A veces leemos textos literarios que nos llevan a construir imágenes
distorsionadas de sus autores. He aquí un magnífico cuento venezolano que se
detiene en ese tema
Vivió entre
1889 y 1955. Fue activista político irreductible contra las dictaduras de
Cipriano Castro y Juan Vicente Gómez. Mi tía Eloína no lo conoció porque era
todavía una núbil idealista cuando él falleció, pero asume que debe haber sido un
caballero frontal, directo, sin pelos en la lengua. Lo demuestra toda su
escritura. Parodió hasta la saciedad a algunos personajes públicos de su
tiempo. A un tal doctor valenciano y adulante de apellido Niño, lo noveló,
disfrazó y eternizó como el “Doctor Bebé”. Dirigió
periódicos siempre anclados en la resistencia al régimen del que fue enemigo
jurado. Conoció el exilio, la prisión y las persecuciones. Nunca se doblegó. Su
tipo de sangre era A(guerrido positivísimo). Era bisnieto de un teniente de
la Legión Británica. Murió fuera del país, en Canadá, pero su memoria se quedó
aquí. Según la premisa de algún recién llegado de pantalla y mazo, debió haber
sido “escuálido” y echado más de una vez porque se desempeñó en varios cargos
públicos dentro del gobierno del cual era indudable opositor.
Fue uno de nuestros
verdaderos e incuestionables héroes civiles y muy poca gente le ha rendido
culto a su memoria. Con dos o tres como él, estos tiempos serían muy otros. Fue
autor de un libro que debería ser lectura obligatoria para los venezolanos de
cualquier época: Memorias de un
venezolano de la decadencia (primera edición colombiana de 1927; segunda,
venezolana, de 1936, justo a la muerte del sátrapa de La Mulera). Se
llamaba José Rafael Pocaterra y, como inestimable ñapa para nuestra narrativa,
fue un cuentista de primera línea. Publicó un solo y muy abundoso libro de relatos
al que intituló Cuentos Grotescos (1922), casi todos escritos en la cárcel.
Muchos de ellos habrían servido para catapultarlo como uno de nuestros más
acertados y contundentes narradores de historias cortas. ¿Quién no ha tenido
contacto escolar con alguna “I latina” o no ha visto el deambular callejero de
algún “Panchito Mandefuá”? ¿Cuántas personas que viven, pululan y profanan las
tumbas de los cementerios pudieran ser tildadas de “come muertos”?
A decir verdad,
Pocaterra se burló hasta más no poder de
la literatura venezolana de su momento, de los narradores palurdos, de los
ensayistas prepotentes y, muy principalmente, de los poetas de “flor en el
ojal”. Uno de sus cuentos más
emblemáticos (y quizás menos conocido) se titula “El ideal de Flor”. En
unas cuantas cuartillas resume el ambiente desagradable y jalabólico de lo que caracteriza
a una literatura oficial y oficialista en plena dictadura. Flor, el personaje
principal, es una ingenua chica de provincia, lectora, algo boba y pertinaz
seguidora de los escritores capitalinos a través de algunas “revistillas de
tercer orden” que (en carga de mula postal) llegan a su casa. En esa rutina,
ojeando y hojeando una de ellas, lee alguna vez los versos de un presunto y
presuntuoso poeta de nombre Juan Pedro Soto-Longo. Tanto la fotografía como las
gastadas metáforas del versificador la conducen a crearse de él una imagen tan
falsa como los versos de los que se preciaba aquel sujeto.
En un viaje de
su padre a la capital, ella consigue acompañarlo y, ajena a críticas y ojerizas
de sus primas, no se cansa de rebuscar y
anhelar un instante milagroso que le permita ver personalmente, de cerca,
aquella imagen de hombre guapísimo, “rubio de melena crespa”, idealizada a
través de la escritura. Como se le hace difícil encontrarlo, lo supone volando
tan alto (social y literariamente) que debe ser ajeno a los ambientes mundanos
frecuentados por sus familiares. Pasa el
tiempo y es momento de regresar a su pueblo, sin haber logrado materializar
aquel deseo. Nadie ha podido darle noticia del “notable” escritor; no aparece
por ninguna parte en los círculos y espacios literarios caraqueños. Se
realiza la reunión de despedida de sus familiares en un “salón de familias de
un café”. La álgida y fuerte discusión entre un mesonero y un borrachín que se
niega a pagar la cuenta, andrajoso, mugriento, de voz aguardentosa y fanfarrón,
pone alertas a todos los presentes. El aedo idealizado por la ingenua chica se
esfuma cuando ella percibe que la policía se ha encargado de poner en su sitio
a aquel sujeto que pocos minutos antes se defendía de quien lo conminaba a
pagar la cuenta: “¡…yo soy el poeta Juan Pedro Soto-Longo y no pago esto porque
no me da la gana!”.
Su héroe, el
supuesto y celebérrimo vate, magnificado, imaginado por ella a través de la
palabra escrita y de aquella fotografía, se le había convertido en un ser de
carne y hueso, vividor, gorrón y aprovechador de las bondades que le brindaba
su habilidad para escribir cursis versos. De imaginado escritor de “alto vuelo”
y supuesta pluma ágil la realidad se lo mostraba ahora cual burdo y basto
bardo. Así es la literatura. Nos conduce
a crear falsas imágenes (de los autores) que podrían conducirnos a la decepción
cuando los conocemos personalmente. ¡Cuántos de nuestros actuales plumarios
son dignos herederos de ese personaje-prototipo que nos dejó José Rafael
Pocaterra, el “poeta” J.P. Soto-Longo! El que quiera un espejo y no esté libre
de culpas, que se mire en ese fabuloso cuento.
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Publicado originalmente en www.contrapunto.com
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