Desde que decidieron traerla e implantarla en tierras americanas,
nuestra lengua dejó de pertenecer solamente a España; pasó a ser patrimonio
común de muchos territorios; se "desmarcó" de aquel conglomerado
No olvida mi tía Eloína una anécdota vivida por
su sobrino hace varios años, relacionada con la pronunciación americana de la "Z" y la "C".
Durante una jornada etílica salmantina, popularmente denominada "marcha",
un lugareño hubo de terminar aceptando mi presunta "destreza" para articular
esos sonidos del mismo modo que se hace en buena parte de la península ibérica;
es decir, colocando la lengua entre las dos hileras dentarias delanteras. En el contexto de una broma jocoseria, y ya
con el entusiasmo generado por unas cuantas copas de vino, nada más escuchar que yo pedía una "servesa", un inesperado
espontáneo se acercó a mi grupo para retarme del siguiente modo:
—Hombre, tío, pagaré todas vuestras cañas y tapas de la noche si pronuncias como lo hago yo la
frase "Cecilia pone el arroz en un cazo, lo cuece y lo cierne con un cedazo". ¿Vale?
Acepté la afrenta sin pensarlo y, aun cuando
terminé con la boca totalmente ensalivada debido al trabalenguas, poniendo
énfasis en eso que los fonetistas llaman pronunciación interdental de las
"ces" y las "zetas", repetí como loro lo que aquel sujeto me estaba
solicitando. Dos tertulianos hicieron de jueces y, ante el rostro petrificado
del retador, certificaron el hecho. A fin de cobrar con intereses la amable apuesta, esa noche "condu-miamos y bebi-miamos" más de
lo acostumbrado.
No salía
de su asombro aquel caballero ante el hecho de que un hablante hispanoamericano
fuera capaz de lo que él consideraba una "hazaña", confesando que su
sorpresa radicaba en haber creído hasta ese momento que en América no podíamos emitir dichas consonantes como lo
hacen ellos, porque tenemos dificultades anatómicas para hacerlo. Lingüísticamente el fenómeno se
llama seseo: como ocurre en algunas zonas de Andalucía, entre nosotros, la
"s", la "z" y la "c" se articulan todas como una
"s".
Ya en la
sexta o séptima ronda, manifestó además que, durante su asistencia al cole, uno
de los maestros le había enseñado que, aparte de esa, las diferencias gramaticales
y léxicas entre España y la América hispanohablante eran tantas que podría hablarse de dos lenguas distintas.
"El español es de España, dijo que les repetía, lo de América es un mogollón
de dialectos distintos y deformados".
Aunque no hay nada de cierto en aquella
creencia, podría pasar que así lo considere un docente conservador,
principalmente si ha sido formado bajo las rígidas directrices del purismo, o un
usuario común cuando ya su sobriedad está en discusión. Pero lo implícito en tal
postulado cambia cuando se trata de una política gubernamental que, sin aparente
certeza del planteamiento de fondo, se propone auspiciarlo como parte de uno de
sus programas de promoción internacional. Ocurrió
hace poco, precisamente en el país ibérico, con eso de que la lengua española
pasará a formar parte del proyecto oficial "Marca España". Desde
siempre hemos sido admiradores de ese modo de promocionar todo lo propio de esa
nación. Sin embargo, más allá de la buena intención que pueda haber detrás de
esto, meter al idioma en el mismo saco
de las etiquetas que distinguen sus productos, paisajes o monumentos resulta
menos procedente de lo que puedan haber creído los autores de la idea.
El español es el idioma que mayoritariamente
hablan los españoles, pero no es solo la lengua de España (ni mucho menos la
única). La primera acepción de la palabra "marca" en el propio Diccionario de la lengua española es
"señal que se hace o se pone en alguien o algo, para distinguirlos, o para
denotar calidad o pertenencia". Atención a las dos últimas palabra: calidad
y pertenencia. Desde que decidieron
traerla e implantarla en tierras americanas, nuestra lengua dejó de pertenecer solamente
a España; pasó a ser patrimonio común de muchos territorios; se
"desmarcó" de aquel conglomerado; perdió la categoría de
"marca de fábrica" que pudo haber ostentado hasta ese momento. Además,
su calidad formal y comunicativa se multiplicó. En este tiempo, sea como primera o segunda
lengua, es el arma de más de 500
millones de almas. Y, aunque constituye acervo de todos, ninguna de las
comunidades en las que se la usa es su dueña. De ser únicamente de España (con apenas unos cuarenta y siete millones), no sería la segunda del planeta en número de hablantes nativos, .
Desde finales del siglo XX, se ha fortalecido
lo que se conoce como la orientación panhispánica en todo lo que tiene que ver
con ella: una gramática, una ortografía, una fonetología y un inventario léxico
que, —a veces con aciertos y desaciertos, fallas o incongruencias, cómo negarlo— dan cuenta, principalmente, de sus variantes
peninsulares y americanas, sin olvidar las extensiones ecuatoguineana, filipina,
sahariana occidental e israelita, ni tampoco la cantidad de usuarios que cada
día se incrementa en predios estadounidenses y brasileños, entre otros. De
serlo, representaría realmente la marca distintiva
de más de una veintena de países y su
influencia cultural, aunque no económica, abarca espacios de cuatro continentes, con
notorio predominio, primero, en América y, segundo, en Europa. Mucho esfuerzo
ha costado esa tarea integradora desde la RAE y la Asociación de Academias de la Lengua Española
para que, a veces sin darnos cuenta, terminemos alimentando las hipótesis de aquel parroquiano
salmantino y su maestro. Panhispanismo
quiere decir marca "condominial" (y valga el neologismo), heredad de
muchos, bien colectivo establecido en diversos lugares. No significa pan para
hoy e hispanismo para mañana.
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Publicado originalmente en www.contrapunto.com (11-03-2018).
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