La posición que ocupan algunos de
nuestros políticos, artistas, funcionarios y otros ejemplares de la esfera
pública nos recuerda cada día la vida eterna de Juan Peña
La historia del relato que me propongo resumir no es propiamente
divertida, pero sí muy sarcástica, magníficamente escrita, contundente,
atractiva por su anécdota y por su vigencia eterna. Proveniente del lanzamiento
rectilíneo de algún granuja, compañero de juegos y tremenduras, un niño de
nombre Juan Peña recibe una pedrada en la boca y el impacto le parte uno de sus incisivos delanteros. De
haber sido algo más que perverso, a raíz del incidente, el chico se vuelve
taciturno, silencioso y enfermizamente meditabundo. Sus padres se preocupan y
acuden a un médico en busca de alguna ayuda que les facilite entender aquel inexplicable
cambio de conducta. El doctor asume que el pequeño está completamente sano pero
sufre del “mal de pensar”. Todos ignoran que Peñita gastaba su tiempo jurungándose
con la lengua la sierra en que se había convertido su diente golpeado. Por esa
vía de la forzada “reflexión” a la que se dedica, se hace hombre y a través de las
redes sociales de la época (el chisme, el comentario, el cotilleo, el correveidilismo)
deviene en un personaje público más que importante, imprescindible. Ocupa posteriormente
muchos cargos, incluidos los de congresista, académico y hasta ministro. No
llega a presidente porque lo sorprende una apoplejía que lo envía con el diente
fracturado y todas sus “reflexiones” al camposanto. Se le rinden, naturalmente,
los honores que merece un grande hombre.
El cuento es breve, interesantísimo e impecable. Su longitud apenas
sobrepasa los tres mil caracteres (menos que una de las dudas melódicas de mi
tía Eloína). Se titula “El diente roto”.
Fue publicado por primera vez en 1898 (en El
cojo ilustrado) y su autor fue el
escritor venezolano Pedro Emilio Coll (1872-1947), diplomático, ensayista,
narrador y, entre otras cosas, numerario de la Academia Venezolana de la
Lengua. El texto ha pasado de siglo en siglo y permanece intacto, incólume,
como toda buena literatura. Se ha convertido en un clásico de nuestra narrativa
corta. Y no es para menos. Siempre ha sostenido mi parienta que la literatura
escrita para vencer el tiempo es aquella que logra imponer un estereotipo social,
un ícono que otros puedan imitar, modificar, admirar, pero jamás repetir. Hay muestras
de sobra para entender esto: don Quijote y Sancho, El coronel Aureliano
Buendía, Doña Bárbara, para mencionar solamente tres casos emblemáticos de la
lengua española. Eso, un emblema, un modelo inigualable y mucho más es la breve
historia de Coll. Pasan los años y el pequeño espejo que ese relato ha sido
siempre continúa ahí, mostrándonos que su historia es infinita y no deja de
repetirse.
Tanta ha sido su pegada que ya hablamos hasta de una corriente a la que
podemos llamar el “juanpeñismo” o la “juanpeñada”. Tan contundente e impactante
fue el acierto del cuentista que, incluso cuando nos corresponde coincidir con
alguien que se parezca al personaje de marras, terminamos apodándolo Juan Peña
o argumentando que forma parte de la misma cofradía. Con un plus posmoderno, agregado
por algunos de nuestros ejemplares actuales: además de pasarse la vida
jurungándose los dientes con la excusa de estar pensando, ciertos miembros de
tan particular club son además fanfarrones, bravucones, echones, pedantes y
hasta terminan creyéndose que son lo que, en lenguaje marcadamente maracucho,
Eloína llamaría “la pepa de Billy Queen”.
Han sobrado en todos nuestros momentos históricos los personajes públicos
a quienes podríamos identificar sin ningún problema con el célebre personaje de
Pedro Emilio Coll. Por montones podríamos contar aquellos que mediante “ascenso”
súbito, inesperado, increíble, insólito, han llegado a ocupar cargos solamente
a costa de haber estado todo el tiempo palpándose algún rasgado diente con la
lengua, sin haber realizado ningún tipo de actividad formativa, sin dones de
ninguna naturaleza, más allá de su supuesto “mal de pensar”. La lista de este
tiempo es suficientemente amplia como llenar muchas páginas. Pareciera que el
juanpeñismo está en uno de sus momentos estelares. Sobran los ejemplos para
seguir dándole la razón a Coll por habernos dejado, a través de esa sencilla
historia, la metafórica explicación para los inesperados ascensos meteóricos de
algunos de nuestros actuales personajes públicos. La única excusa para
justificar tales posiciones radicaría en el afán que han puesto en hacer que
están pensando el país, mientras se han pasado la vida “distraídos con su
lengua ocupada en tocar la pequeña sierra del diente roto…”. De Juanes y Juanas
Peña está cundida nuestra esfera pública; pululan por todos los rincones de la
política, la literatura, el arte en general, la farándula. Y lo más curioso de
todo es que algunos de los émulos del personaje acusan públicamente a otros de
comportarse juanpeñísticamente, sin darse cuenta de que el autor de aquel
cuento no les dejó un retrato de alguien
de la época, sino un espejo para que muchos puedan reconocerse en él por los
siglos de los siglos.
---------------Publicado originalmente en www.contrapunto.com (14 de agosto de 2016)
Imagen aportada por www.contrapunto.com
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