El ancho y
nada ajeno mundo de los lectores y admiradores de Gabriel García Márquez fue
sorprendido hace algunos meses con la noticia sobre la desaparición de un
ejemplar de la primera edición de Cien años de soledad, nada menos que firmada
por su autor. Hubo, por supuesto, las alharacas usuales en tales casos y las críticas a la (in)seguridad de la Feria
Internacional del Libro de Bogotá (FILBO, 2015, en la que era exhibida la obra).
Llegamos hasta a suponer las lágrimas del propietario de aquella maravilla,
quien gentil y orgullosamente la había prestado para que fuera exhibida durante
el evento. Obviamente, no se trata de un libro cualquiera, ni en valor
sentimental ni en costo monetario. Pero,
gracias a las pesquisas de la policía y al miedo o pericia de quien había cometido el desaguisado, el ejemplar fue rescatado de una tienda de
antigüedades.
Como no soy
policía, político ni sacerdote, pienso de buena fe: alguien lo tomó, lo leyó,
lo disfrutó y decidió devolverlo.
Según mi aguda
tía Eloína este tipo de acontecimientos tiene un doble y paradójico rostro.
Primero, el de las recriminaciones de
los bibliófilos subastadores que ven en el asunto un crimen de lesa literatura.
El objeto timado debe costar una boloña y parte de la siguiente. Segundo, el regocijo de los literadictos que
suponen que el ladrón apenas deseaba vivir el acto mágico de poder leer al Gabo
en su edición original. Mi parienta está del lado de estos últimos:
—Con lo
caros que están, robarse un libro no es como
para meter preso a alguien —me ha repetido más de una vez—, censurable sería si
no lo quiere para leerlo.
Nada indica
que no fuera el segundo motivo lo que originó aquella osadía de atreverse a
tomar de la vitrina un volumen que era mostrado como si del Santo Grial se
tratara. Asumiendo el rol de abogado del Diablo, me he imaginado el regusto y la boca hecha agua de aquel o
aquella que, motivado-a por su amor a la
lectura, osó emprender el secuestro y decidió tomar prestada la joya por unas
cuantas horas.
Entre quienes
por cualquier motivo hemos sido adictos a la lectura, hay muchas historias
relacionadas con el hecho de hurtar algún volumen en una librería. En mis
tiempos de la UCV, tuve una compañera (hoy dedicada a la música) que no solo se
apropiaba de las últimas novedades, sino que (para purgar las culpas,
supongo,) una vez que las había leído, se daba el lujo de devolverlas a su lugar de
origen. Más de una vez debe haber
sorprendido a los dependientes o dueños con aquel misterio de libros
desaparecidos-aparecidos. Hará unos dos años que el escritor español Javier Marías (uno de nuestros Premios Rómulo
Gallegos) defenestraba en un artículo de los bibliotimadores de la red. Decía
que con cada ejemplar electrónico suyo
mal habido mediante la vía cibernética le restaban algunos centavos de sus
honorarios. En un texto intitulado «Las bandas de la banda ancha» se lamentaba
de que lo «esquilmaran a lo bestia».
Y esto, obviamente, es harina
de un costal distinto, pero habría que verlo con mejores ojos. Robarse un libro
para comerciar con él no es lo mismo que hacerlo para tener acceso a sus
contenidos. En el caso de los ciberhurtos, más bien pareciera que la gente se
apropia de las lecturas con objetivos más nobles que la trapacería de
mercadearlos.
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Publicado originalmente en www.contrapunto.com (24 de junio de 2015)
Imagen: aportada por Contrapunto, de Google Images
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