999) el escritor José Roberto Duque.
Ese mismo mes, un día 24, el cantante sacó fuerzas de donde ya no tenía para
acudir a ofrecer un concierto en el Teatro Teresa Carreño, donde por cierto,
también al decir de Duque, alguna vez estuvo vetado por el gobierno de Jaime
Lusinchi (o de su secre “privada”, Blanca Ibáñez. Nunca se supo). Acompañado
del trío Los Panchos y de María Marta Serra Lima, el tenor infinito, aquel
joven aspirante a quien, a juicio del público, le fue arrebatado el galardón de
La Voz de Oro de Venezuela en 1969, el mismo que fue capaz de ofrecer disculpas
ante un arranque de rabia y del que jamás creímos que pudiera olvidar la letra
del Himno Nacional, ofreció un recital con el que cerraba no solo su carrera
sino también su paso por este mundo. La eternidad estaba esperándolo unas
semanas más adelante. Envueltos entre las torpezas de la política
y el populismo, hemos comenzado a olvidar a quienes de verdad merecen
permanecer en la memoria colectiva, a quienes, con sus altibajos humanos
muy naturales, han contribuido a darle forma a un sentimiento nacional. Alfredo
Sadel fue uno de ellos y algo debemos hacer para que permanezca entre nosotros.
Sus palabras iniciales en ese concierto final, (cuando, mucho más que maltrecho
pero totalmente voluntarioso, apareció en el escenario), todavía resuenan en la
memoria de muchos de quienes allí estuvimos: “Querido público, estoy aquí
porque necesitaba verlos”.
-------------------
Publicado originalmente en www.contrapunto.com (3 de julio de 2016)
Imagen aportada por www.contrapunto.com
-------------------
No hay comentarios.:
Publicar un comentario