Caracas,
joven y venerable urbe hispanoamericana que cada cierto tiempo cambia de rostro,
está de cumple el 24 de julio
Mi primera visita a Caracas ocurrió durante
la última semana del mes julio de 1967, mes en que aconteció el último
terremoto con que la naturaleza la ha castigado. Venía dispuesto a quedarme
pero, en vista de que no me fue posible inscribirme para continuar mis estudios
de bachillerato, tuve que poner la reversa durante la primera semana de septiembre
del mismo año. Luego me apersoné de nuevo en 1968 y hasta el sol de hoy.
Recuerdo nítidamente la fecha y el avatar del sismo porque, aunque resulte
paradójico, tiene mucha importancia histórica para lo que ha sido el desarrollo
urbanístico, arquitectónico y sociocultural de esta ciudad a la que muchos de
sus habitantes amamos y detestamos simultáneamente. La inseguridad, el infernal tránsito automotor o las ya inevitables
aglomeraciones de seres humanos en pequeños espacios como los pasillos de los
centros comerciales, los supermercados, las estaciones y vagones del metro, las
clínicas o las dependencias oficiales en las que debamos realizar algún
trámite, no serán excusas suficientemente válidas como para que neguemos lo que
ya forma parte inevitable e ineludible de nuestras vidas. Como en un
presagio llegado del vientre de la madre tierra, aquellos movimientos que
hacían vibrar a la ciudad como si fuera un pastel de gelatina fueron, según mi
tía Eloína, el anuncio tácito de que
aquí permaneceríamos.
Sin duda, ese día, la capital entraba en
una etapa urbanística y humana diferente. Quienes aquí ya estaban y los que
llegábamos descubrimos cuán endeble e indómito era el espacio que pisábamos. No
obstante, por encima de la desgracia que aquello implicó, pronto se impuso en
el ánimo colectivo la voluntad de reconstruir física, social y espiritualmente
todo lo que en aquel momento se había derribado, incluidas las esperanzas. Era
necesario regresar al equilibrio.
En ese tiempo, la ciudad era todavía pequeña, más humana y acogedora. Por
lo menos los recién llegados debíamos utilizar ropas que nos protegieran de las
bajas temperaturas. Si vale la tautología, el Ávila nos pareció de entrada un
“misterioso enigma” propenso al hechizo. Todavía la niebla era posible por las
tardes y la amabilidad de las personas nos ayudaba a paliar el despecho
generado por la soledad traída de la provincia, ahora condimentada con las
secuelas de un fenómeno natural del que nunca antes habíamos conocido de modo
directo.
El
terremoto serviría entonces de triste hito simbólico para que se iniciara un
conjunto de cambios que ya no se detendría jamás. Siguen ocurriendo tantas
variaciones urbanísticas que bien podríamos decir que hay una Caracas
distinta por cada lustro. Aquí sí es verdad que nadie se baña dos
veces en el mismo río (porque seguramente no sobrevivirá al primer intento)
ni camina más de tres por la misma acera. Y es que al decir Caracas, la
mutante, sabemos que si Heráclito, el célebre filósofo griego, hubiese nacido
en un barrio de la zona popular de Las Adjuntas, seguramente lo hubiesen
bautizado con aguas del Guaire a la altura de El Silencio, habría hecho la
primera comunión en un centro comercial como el de Chacaíto (antes) o el Sambil
(ahora) y firmado las capitulaciones matrimoniales en alguna sifrina iglesia de
Altamira, al tiempo que posiblemente su partida de defunción tendríamos que
retirarla de la prefectura de Petare. Es decir, así como ha sido la ciudad en el transcurso temporal, sus habitantes
vivimos y gozamos a nuestro modo de una urbe diferente con solo recorrer unos
pocos kilómetros o años. Y el segundo trayecto no será jamás idéntico al
primero; seguramente, algo se habrá modificado en ella mientras escribimos esta duda melódica.
Con la intención de dejar aquí nuestros
huesos llegamos a esta mole presuntamente deforme y desproporcionada,
desordenada, aunque igualmente seductora y cautivante; a esta amalgama de
concreto, sudores, asfalto, aguas nauseabundas y aromas imprescindibles; a este
berenjenal citadino que para nada se avergüenza de cambiar de piel cada cierto
tiempo, sin ningún tipo de miramiento. La ciudad que siempre será radicalmente
distinta para el viajero que se aventure a repetir su visita. No es Madrid con
sus mismos edificios de siempre. No es Londres cuyas plazas han estado todo el
tiempo en el mismo lugar. No es Roma la de los personajes idénticos que no
cambian. Ni es ese París detenido en un tiempo de Tullerías y Campos Elíseos
que no cesan de mirar hacia el Arco de Triunfo y la torre Eiffel. Es Caracas, la multifacética, la que
nunca es igual de hoy para mañana, la que altera a cada rato su paisaje
y hace cambiar a sus habitantes como si nada.
Esta capital de nuestras querencias y
dolencias se parece cada día más a un campamento de veraneo, como dijo alguna
vez José Ignacio Cabrujas. Y mucho más en este tiempo de diáspora forzada, de
casas y apartamentos vacíos. Por la noche armamos las carpas para deshacerlas a
la mañana siguiente, a fin de seguir una marcha que nunca se detiene. Muy al contrario
de lo que crean las personas de pensamiento conservacionista —o los
monumentalistas irredentos—, el recurrente cambio de piel de la ciudad podría
convertirse en el atractivo más importante de este espacio urbano casi
fantástico en el que pernoctamos. Eso de que las urbes deben conservarse
idénticas hasta la eternidad puede resultar aburridísimo si lo vemos con
sinceridad de habitante y no con mirada de turista. Siendo lo que no fuimos
hace rato, mostramos al universo el dinamismo de la vida. Y la vida citadina
también es movimiento perpetuo, agitación. Las ciudades se mueven como se mueve
la sangre de sus habitantes. Ese es el misterio de Caracas; posiblemente, la
única capital latinoamericana que se niega al curioso hábito cultural
(¿herencia greco-latina, acaso?) de parecer una entidad momificada, un lugar por donde transcurre la gente pero no
pasa el tiempo. Es mi ciudad, Caracas,
la mutante, la que permanecerá en nuestra memoria por mucho empeño que tengan algunos
de sus indiferentes alcaldes en no mimarla como se merece, ni siquiera porque desde el día 24 de julio de 2016 continúa siendo una venerable, erguida y joven urbe de
449 años.
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Publicado originalmente en www.contrapunto.com (24 de julio de 2016)
Imagen aportada por www.contrapunto
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