En este artículo desarrollaré algunas ideas sobre un tema tan
controversial como atractivo: el lenguaje inclusivo. Antes requiero hacer dos
aclaraciones. Primero, escribir y reflexionar sobre esto no significa asumir
posiciones irreconciliables. Se trata de acercarse al tópico de manera
desapasionada y sin los prejuicios con que (hombres y mujeres) pudiéramos haber
sido inoculados en la casa, en la familia o en la escuela, principalmente
dentro de una concepción bastante androcentrista y patriarcal en todos los
aspectos. Segundo, este no es asunto de ideologías, de partidos o de falsas y
acomodaticias poses, ni tampoco de feminismos extremistas o machismos
exacerbados.
Se trata de interacción lingüística con las demás personas y eso es más
que relevante. Quienes tenemos algún vínculo profesional con el lenguaje y/o el
habla pública no podemos pasarle de lado y arrellanarnos en la normativa
gramatical ortodoxa, para quedarnos acríticamente en el axioma según el cual no
hay nada que ocultar en lo que gramaticalmente se denomina “masculino genérico
no marcado”: el que, teóricamente, sirve para referirse a ambos géneros; por
ejemplo, “aquí escriben escritores de varias generaciones” o “estamos
celebrando el mes del deportista”. No es poco que
las academias, las universidades y diversos organismos públicos y privados se vengan
ocupando del asunto desde hace algún tiempo, aunque no siempre se logre
coincidencia en cuál ha de ser la salida consensual. Continuar asumiéndolo con
sorna, con rabietas inexplicables o con actitudes paródico-jocosas (postureos
que implican una toma de posición) no parece lo más adecuado. No tienen ningún
sentido las asunciones maniqueístas, que solo persiguen polarizar, debido a que
siempre son riesgosas.
Dicho eso, inicio este acercamiento intentando una definición. Inclusivo
o incluyente es aquel lenguaje que, intencionalmente o no, obvie cualquier
señal que (tácita o expresamente) implique concepciones, prejuicios o
estereotipias que, por su significado, puedan resultar, encubridoras,
reductoras, ofensivas, discriminatorias o separatistas hacia personas, grupos,
sociedades e, incluso, hacia oficios, razas, sectores geográficos, estratos
sociales, formas de pensamiento, naciones o continentes.
Sobre esa base, podría esgrimirse que no siempre acertamos en la
inclusión de la mujer con el masculino genérico, aunque venga de una
antiquísima tradición idiomática y haya sido explicado y clarísimamente argumentado
por profesionales, como lo han hecho integrantes de la Asociación de Academias
de la Lengua Española. Por mucho que así lo establezca una norma atávica, no siempre
es incluyente, como se creyó hasta hace algún tiempo. Y no lo es porque algunas
frases que lo contienen podrían resultar ambiguas para determinados grupos de
oyentes o lectores/as. Dos ejemplos sencillos, para no abundar: “Debido a la
severa crisis, quedan pocos científicos en Venezuela”; “Un grupo de sabios
economistas debería buscar salida inmediata a la hiperinflación”. Si las lee o escucha alguien ajeno al tema, posiblemente
asuma que las expresiones pocos científicos y sabios
economistas aluden tanto a caballeros como a damas. Pero podría haber
quienes solo perciben en ellas la inclusión de hombres. Igual que resulta
complicado que la gente no asocie términos como genio, futbolista, carnicero
y chofer solo con hombres. Y, claro, quizá ello se deba a que somos parte
de una cultura en la que los referentes mayoritarios a los que se aludía con esos
vocablos eran hasta hace algunos años fundamentalmente caballeros (‘memoria
social’).
Si bien es verdad que a veces el contexto o la situación nos ayudan a comprender
algunas expresiones, ello no ocurre siempre.
Ni la lengua en general, ni la gramática, en particular, son entidades
aisladas de quien las utiliza; no son independientes de cómo pensamos. Cuando
me comunico, actúo como vocero de unas premisas, valores, que son los de mi
grupo social. Aunque intuitivos para la gran mayoría, los principios de un
idioma constituyen un “conocimiento” que obliga a ver el mundo de una manera y
no de otra. “Un idioma es el universo traducido a ese idioma”, escribió
magistralmente el poeta José Antonio Ramos Sucre. Lo sugería el lingüista
estadounidense George Lakoff en 1987: Los marcos referenciales del lenguaje
parecen invisibles, pero están detrás de nuestras concepciones, valores,
cosmovisión.
Así, la discusión sobre si este recurso es a veces inclusivo o a veces
excluyente está al orden del día. Hay muchas personas e instituciones interesadas
en discutirlo y parece necesaria la conciliación entre dos opiniones
encontradas: una sostiene que aquel es suficiente y pertinente (e intocable)
cuando se hace referencia a ambos géneros; otra, que bajo el amparo
gramaticalista se pretende seguir invisibilizando, ocultando, encubriendo, la
existencia y el valor de lo femenino. A juzgar por lo que está ocurriendo, posiblemente,
la solución más razonable será la convivencia mesurada: ni satanizar una (que
no podrá ser eliminada) ni sacralizar la otra (que en algunos contextos será
necesaria).
