Rebelde, transgresor a plena
conciencia, burlista de la machumbre desbocada, seguro de sí mismo, original, humano,
humilde por naturaleza, así fue, así
seguirá siendo, Juan Gabriel
Muchos compositores exitosos han pasado por
la experiencia de que sus canciones sean reconocidas, repetidas e instauradas
en la memoria colectiva gracias a algunos de quienes las han interpretado. De
ese modo, el nombre de quien se fajó a escribir la letra y/o a componer la
música pasa a un plano oscuro en el que ni se le reconoce ni se le asocia con
la pieza popularizada. De allí que hasta hace poco, la gente hablaba de los
boleros de “Luis Miguel”, quien, que sepamos, no tuvo nada que ver con los que repopularizó.
Nada es suyo y todo lo es para buena parte de quienes lo escuchan. No obstante,
esa muy comprensible costumbre se desmorona frente a los artistas que escriben,
componen, arreglan y cantan sus
creaciones. Lo que tampoco implica que no compongan para otros y otras. Para no
abundar, porque son más de los que creemos, mi tía Eloína recuerda siempre tres
casos carísimos para sus preferencias: Joan Manuel Serrat, Joaquín Sabina y
Juan Gabriel.
Alberto Aguilera Valadez era su nombre legal
y ya se sabe que acaba de marcharse el pasado 28 de agosto a componer y cantar
en otros lugares menos convulsos que los espacios terrenales de este tiempo.
Hacerse responsable de más de mil ochocientas canciones y ser traducido a
múltiples idiomas parecerá nimio a algunos desajustados mentales pero hay que verle
la cara. Ser el cantante más popular de toda la historia de la música
hispanoamericana son palabras mucho más que mayores. Tampoco es concha de ajo el haber sido el autor del disco más vendido
(1984) en toda la historia de un país repleto de celebridades como México. La
ñapa de este milagro es que sus composiciones le han dado la vuelta al mundo interpretadas no solo por él sino también por
casi un millar de intérpretes, entre los que es imposible no resaltar a esa
otra señorísima que fue doña María de los Ángeles de las Heras Ortiz (la
inmensa Rocío Durcal). Mucho más se valora esto cuando se ha llegado a esas cumbres después de haber estado durante
casi dos lustros (entre los cinco y los catorce años de edad) en una “escuela
de mejoramiento social”, un reclusorio para niños huérfanos, circunstancia
motivada por la pobreza de su familia y las necesidades de una madre angustiada
(y algo insensata, hay que decirlo). Allí padeció Juanga las rutinas y castigos
propios de esas instituciones hasta que,
para fortuna del mundo musical, logró escaparse.
No
exagera mi parienta al insistirme en que si lo pones al lado de ese otro
admirado monstruo mexicano que fue José Alfredo Jiménez —también cantautor—,
entre los dos podrían disputarse un abundantísimo porcentaje de la música
mexicana (y no alude solo a las rancheras). Como los buenos, murió casi con las
botas melódicas puestas sobre un escenario: estaba reponiéndose de un concierto
ofrecido dos noches antes, en California (Estados Unidos), cuando esa señora
indeseable que es la Parca llegó a solicitarle una larguísima actuación en los
espacios difusos de la eternidad. Sus canciones quedan como patrimonio
indiscutible del ámbito hispanoamericano y más allá, porque muchas de ellas han
sido plasmadas en lenguas como el japonés, el tagalo, el papiamento, el alemán,
el turco, el serbio, para no hablar de su música mucho más que re-conocida en
el acervo de otros idiomas romances (francés, italiano, portugués, rumano).
Aunque lo
apodaban El divo de Juárez, Juanga no era propiamente juarense, salvo porque
vivió en esa ciudad muchos años. Realmente, era michoacano, de Parácuaro, suroeste de México. Para su vida
artística se hacía llamar Juan, en homenaje a su protector (el artesano y
músico Juan Contreras, quien lo protegía desde los días del orfanato) y
Gabriel, por su padre (Gabriel Aguilera Rodríguez, de quien lo alejó un
misterioso accidente relativo a un incendio de los terrenos que cultivaba en
Parácuaro). De ellos dijo alguna vez: “Uno me enseñó la vida, el otro me la
dio”. Digamos que, más allá de una existencia como esa (niño golpeado y
recluso, adolescente rechazado y marginado, adulto preso siendo inocente),
nació marcado por la estrella del éxito, asunto que agradecemos quienes hemos
disfrutado de su música y del modo como presumió abiertamente de su condición y
se burló de quienes al comienzo rechazaban sus atrevimientos. Será muy difícil
conseguirle un sucesor. Habría que decir también que los golpes de la vida y el
éxito lo convirtieron en un ser humano extraordinario, preocupado por el perdón
hacia los demás y por una bonhomía envidiable.
Durante
el comienzo de su triunfo, mucho se rumoró acerca de que se le permitiera (y se
le criticara duramente) actuar vestido de charro en su propio país. Uno con
unas maneras muy particulares y con el traje repleto de lentejuelas. Se decía
que debajo de esto descansaba la supuesta machumbre tradicional del charrismo mexicano.
De estar vivo, posiblemente don Pedro Infante habría celebrado sus chanzas
contra una supuesta sociedad matriarcal (la mexicana), marcada durante mucho
tiempo por el machismo irreductible. No obstante, nunca quedó claro cuánto de verdad había en
tales consideraciones. Ciertas o no, Juan Gabriel se dio el lujo de parodiar
las críticas vistiendo alguna vez un traje de charro de color rosado (o rojo,
blanco y verde, los colores de la bandera de México), contoneándose y
chanceando como le daba su real gana. Podría decirse que acabó con la clásica
rigidez de los mariachis y hasta los puso a tongonearse. Hace poco tuvimos
oportunidad de ser espectadores de la serie televisiva Hasta que te conocí, la cual recrea parte de su, antes, accidentada
y, después, exitosa vida. La misma cierra con el magnífico concierto que, por
primera vez y por fin, ya sin prohibiciones
(expresas o tácitas) de ninguna naturaleza, pudo ofrecer en el Palacio de Bellas
Artes de Ciudad de México (1990). Eloína nunca había utilizado con tanto acierto la expresión popular
“aquello fue para coger palco”. Vida eterna para su música y para su firme y decidida
personalidad. Se ha marchado el ídolo, queda la leyenda.
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Publicado originalmente en www.contrapunto.com
Imagen: El Heraldo
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