Habrá quienes toda su
vida se negaron a seguir estudiando e investigar y en su poco productiva labor
de activos o retirados esperan ansiosos la generosa pluma rectoral que les
firme sin pausa su Honoris
El consumado bromista y recordado
escritor venezolano Oswaldo Trejo (1924-1996) solía chancear diciendo que,
llegada la persona a eso que podría denominarse la cuarta edad, los homenajes
resultan, sin duda, un estímulo, pero
también un anuncio de otros aconteceres. Hay que cuidarse de ellos —decía
sonriendo— porque a su vera suele asomarse de manera invisible la Parca. No hay que buscarlos, pero tampoco
rechazarlos, argumentaba al respecto el inolvidable maestro y amigo don Oscar Sambrano Urdaneta (1929-2011).
Se homenajea a una persona porque
ha acumulado méritos que la hacen acreedora del reconocimiento. La iniciativa
puede partir de un grupo familiar (a un abuelo muy provecto y responsable o a
una madre dedicada, por ejemplo), de una
comunidad profesional (a alguien destacado por su trabajo), de una institución
(a miembros que lo ameriten) y un largo etcétera.
Las alabanzas y loas que por
cualquier motivo no hemos recibido durante los años productivos, si es que algo
produjimos, parecen más requeridas en lo que mi tía Eloína llama la “septalescencia”.
Un curioso y senil duende —arguye mi parienta—nos hace creer que después de determinada
edad las merecemos todas. No le falta
razón, aunque también hay que decir que a veces es un rasgo más de la personalidad
que de los años que carguemos a cuestas. Todos
hemos conocido personas avanzadas y no tan avanzadas en lustros que se han
convertido en auténticos “cazalauros”. Apenas escuchan la palabra homenaje
se les alborotan las hormonas de la vanidad. Nunca olvidaré a un conocido folclorista
que hace años se dedicó él mismo a recoger firmas para autoproponerse como candidato
al Premio Nacional de Cultura Popular. No se lo dieron ni se lo han dado
todavía, pero su intento hizo el pobrecito. Tampoco escasean los que viven
inventando celebraciones de esta naturaleza para otros, por lo general, recurrentes
anotadores de cuándo se cumplirán los cien o doscientos años de fulano o
zutana.
Las loas hay que agradecerlas, es verdad. No dudar de ellas cuando
realmente son fruto de la sinceridad, de la espontánea reacción de quienes las
promueven y por algún motivo te quieren bien. Sin embargo, desde hace
tiempo se ha venido observando una tendencia latinoamericana a convertirlas en
un recurso político o publicitario. Se las otorgan a veces a conmilitones que
por cualquier motivo andan de capa caída, a compañeros de partido o de facción
cuya figura pública parece necesario reforzar. O, incluso, a quienes, ejerciendo
alguna pasajera actividad literaria o de otra naturaleza, se les notan
demasiado ciertos vacíos en lo que pudo haber sido y no fue su trayectoria
escolar. No obstante, si algo desvirtúa
evidentemente un halago es que el mismo provenga de la lástima.
Pero la “elogiofilia” ha
proliferado no solo en el ámbito político o público sino también en el
universitario. Ciertas instituciones parecieran haber perdido la brújula al
convertir el “homenajeo” en himeneo. Verbigracia, algunas no cesan de repartir
como arroz los llamados doctorados Honoris
Causa. Y, claro, la distribución indiscriminada y a veces poco reflexiva podría
desvirtuar lo que en otro momento sería visto como un auténtico gesto de recompensa
a una labor. Habrá quienes toda su vida se negaron a seguir estudiando e
investigar y en su poco productiva labor de activos o retirados esperan
ansiosos la generosa pluma rectoral que les firme sin pausa su Honoris. Existen también quienes
murmullan que los detestan pero en su fuero interno se enorgullecen de
acumularlos en su hoja de vida profesional cuales barajitas de béisbol. Hacen
lo que sea para obtenerlos. En fin, hay de todo en esta viña del señor que son
los halagos académicos.
Es una especie de fiebre contemporánea
que ha invadido diversos espacios. Independientemente de la categoría de tales
lauros, se cotillea de algunos que incluso se pelean entre ellos por tomar la
delantera en sobar el hombro a alguna personalidad relevante del mundo
literario, económico o político. Convierten aquello en una silvestre y nada
reconfortante competencia que puede mutar la gracia en morisqueta. Horroris
causan con tan evidente y ocasional chupamedismo.
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Publicado originalmente en www.contrapunto.com (19 de julio de 2015)
Imagen: Google images
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Publicado originalmente en www.contrapunto.com (19 de julio de 2015)
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