Alternativas para el uso de un lenguaje verdaderamente inclusivo.
Cualquiera que se detenga desprejuiciadamente en esta cuestión detectará
que las propuestas para atenuar el carácter encubridor implícito en su uso son
diversas. Van desde la clásica diferenciación léxica referida a la ocupación de
cargos por las mujeres (juez/jueza, presidente/presidenta, alcalde,
alcaldesa) y el llamado desdoblamiento (niños y niñas, ciudadanos y
ciudadanas), pasando por posibilidades intermedias, como la coordinación de
artículos (los y las funcionarias), el uso de sustantivos metonímicos (la
dirección, la secretaría), la utilización de sustantivos colectivos o
epicenos (el profesorado, las personas), hasta otras que, un poco más
radicalmente, sugieren intervenir el sistema morfológico de la lengua y crear
una nueva marca neutra incluyente. Estas últimas han sido las más controversiales
y poco exitosas, por cuanto proponen crear lo que en lingüística de denomina un
nuevo morfema que realmente favorezca incluir sin diferenciar. Más que
conocidas son las propuestas de inserción del asterisco (diputad*s), la
arroba (ministr@s), la ‘x’ (compeñerxs), el signo de igual (l=s
trabajador=s) y, por supuesto, la más relevante, la ‘e’ (todes les
alumnes son niñes). Se las denomina morfológicas, porque afectarían la
estructura interna (formal) de las palabras y son las que mayores reticencias
han ocasionado.
Otras veces se ha acudido a sustituciones que, sin perjudicar demasiado
el discurso, resalten la diferencia con paréntesis —lectores(as)
motivados(as)— o barras oblicuas (el/la chico/a). Del conjunto de ellas,
algunas otras han sido objetadas por los especialistas. Unas veces porque causarían
“ruidos” en cuanto a la transgresión del llamado principio de la economía;
otras, debido a lo farragosas que pudieran resultar (todo ciudadano o
ciudadana detenido o detenida, y antes de ser procesado o
procesada, tiene derecho a comunicarse con su abogado o abogada a
fin de ser notificado o notificada de su situación).
Con excepción de la ‘e’, el resto de las propuestas morfológicas solo “solventaría”
el problema en la lengua escrita; las otras se harían oralmente impronunciables
(y si no, inténtelo con este ejercicio: lxs compañerexs delegadxs acudieron
dispuestxs y complacidxs al evento). En lugar de aportar soluciones,
empeorarían la situación. Lingüísticamente,
hay que decir que la opción de la ‘e’ es posiblemente la que mayor posibilidad téorica
de éxito ofrece. Tendría incluso la virtud de romper con la obsesión binaria (hombre/mujer),
bastante cuestionable en este tiempo. No
obstante, también precisa modificar desde fuera el sistema de la lengua, asunto
que, por muy sencillo que parezca, es complicado.
“Borrar” de la conciencia
psicolingüística de una comunidad de más de 580 millones de hablantes que tiene
instaurada en su memoria una regla gramatical milenaria precisa de mucho más
que un decreto o de la voluntad de ciertas organizaciones. Intervienen además
asuntos relacionados tradicionalmente con el poder, el prestigio y el imperio
del androcentrismo: pensemos, si no, en las médicas, psicólogas y magistradas
que prefieren ser referidas como la médico, la psicólogo, la magistrado,
opciones en femenino que mantienen la marca de masculino (machismo femenino, lo
llaman). Otras veces, desde el propio sector de las
damas, se perciben despectivas apelaciones como poetisa, bachillera, jefa,
gerenta, fiscala, sargenta, gobernanta, entre otras, a pesar de que
hace tiempo fueron incorporadas al Diccionario.
Como cuerpos
vivos, las lenguas cambian constantemente, pero alterarlas no depende de iniciativas
individuales o de los deseos de alguna corporación o movimiento. Un idioma es
patrimonio colectivo y solo ese colectivo tiene el privilegio (a veces
inconsciente e intuitivo) de transformarlo. No es inalterable ni inamovible,
pero el sistema de una lengua cambiará solo cuando la totalidad de sus
condómines asuman esa decisión, siempre con respaldo inevitable del uso
generalizado. No obstante, el masculino genérico no desaparecerá, porque sigue
siendo necesario en algunos contextos. Como hemos dicho arriba, prevalecerá tal
vez su convivencia con algunas fórmulas alternativas.
Posición actual de las academias
La Real Academia Española y algunas de sus correspondientes
hispanoamericanas han ofrecido argumentos lingüísticos para explicar la no procedencia
de determinadas sustituciones del masculino genérico y la dudosa pertinencia de
algunas de ellas. Para no mencionar documentos anteriores, hay que aceptar que
el informe dado a conocer
este año 2020 ha sido determinante. A propósito de la solicitud de la
vicepresidenta del Gobierno de España para revisar la Constitución de ese país
y dar cuenta de sus contenidos sobre lenguaje inclusivo, la RAE ha formalizado
desde varios puntos de vista (histórico, gramatical, semántico…) los motivos
para la existencia y usos adecuados del masculino genérico. Ha admitido,
además, que en determinados contextos sería razonable acudir a ciertas
expresiones que faciliten la visibilidad de la mujer (femeninos de oficios,
desdoblamiento razonable, desambiguación, entre las más resaltantes). Acepta
también que hay expresiones verdaderamente sexistas, pero señala que se trata
de “sexismo de discurso” y no de “sexismo de lengua”, más responsabilidad de
quien habla o escribe que del medio a través del cual lo hace (el idioma). No
niega la existencia de ciertas asimetrías que realmente reflejan creencias y
valoraciones negativas, despectivas, hacia el sexo femenino (hombre
público/mujer pública, zorro/zorra, solterón/solterona, hombrezuelo/mujerzuela,
etc.). Con esto, abre la posibilidad de una discusión del asunto, ajena a sentimentalismos
o emociones, a caprichos y a posturas extremas.
Hay que decir también que las propuestas para disminuir, atenuar o
evitar las ambigüedades generadas por el uso del masculino genérico no siempre
partieron de argumentos lingüísticos. Ni tampoco han circulado con la formalidad
requerida. Como viéramos antes, eso mismo ha hecho proliferar tantas propuestas
que a veces conducen a la confusión y, tal vez sin mucha conciencia, se hace
uso de unas y otras indistintamente, sin criterio de adecuación, incluso por
parte de instituciones públicas y privadas. Y ello a su vez genera supuestas
salidas burlonas, a veces motivadas por la ignorancia o una supuesta omnisapiencia;
otras, por la candidez o la repetición automática.
Dejando de lado el detalle de no
haber logrado hasta ahora una vía homogénea y coherente, en cuanto a la defensa
orgánica y bien documentada de fórmulas inclusivas, así como hemos
aludido al informe de la RAE, también podríamos referir tres importantes libros
dedicados a argumentar seriamente sobre los supuestos significados detrás del
llamado masculino genérico. Sus títulos hablan por sí solos: Género
gramatical y discurso sexista (María Márquez, 2013. Madrid: Síntesis), Lengua
y género (Mercedes Bengoechea, 2015. Madrid: Síntesis) Ni por favor ni
por favora. Cómo hablar en lenguaje inclusivo sin que se note demasiado
(María Martín, 2019. Madrid: Catarata). Todos dedican sus páginas a contrargumentar
y a discutir los criterios académicos. Los dos primeros posiblemente sean
todavía los más exhaustivos en torno a algunas inequidades en el uso de dicho
recurso. Más allá de sus atractivas observaciones y ejemplos, el de María
Martín tiene la particularidad de demostrar que se puede desarrollar un volumen
de 125 páginas utilizando medios sustitutivos sin caer en excesos, en expresiones
cacofónicas o en repeticiones farragosas, lo mismo que hemos intentado en este artículo.
Ya para cerrar, esperamos dejar claro que, aunque posible, el reemplazo
de la fórmula inclusiva ortodoxa no será tan sencillo ni tan rápido como se
quisiera. Primero, porque, si procede, debería partir de la escuela y de
políticas de planificación lingüística coherentes. Segundo, no hay todavía
consenso social para que ese cambio ocurra. Nos guste o no, la totalidad de
personas que hablamos español lo llevamos instaurado en nuestra competencia
lingüística (incluidas las personas que lo critican negativamente). Esto implica que no
será fácil erradicarlo de un plumazo y desterrar su uso de un día para otro, porque
pertenece al sistema de la lengua. Pero igualmente las formas inclusivas
reemplazantes son ya cotidianas. Además de aparecer en múltiples documentos de
diferentes formatos (artículos, libros, series de TV, etc.), en países como
Argentina y España, hay niños que ya utilizan algunas opciones sustitutivas con
una fluidez asombrosa. Es decir, los
usos alternativos están en el ambiente y alguna consecuencia habrán de traer;
principalmente, una vez que el tiempo decante la proliferación de soluciones y
se opte por las más adecuadas.
Finalmente, se requiere aceptar
que, aparte del componente léxico, los sistemas lingüísticos son rígidos,
cerrados, y su transformación requiere tiempo. No son, sin embargo,
inexpugnables ni petrificados para la eternidad. De otro modo, este texto
estaría circulando en protoindoeuropeo o, por lo menos, en latín.
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